El libro del profesor Aarón G. Ramos, Islas migajas; los países no independientes del Caribe contemporáneo (Travesier y Leduc, San Juan, 2016), es una contribución importante y bienvenida pues brinda vasta información histórica y discute el presente de las sociedades caribeñas que no se han independizado. En español, al tiempo que enriquece la aún limitada bibliografía en castellano sobre el Caribe actual, ayudará a que el tema se vea en Puerto Rico y otros sitios donde pasa desapercibido.
Didáctico y explicativo, el análisis político de Ramos señala la trayectoria de cada grupo de territorios correspondiente a la potencia imperialista que lo rige. Islas migajas produce así un conocimiento comparativo. También compara países de un mismo grupo.
Los países caribeños no independientes bajo dominio de Gran Bretaña son Anguila, Islas Caimán, Islas Turcas y Caicos, Islas Vírgenes Británicas, Montserrat y, aunque están al norte del Caribe, Islas Bermuda. Bajo dominio de los Países Bajos (o, si reducimos este estado a su país dominante, Holanda) son Curazao, Aruba, la parte meridional de San Martín, Bonaire, San Eustaquio y Saba. Bajo dominio de Francia son Guadalupe, Martinica y Guyana (distíngase de la Guyana excolonia inglesa), San Bartolomé y San Martín septentrional. Bajo dominio de Estados Unidos están Islas Vírgenes Estadounidenses y Puerto Rico.
Países en formación —como los demás de América— y pequeños, surgieron modernamente con la esclavitud, la plantación y el mercado mundial. No amasaron poder suficiente para separarse de los imperios en el siglo XX.
A partir de los años 50 ocurrió la descolonización en Asia, África, el Caribe y otras zonas. Naciones Unidas creó su “legislación” anticolonial y aparecieron decenas de nuevos estados-naciones que se unieron a una correlación internacional que obligó a las potencias a disimular su colonialismo en los territorios que permanecieron sometidos.
Las metrópolis se han abierto a modificaciones en la gerencia de sus territorios caribeños, pero sin ceder en su control. Transfieren fondos a las colonias —evidentemente pobres y faltas de desarrollo sostenible— en una predisposición racista: la “inclusión” implica la subordinación del otro.
Los debates sobre gobierno propio y cultura, dice el libro, se han intensificado en años recientes en todas las posesiones caribeñas. Estados Unidos, Inglaterra, Holanda y Francia han tomado medidas para desalentar y coartar las simpatías, que existen en diversos grados, hacia el poder autonómico o la independencia.
Reacia a “mezclarse”, Gran Bretaña siempre descartó anexar las colonias a su estado y supervisó la independencia de la mayoría de ellas, pero mantiene su agarre sobre las que le quedan. En cambio, Francia anexó en 1946 a Martinica, Guadalupe y Guyana, haciéndolas “departamentos de ultramar” del estado francés; les daría civilización, según su egocéntrico discurso. Aruba es “miembro autónomo” del Reino de los Países Bajos desde 1986 (este “Reino” es medio trililí, se inventó tras la derrota de Napoleón); desde 2010 Curazao y San Martín tienen la misma categoría. Bonaire, San Eustaquio y Saba son desde 2010 “entidades públicas” de los Países Bajos.
Inglaterra llama desde 2001 “territorios ultramarinos” a sus posesiones en el Caribe. Francia llama desde 2007 “colectividades de ultramar” a San Martín y San Bartolomé.
Sin embargo: 1) Irrespectivamente de los nombres formales, todos son territorios sometidos a sus metrópolis de modo colonial. 2) Quien manda de facto en la región caribeña es Estados Unidos. 3) Las emigraciones caribeñas han alterado las culturas de los estados metropolitanos, pero en las metrópolis crecen poderosas corrientes racistas y excluyentes.
Los países caribeños no independientes han reproducido una intensa integración económica y demográfica entre territorio y metrópolis; y el fenómeno de que los colonizados gobiernan la colonia. Segura de la lealtad de la élite local, la metrópolis delega en ella la administración, siempre dentro del control colonial. Puede señalarse como precedente la ley estadounidense de 1947 permitiendo que los puertorriqueños eligieran al gobernador, en el marco de la asombrosa fidelidad de Muñoz Marín al imperialismo norteamericano.
Franklin Delano Roosevelt había criticado los imperios europeos por no haber desarrollado económicamente sus colonias en el mundo —como si un país pudiera desarrollar a otro— y haberlas saqueado y explotado crudamente durante generaciones. Estados Unidos aplicó en Puerto Rico un colonialismo “industrial”. Supuestamente desarrollaría la colonia, pero fue un colonialismo más completo.
