En toda guerra hay traidores, en toda invasión extranjera hay colaboracionistas. Durante la conquista de América hubo guías nativos entregados. En las plantaciones esclavistas hubo negros y mulatos –libertos o no–, que asumieron el rol de capataces y caporales. En todas las cárceles hay soplones y en todos los países, espías. Además, todos los racismos generan auto-aborrecimientos. El que traiciona es o parece siempre un cobarde, un expulsado por propia mano, un paria, un desarraigado y un apátrida. En los campos de concentración y en los campos de exterminio nazis hubo kapos, prisioneros que compartían las deshonras de los demás encarcelados hasta que asumían la posición de vigilantes o tomaron algún bajo puesto en la administración alemana. Muchas veces eran criminales de carrera, delincuentes prontuariados que alardeaban de ser ahora poderosos y tener bajo su control a los antiguos personajes respetables de su sociedad. Alardeaban por un tiempo, esto es, porque a los kapos no se les conmutaba la condena (la condena la llevaban en la sangre) y más tarde o más temprano acababan muriendo como cualquier otro. Otras veces eran gente común y corriente, que aceptaba vivir una vida menos miserable mientras les fuera posible, aun si a cambio de ello debían vender esa última esquirla de su albedrío al enemigo: los kapos seguían siendo despreciados por los nazis y además pasaban a ser despreciados por los demás prisioneros. Algunas de las reflexiones más importantes sobre la figura de los kapos se encuentran en la obra de Primo Levi (Se questo è un uomo), Spiegelman (Maus), Wiesel (The Night) y Pontecorvo (Kapò). En ellas se puede divisar la profunda dificultad del problema, por qué es necesario en cualquier evaluación moral sobre la proclividad del ser humano al mal pero también sobre los límites que una persona está dispuesta a transgredir para su supervivencia. Más de una vez me ha tocado escuchar o leer que alguien recurre a la figura del kapo para explicar o ejemplificar cuán malvada podría llegar a ser una persona. Nunca lo he escuchado en abstracto, por decirlo así, aplicado a la gente en general: siempre lo visto usado para referirse a personas con nombre y apellido, y siempre judíos. El ejemplo más reciente lo da Ricardo Alvarado en el decaído blog Gran Combo Club, y lo hace para describir a Baruch Ivcher. Dice que “el inefable Baruch Ivcher” en Auschwitz “hubiera sido, sin duda, uno de los infames kapos”. Y en un comentario adicional añade una observación en extremo ofensiva para cualquier judío: “Si crees que Ivcher no hubiera sido capaz de vender a sus propios connacionales, es porque no conoces ni la trayectoria de Baruch ni la terrible historia de los colaboracionistas judíos durante el Holocausto”. Presten atención a la frase: lo que Alvarado dice es que si uno estudia la historia de los “colaboracionistas judíos” (no la historia de los traidores que abundan en todas las etnias del planeta), eso le servirá para entender la afirmación que él ha lanzado antes. Jamás he escuchado que se recurra a ninguna de las otras figuras históricas o legendarias del traidor para describir a un determinado individuo por el simple hecho de pertenecer al mismo grupo social o étnico o religioso. “Un Judas”, ciertamente, es el caso más cercano, pero no se limita a judíos o cristianos, sino que se usa para los traidores en general. ¿Por qué es distinto con los kapos y los judíos? Lamentablemente, por más vueltas que uno le dé al asunto, sólo hay una respuesta posible: quienes recurren al recuerdo de los kapos no lo hacen para ejemplificar cuán traicionero puede ser un individuo cualquiera, sino específicamente para afirmar cuán traicionero puede ser un judío. Es un uso claramente antisemita, entonces, de tinte racista, con una intención focalizada no en los rasgos de una humanidad abyecta, sino en la abyección posible de un grupo étnico en particular: los judíos. Es como afirmar que existe una forma determinable y objetivable de ser traidor cuando se es judío. Observaciones del tipo de la que formula Alvarado no son infrecuentes. En el Perú, cuando se critica a un personaje público judío de ejecutoria dudosa o negativa, es muy común recordar de inmediato su origen étnico. No sólo ha ocurrido con Baruch Ivcher; lo mismo pasaba con Elianne Karp, con Abraham Levy, con Moisés Wolfenson o los hermanos Winter. Uno no suele encontrarse la referencia étnica, en cambio, cuando se trata de peruanos mucho más estimables también de origen judío, como José Adolph, Augusto Álvarez Rodrich, Sonia Goldenberg, Gustavo Gorritti, Isaac Goldenberg, David Waissman o León Trahtemberg (sin embargo, estoy seguro de que si cayeran en desgracia las alusiones étnicas vendrían de inmediato). En el blog Gran Combo Club se lee esta advertencia, puesta allí por su administrador, Silvio Rendón: “cada post es de exclusiva responsabilidad de su autor/a y no refleja necesariamente la opinión del resto de contribuyentes ni compromete al Gran Combo Club”. No se me pasaría jamás por la cabeza ensuciar a Silvio Rendón con las supuraciones de los posts que Ricardo Alvarado está colocando en ese blog, pero tampoco creo que declarar que los posts colocados en un blog no comprometen al blog sea una solución justa e inteligente. Más parece una manera fácil de rehuir la responsabilidad de las cosas que se escriben allí. En el pasado, Silvio no ha dudado, por ejemplo, y con toda justicia, en extender al diario Correo la responsabilidad de las cosas que el columnista Andrés Bedoya Ugarteche escribe en él. ¿Por qué tendría que ser distinto con el GCC? El autor es crítico y profesor de literatura en Bowdoin College en Maine. Este texto fue originalmente colgado en el blog de Gustavo Faverón, Puente aéreo. Haga clic aquí para ver la entrada.