Ha transcurrido un mes desde que el huracán María cruzó a Puerto Rico de un extremo a otro. Las imágenes que recogen la magnitud de la devastación han recorrido el mundo.
El recuerdo de la fuerza de los vientos, de las aguas inundando desmedidamente hogares, del estruendo de objetos arrancados de sus cimientos, siguen en la memoria individual y colectiva de los que fuimos testigos.
Después de aquel miércoles 20 de septiembre salimos poco a poco a las calles, reconociéndonos en toda nuestra fragilidad humana. Nos abrazamos de manera distinta, para sentirnos menos solos, más fuertes.
Entonces y a pesar de los escombros, la oscuridad, el calor, pajaritos desorientados y nuestras miradas asustadas, no nos quedó otra que apostar a la esperanza; como familiares, como vecinos, como desconocidos que nos conocimos en filas hasta entonces inimaginables. También, para algunos de nosotros, como universitarios; estudiantes, docentes, exalumnos, administradores y empleados todos.
Días más tarde del paso del huracán, se nos convocó al Recinto de Río Piedras para establecer un centro de apoyo a la comunidad. Nos constituimos como mesa de trabajo y en cuestión de días conceptuamos y establecimos nuestro Centro de apoyo a la comunidad de camino a la recuperación (como uno de los Emergency Stop and Go, de la Oficina de la Primera Dama).
Se sumaron y siguen sumando compañeros y compañeras. Estructuramos comités para las áreas de servicio, entre las que figuran: comedor, apoyo para completar la solicitud de asistencia gubernamental ante pérdidas materiales, cernimiento por trabajadoras sociales, servicios de salud, asesoría legal y financiera, experiencias recreativas y creativas para niños y jóvenes, actividades culturales y educativas para todos.
También estructuramos comités para las áreas transversales, tales como: convocatoria a la comunidad y al voluntariado, espacio e infraestructura, y seguridad. Con el esfuerzo de muchos, reacondicionamos una escuela cercana en desuso, y a fuerza de buena voluntad, y de la necesidad de sabernos menos frágiles y más esperanzados, abrimos las puertas.
Al recoger estas reflexiones, estamos por cumplir dos semanas de servicio. Se sienten como dos siglos. Por el caudal de lo aprendido, por los lazos de afecto que han nacido, por el cansancio agradecido, por la promesa de lo que como universitarios queremos y podemos seguir haciendo.
La comunidad que circunda nuestro recinto es inmensamente rica en historia, en diversidad cultural, en expresiones artísticas, en iniciativas de autogestión, en las redes de apoyo social que posibilitan la subsistencia de una población igualmente marcada por vulnerabilidades.
Son vulnerabilidades, que si bien el paso de María visibiliza crudamente, a todas luces lo preceden y que cuando dentro de unos meses los estados de situación oficiales afirmen que el País avanza en su recuperación, permanecerán.
Es una comunidad marcada por la pobreza extrema y por la violación a derechos humanos universales como lo son el acceso a vivienda segura, a servicios de salud y educación de calidad, y al trabajo digno. Y así, la gestión universitaria, nuestro aprendizaje, apenas comienza.
Como una de las personas que ha tenido el privilegio inmenso de ser parte de este esfuerzo compartido, aspiro a que una vez se recojan los escombros, recobremos la electricidad y rescatemos el sentido de “normalidad”, sepamos resistir a que se vuelva a invisibilizar lo que el paso de María nos fuerza a ver.
Aspiro a que con la misma tenacidad y apoyo institucional que abrimos este centro, sigamos fortaleciendo como eje central de nuestra gestión académica la capacidad de servir a la comunidad, la de aprender junto a ella en el camino.