Ramos refuta acertadamente la justificación de los disfraces del colonialismo en el Caribe contemporáneo: “[…] Anthony Maingot argumenta que el término colonialismo no es apropiado para referirse a estos arreglos [entre las metrópolis y sus colonias caribeñas] puesto que, en cada uno de estos territorios aún dependientes, existen oportunidades electorales democráticas para cambiar su estatuto. Para este autor los particulares estatutos franceses, británicos, holandeses o estadounidenses se mantienen mediante lo que podría considerarse, según él, un ‘consentimiento soberano’ de parte de las poblaciones subordinadas, y no una imposición imperial.
Sin embargo, ninguno de los arreglos políticos del Caribe no independiente contemporáneo fue el producto de consultas organizadas con el fin de conocer la voluntad de los pueblos acerca de sus futuros. Este modo de ver el objeto colonial evidencia el encadenamiento intelectual contemporáneo a las visiones que acompañaron al colonialismo desde sus primeros tiempos, eludiendo un principio fundamental del conocimiento de lo político: los Estados siempre actúan en consideración de sus propios intereses. Las metrópolis también han sido renuentes a considerar transformaciones amplias, limitándose a la promoción de ciertas reformas dirigidas a amortiguar las presiones que provienen de los territorios” (pp. 303-304).
En varios casos antillanos las movilizaciones obreras y populares han dramatizado y estimulado la afirmación cultural, racial, lingüística y nacional. Este último término invita a una discusión renovada, sugiere el libro, en el híbrido y ambiguo Caribe. En Curazao las protestas obreras de 1969 provocaron reformas de Holanda respecto a cada una de sus antillas. En los años 80 movimientos populares en Martinica y Guadalupe contra el desprecio del estado francés al creole forzaron intentos de reforma para abordar la autonomía cultural. Podrían añadirse las luchas en Puerto Rico desde los años 30 a los 70.
Islas migajas recuerda que Estados Unidos adquirió Islas Vírgenes en 1917, donde mantuvo gobierno militar hasta 1931. Washington ha mantenido restringida allí la participación democrática y con ésta la mayoría negra, que al ser angloparlante interactúa intensamente con la sociedad estadounidense. En Puerto Rico, Washington aplicó gran represión y permitió alguna “autonomía” simbólica; en los 90 el presidente americano instruyó que, en lo referente a fondos y programas, se le tratara como estado.
Desde fines del siglo XX se verifica en los países no independientes del Caribe lo que en Puerto Rico llamamos “federalización”: una dependencia estructural de fondos de la metrópolis. Debilitadas sus condiciones para una economía productiva y autónoma, la sociedad caribeña se remite progresivamente a la fuente de los fondos (la metrópolis), y el gobierno local pierde autoridad administrativa y simbólica.
En estos “territorios globales”, advierte Aarón Ramos, el nivel de vida es más elevado que en los países caribeños independientes —la gran mayoría—, si bien en condiciones de dependencia y coacción.
Guyana recibe más fondos franceses y europeos que Martinica y Guadalupe y consume más importaciones, pues su subordinación es más grave como base aeroespacial y de extracción de bauxita. Las británicas Islas Caimán e Islas Vírgenes apenas requieren fondos metropolitanos; son centros financieros internacionales que grupos burgueses locales administran. Anguila, Turcos y Caicos y Montserrat reciben fondos de la Unión Europea.
Las posesiones holandesas de Aruba, Bonaire y Curazao —puesto de refinamiento de petróleo desde 1928— deben su ingreso per cápita relativamente alto a su cercanía a los puertos petroleros venezolanos, en extraña combinación con un turismo masivo. En las islas-departamentos franceses, la actividad agrícola, que tan importante había sido, se redujo severamente a fines del siglo XX pues la economía global disolvió los mercados protegidos, análogamente a como en Puerto Rico decayeron las inversiones americanas mientras aumentaba la deuda.
Los capítulos 4, “Globalización y subordinación”, y 5, “Pueblos, pertenencias, ciudadanías”, son especialmente acuciosos. Gran Bretaña mantiene una ciudadanía para los habitantes de sus “territorios ultramarinos”, mientras les ha reconocido derechos sobre los numerosos europeos que se instalan en las antillas y acaparan el limitado espacio y el real estate. La distinción del belonger o persona “autóctona” ya es parte de la ley en algunas islas.
