Como muchos que crecieron en el periodo de transición que supuso la aparición de la Web, he experimentado un cambio en cómo valoro y consumo los productos culturales que llegan a formar tanto una identidad propia como una identificación de cara a la sociedad de la información.
Érase el tiempo en que cualquier texto -en el amplio sentido de la palabra-venía atado a un formato inextricable de la información que contenía. Fuese un libro o un disco, lo que hoy vemos como data tenía un aura de corporeidad y de artefacto. El volumen físico de estos productos afectaban nuestra noción de lo que era mucho o poco. Muchas veces conseguir algo en particular que se saliera de la oferta mainstream requería un quehacer tedioso que finalmente añadía al goce o el chasco de conseguir o no lo que se buscaba. Aún en los comienzos del Internet como fuente de productos culturales, se mantenía un sentido de descubrimiento ante lo encontrado. Y, en el caso de la música, todavía la finalidad era quemar un CD con tus canciones favoritas y compartirlas con tus amigos y demás. Había una satisfacción en la colección y en el consumo de los productos que mejor representaban tu buen gusto y tu dominio a la hora de encontrar algo nuevo y atractivo.
Aunque ahora, más que nunca, se facilita la satisfacción de gustos alternativos, cada vez es más difícil sentirse especial por lo que uno consume. El mercado de entonces propiciaba un monocultivo de gustos más en la vena de las producciones de la cultura popular de turno y todavía lo mainstream constituía el mercado más voluminoso del que se hacía más dinero. Mientras existían fetichistas y adeptos de otros géneros más invisibles o de contra-cultura, la mayoría se conformaba con el Top 10, MTV y lo que traía su disco-tienda favorita, y así contribuían pasivamente a mantener un status quo de la industria cultural.
No obstante, ¿podemos decir que esta tendencia ha cambiado con el advenimiento de los nuevos medios? Pues, sí y no. Los productos culturales mainstream siguen estando ahí y atrayendo a grandes poblaciones de usuarios pero también se ha visibilizado un mercado que quizás siempre estuvo ahí desatendido por el capitalismo. A lo que me refiero específicamente es lo que se conoce como el long-tail o la cola larga. La cola larga es una característica estadística visible en las gráficas que incluyen un eje de popularidad y otro de consumo. Lo que resulta entonces es que la población (y potencial mercado) más grande reside en lo menos popular, en los nichos.
Este término ha sido acuñado por el escritor de Wired Magazine, Chris Anderson. En su artículo, titulado The Long Tail, Anderson evalúa este fenómeno y asocia con el éxito empresarial que han tenido compañías como Amazon, Netflix y Rhapsody, entre otras. Lo que significa esta tendencia propiciada por modelos económicos cimentados en la Web 2.0 es que el dinero ahora se está haciendo más en un mercado de nichos y no uno de masas. El mercado de nichos es la acumulación de las ventas pequeñas que no son parte de un mercado mainstream.
Si bien antes te sentías que lo disponible en las tiendas de música o sitios de alquiler de películas no te satisfacía, ahora en la web puedes no solamente saciar tus impulsos consumistas más particulares sino también exponerte a productos a los que de otra manera no estarías expuesto. Y creo que la pregunta que tenemos que hacernos es, ¿cómo afecta el tener más acceso al nicho nuestra percepción de lo que antes llamábamos mainstream? ¿Qué manifestaciones culturales son catalizadas por la disponibilidad de productos de una naturaleza más independiente?
La música y cierto géneros audiovisuales se democratizan más en la web por lo que el salto de la cola larga al mainstream no es tan difícil cuando más personas, unidas y comunicadas por las particularidades de su consumo, producen otra noción de lo popular.
Por mi parte, no me acuerdo escuchar a tantas personas hablando de tal o cual documental que “tienes que ver” o este grupo de hip-hop surafricano que mezcla elementos del house de Miami y el new wave inglés. Tendencias urbanas del primer mundo como el hipsterismo sería improbable sin un acceso facilitado por la economía (y el mercado negro) 2.0. Expresiones culturales que logran algún tipo de culto por un nicho están cada vez más susceptibles a ser coaptados por un mercado de masas que cada vez quiere apelar más a lo indie, a lo cool. Y, gracias a toda la información demográfica que le damos a las corporaciones, éstas aprenden rápidamente no sólo qué vendernos, sino cómo vendernos.
Este texto pertenece al cuerpo de trabajo producido por estudiantes de maestría en Comunicación de la UPR-RP, bajo la dirección del profesor Rubén Ramírez Sánchez, en el blog de la clase Tecnología, medios emergentes y sociedad de la información: consideraciones teóricas y metodológicas