Recuerdo un viejo disco, de los de pasta, titulado Rhapsody in Blue, de un tal George Gershwin. Me gustó el título, fascinado como estoy con el color azul desde que tengo uso de memoria. Coloqué el disco en el plato y escuché con bastante desinterés una música que me resultó entonces un tanto cuadrada. Entre el jazz y lo clásico. No muy blue que digamos. Intenté ver el color en las notas pero era bastante difícil. Un trazo aquí o allá. Y un rítmico “scratch” que entonces me gustaba por impertinente, ahora tan usado que no da gracia.
El caso es que el título de ese trabajo musical siempre me gustó. Sin embargo el sonido me pareció demasiado limpio. El sucio, el polvo en contacto con la aguja, no eran parte de la orquestación, pero era lo más que apreciaba. Luego supe que Gershwin frecuentaba las fiestas organizadas por Elsa Maxwell. Si no saben quien es ella pues les diré que tenía una amante que era, a su vez, amante del duque de Alba. Y que años más tarde trató de seducir a Maria Callas sin éxito y terminó presentándole a Onassis. Divertida, Elsa. En resumen, ella sabía organizar ágapes. En uno de ellos, decía, Gershwin tocó hasta la madrugada mientras los invitados bebían champagne directamente de la ubre de una vaca mecánica. Eso fue en los años locos luego de la Primera Guerra Mundial. En aquel entonces vendían aviones color naranja a las mujeres morenas, porque se veían regias en aquella combinación cromática.
Vuelvo, entonces, a escuchar Rhapsody in Blue. Me gusta ahora porque puedo escuchar el recuerdo. Y no puedo dejar de pensar en una vaca mecánica. No es una vaca cualquiera. Y como no hay discos, ni de pasta, ni de nada, sólo el sonido fluyendo de otro gadget en el que no hay friccion, mi mente recupera el “scratch”, el sucio rítmico, que convertía aquella pieza tan cuadrada en jazz.