Que el colonialismo holandés fuese instrumentado durante siglos por compañías comercial-financieras alentó una visión de las posesiones como meros mercados y puestos comerciales, donde se trasladaban gentes de diversas regiones y lenguas. La ciudadanía de Países Bajos incluyó en 1954 a los súbditos coloniales, pero últimamente vienen renaciendo una resistencia a este muticulturalismo y un exclusivismo “nacional” neerlandés.
Estados Unidos ha dado ciudadanía a los individuos de Puerto Rico e Islas Vírgenes, pero difícilmente considera la estadidad. El estado francés no encuentra cómo demostrar que, después de la anexión, los caribeños de los tres departamentos son iguales a sus conciudadanos de Francia siendo subordinados y diferentes, ni cómo cumplir su promesa de reconocer las culturas autóctonas y el creole.
El gran turismo, con su usurpación de ambiente y espacio, destrucción de otras posiblidades económicas y racismo implícito, vuelve a imponerse en las posesiones caribeñas en general, como supuesto desarrollo económico.
En las posesiones británicas dedicadas a transacciones financieras y empresas internacionales de negocios, el turismo se combina con la función de paraíso financiero, el cual crecientemente integra finanzas estadounidenses.
Estados Unidos, señala Ramos, aumenta la actividad militar y de inteligencia y vigilancia en la zona caribeña. Narcotráfico, lavado de dinero, terrorismo y tránsito incontrolado de gentes son las razones, o pretextos, de este aumento.
Bajo inspiración norteamericana, las potencias vienen interviniendo directamente en los gobiernos coloniales para penalizar o corregir los grupos dirigentes locales. En cuestiones de seguridad y lavado de dinero, Holanda e Inglaterra permiten a Estados Unidos intervenir en sus colonias.
Una “recolonización”, pues, combina dominio casi total de capital extranjero con redoblada presencia estadounidense. Este ambiente hace resaltar la pequeñez geográfica y poblacional de los territorios, que inhiben sus esperanzas de autodeterminación. Pero éstas continúan en variados casos.
Se infiere que las metrópolis tratarán de evitar, por ejemplo, que dichos territorios vean perspectivas de desarrollo autónomo en la alianza de cooperación latinoamericana y caribeña, ALBA, que fundaron Cuba y Venezuela.
Desconocerse entre sí contribuye a que los países caribeños sigan postergando un desarrollo social autodeterminado. Entre los puertorriqueños es tradicional la indiferencia hacia las otras colonias caribeñas. Una soberbia emana de no saber cómo relacionarse con el otro, aunque tenemos muchas cosas en común y —observación importante del libro— una mayor subordinación resultante de la globalización.
Puerto Rico es afrocaribeño; serlo es parte del Caribe. Pero se distancia de la afrocaribeñidad, en un peculiar racismo, como si su hispanidad le confiriera más “desarrollo”. Parecería que una psicología cándidamente jíbara, formada en la rudimentaria agricultura isleña y después americanizada, evita acercarse a la historia de dolor y violencia indescriptibles de la esclavitud en las posesiones europeas. Entre las sociedades caribeñas no independientes, Puerto Rico es la única hispanohablante —y de mayor población— y su lengua es radicalmente diferente a la de la metrópolis. El libro, pues, ofrece a los puertorriqueños una visión indispensable de sí mismos.
Ramos se ha fijado en pueblos invisibilizados. No tenemos importancia en la visión dominante del mundo. Se nos neutraliza con dineros y se nos ignora, más allá de ser militarmente útiles o destinos turísticos, portuarios y aéreos. Hasta se nos excluye de la problemática de los “países en desarrollo”, pues nuestras economías y estadísticas se integran a las metrópolis por falta de estado propio.
La pequeñez facilita desembolsos metropolitanos y se considera obstáculo a la autodeterminación. Pero la creencia de que por ser países pequeñitos su colonialismo será eterno enfrenta el ideal moderno de autodeterminación, para todas las comunidades humanas, irrespectivamente del tamaño o población.
Islas migajas indica un desarrollo cualitativo en la investigación del tema. Abre la puerta para nuevas discusiones sobre países oficialmente sin identidad pero con ricas culturas populares, perpetuados en el tiempo colonial por su caribeñidad, su afrodescendencia y sus desventajas en el campo de lucha que ha sido el mundo moderno.
El autor es catedrático en el Departamento de Ciencias Sociales de la Facultad de Estudios Generales en la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras. Este texto fue publicado originalmente en 80grados.