Ama -entrañablemente- a la Universidad de Puerto Rico (UPR). Por más de 46 años le ha servido con pasión a toda la comunidad universitaria del Recinto de Río Piedras. Su rol es esencial en todos los ámbitos de la academia. Sin embargo, pocos conocen el rostro del registrador.
Con los años, las canas arroparon su cabeza. También, apareció un bigote refinado sobre sus labios. Ya Juan M. Aponte Hernández no es el gallito prepa que llegó a la Facultad de Ciencias Sociales en 1969. Pero, tras sus anteojos se esconde una mirada llena de juventud y energía.
Con gusto, dedica a la Universidad días, noches y hasta fines de semana junto a su esposa, quien lo apoya incondicionalmente. La memoria de su padre, quien le enseñó el valor de la educación y su amor incalculable por la Universidad, son las dos poderosas razones para mantenerse desempeñándose como registrador de uno de los recintos más importantes de la UPR.
Aponte Hernández es el mayor de siete hermanos y el primero en llegar a la universidad. De niño fue vecino del barrio Buen Consejo de la ciudad de Río Piedras y su patio para “brincar y saltar” era la Universidad de Puerto Rico. En ese ir y venir durante sus años de infancia descubrió que “en la universidad habían oportunidades”. Su familia era de escasos recursos económicos, pero su papá siempre se encargó de que nunca le faltara un buen libro. Al graduarse de escuela superior fue aceptado en la UPR y recibió la exención por Matrícula de Honor por ser uno de los promedios más sobresalientes.
En su primer año fue miembro del Consejo de Estudiantes de Estudios Generales, “pero no era revoltoso”, dijo a Diálogo mirando por encima de sus delgados anteojos. Explicó que en ese entonces estaba en todo su apogeo la Guerra de Vietnam y que en la Universidad se alzaban los grupos independentistas. Su misión como secretario del consejo era “poner un poco de raciocinio”, confesó, dejando escapar una sonrisa.
Esa capacidad raciocinio lo ha acompañado a lo largo de su carrera. Además, ha aprendido mucho sobre distintas disciplinas como las leyes, la educación, los procesos de acreditación de universidades, las becas, las convalidaciones de créditos, entre muchos otros. Por eso, le encanta su trabajo.
Diariamente, Aponte Hernández se pasea por la oficina con serenidad escuchando, interpretando y resolviendo cada situación que se presenta. Además, el registrador tiene un gran “don de gente”. Trasmite alegría, seguridad y confianza. Por eso, sus compañeros le quieren y le admiran mucho.
Con la memoria y la fluidez de un historiador, contó que fue a través del Consejo como conoció a José A. San Inocencio, quien entonces era decano auxiliar de Estudios Generales. “San Ino”, como le dice afectuosamente, fue un pilar en su desarrollo como estudiante y empleado de la Universidad.
Relató que cuando a penas culminaba su primer año de estudios, sufrió la pérdida de su papá. Aponte Hernández recordó con nostalgia que en ese momento pensó que había llegado el final de su carrera universitaria pues para él su familia es primero y debía hacerse cargo de ella. Fue San Inocencio, quien le dio el “empujoncito” que necesitaba para continuar.
El decano reconoció el gran potencial de Aponte y le ofreció trabajo en el nuevo edificio de Estudios Generales que estaba próximo a ser inaugurado. “Necesitamos gente que nos ayude y tú lo necesitas. No tomes la decisión de irte ahora, hablamos en verano”, le dijo.
Y así fue. En verano del 1970 comenzó a laborar en la UPR. Allí trabajó por cinco años. Primero, organizando el edificio y luego, como oficial administrativo a tiempo parcial en la Oficina de Asuntos Estudiantiles. También, trabajaba durante los procesos de matrícula. Poco después la administración universitaria le otorgó la permanencia y comenzó a estudiar en las noches.
¿Cómo es que se le da la oportunidad de convertirse en el registrador?, preguntó Diálogo.
“Ay, ¡esa historia sí es linda!”, comentó y le brillaron sus ojos.
El calendario indicaba el año 1974. Aponte tenía el pelo negro y una figura más esbelta. En la Universidad había un cambio de administración y se estrenaban Ismael Rodríguez Bou como rector y Onelio Núñez Méndez como registrador. Núñez Méndez había sido profesor –como lo habían sido todos los registradores- y conocía a Aponte por su desempeño en los procesos de matrícula. El nuevo registrador le hizo un acercamiento a Aponte para que formara parte de su equipo. “Antes de que terminara ya yo le había dicho que sí”, indicó Aponte Hernández con una sonrisa en su rostro al rememorar el momento. Para ese tiempo, ya había obtenido su maestría en Administración Pública.
El 12 de marzo de 1975 a las 8:00 de la mañana Aponte Hernández comenzó a trabajar en el Cuadrángulo Histórico Norte, donde entonces ubicaba la Oficina del Registrador. Con tan solo 24 años se había convertido en el registrador auxiliar más joven de la universidad, a cargo de la División de Grados y Diplomas.
Más tarde, en el 1977, hubo una restructuración de esa importante dependencia universitaria. Damián Román Nevares, el registrador de turno, organizó la oficina en ocho divisiones y nombró como registradores asociados a Aponte Hernández y a Aracelia Batista, quien había sido registradora auxiliar en la División de Expedientes.
En 1987 Román Nevares regresó a la cátedra, pero como quería dejar la oficina en buenas manos, buscó referencias sobre quién podría ocupar su puesto. Todas las recomendaciones fueron para Aponte. En diciembre de ese mismo año, el rector Juan Fernández, lo llamó y le preguntó si estaba dispuesto a ser registrador.
-“Bueno, yo no soy profesor”, le dijo Aponte Hérnández, sorprendido.
-“No, yo no estoy mirando si usted es profesor. Yo estoy mirando si usted puede hacer el trabajo y toda la gente lo ha recomendado. Usted tome la decisión, es un reto”, le indicó Fernández.
-“Sí, es un reto definitivamente, pero yo lo voy a aceptar”, le respondió con mucha seguridad.
Desde entonces lleva 28 años sirviendo a la UPR en ese mismo cargo.“Tengo el honor de decir que soy el registrador más viejo”, concluyó orgulloso.