Estoy lejos. Observo a través del lente de los medios (y de facebook, que se ha convertido en una herramienta muy útil para obtener noticias rápidas, gracias a los amigos que generosamente comparten las noticias) lo que pasa en la universidad.
Es como un sueño. Uno de los malos, claro.
La policía se concentra en los predios de la Yupi. Y no sólo la policía así, a secas. También, tal vez especialmente, la policía a caballo, la policía de negro, y la policía rodeada de escudos gigantes, como soldados romanos, escudos para protegerse de…¿qué?
Pues de ese ejército temible de estudiantes sentados en el suelo practicando, tras entrenarse y anunciarlo públicamente, desobediencia civil. La policía se acerca, para que los sentados puedan sentir el aliento de los caballos, el nerviosismo de los cascos. Los pellizcan con tecnología y técnicas que a saber desde cuando querían usar y para las cuales no encontraban el cuándo, o el quién. Los empujan con escudos, se los llevan cargados, los arrestan. Los persiguen por las calles de la capital. Les compartamentalizan la protesta (con carteles designando zonas específicas para ello), y luego les cambian las coordenadas en pleno asunto. Literalmente, he visto como mueven el cartel de lugar.
[En el recinto donde trabajo, han puesto el cartel lejos, muy lejos, de cualquier edificio universitario. Para que los protestones protesten al son de los coquíes y de los grillos. Pero eso es otra historia.]
Al mirar la escena de lejos, se me ocurre que si yo fuera un alienígena, o al menos un extranjero bastante despistado, de momento me parecería que en la universidad hay un enemigo terrible. La impresión, la imagen, estaría basada en la cantidad y variedad de policías.
Luego está el sonido. Jerarcas policíacos que me aseguran que allí hay “puntos” para desarticular, y que hay que proteger estudiantes que sí desean tomar clases; Administradores universitarios que justifican la locura de la intervención militarona apelando a las acciones violentas de unos misteriosos encapuchados, acciones que al parecer, todo el mundo desaprueba.
Pero el caso es que a la hora de arrestar, no hay encapuchados, casi nunca arrestan a los encapuchados, a menos que sean Tito Kayak, porque a ese siempre lo quieren arrestar, sino que parecen preferir, en eso de los arrestos, a muchachos y muchachas comunes y corrientes, desarmados, capturados mientras hacen cosas tan inofensivas como hablar por megáfonos o repartir papelitos. O sentarse en el suelo.
Entonces, piensa el extranjero o el alienígena, o la bloguera, entonces se trata de otra cosa. Se trata de enviar muchos policías para crear la impresión de que allí, en la Universidad, hay un terrible enemigo del pueblo (porque ¿para eso es la policía, cierto? para proteger al pueblo?), y se hace mucho ruido, se habla en los medios de la gran amenaza que son los estudiantes, para hacer la imagen más creíble…Como en las películas baratas, donde de repente se oscurece la escena, para entrarnos el susto por los ojos, y simultáneamente suena la música siniestra, para entrarlo por los oídos…
Imagen y sonido, para beneficio del ciudadano común con algún interés en hacer democracia más allá del ocasional voto, y que se está quedando esgalillao y bruto tratando de reaccionar al karso, el gasoducto, el corredor, la universidad, el colegio de abogados, el tribunal supremo…
Mientras tanto, en esa curiosa contracción del espacio que el internet y la posmodernidad permiten, tengo el New York Times abierto en otra pantalla y busco entender lo que ocurre al otro lado del mundo, en Egipto, donde las intensas protestas han recibido una reacción sorda y represiva por parte del estado. Y, tal vez porque están las dos pantallas abiertas a la vez, Egipto se siente, de repente, muy cerquita, y suena terriblemente familiar. Un miembro del partido oficialista egipcio confía en que el cansancio les dará la victoria. Otro habla de “ley y orden” para justificar sus acciones. Otros acusan a los protestones de ser pocos, o de ser un sector con intereses ideológicos particulares. Amenazan con arrestos. Mientras tanto, las libertades democráticas son erosionadas en nombre del orden, y las tropas traen el desorden de la represión a la calle.
Los periodistas que escriben el artículo recuerdan la pelea en los setenta de M. Ali contra George Foreman, en donde Foreman daba golpes, golpes, golpes, peleaba solo, y Ali esperaba…hasta que Foreman estaba débil, exhausto. Y entonces Ali lo noqueó.
A todo esto, el presidente de la UPR anuncia, orgulloso feliz, que “el 94%” de los estudiantes se ha matriculado. 51,000 estudiantes. Claro que eso no es el 94% de los estudiantes que estaban matriculados el año pasado, no: es el 94% de los pre-matriculados. De modo que la alegría del presidente me resulta bastante insólita (sí, mi capacidad para sorprenderme todavía, a estas alturas, le puede estar resultando insólita al lector.) Pero es que 51,000 estudiantes es 14,000 estudiantes menos que los que había. La UPR ha perdido aparentemente 14,000 estudiantes. Casi llegan a los 50,000 que la Junta de Síndicos calculaba y quería, no hace mucho. No es que la van a romper-es que ya la están rompiendo. La UPR, según esos números, ha perdido sobre el 20% de sus estudiantes. Eso es una buena noticia ¿para quién? No para mí. No para el país.
Es como un sueño. Uno de los malos, claro.