La cuestión de género no es un espejo de la diferencia biológica del sexo. Hay ciertos mecanismos de poder que separan a los nenes de las nenas y luego los unen en la reproducción. Todo parece ser dado como natural, sin embargo hay una imposición cultural escondida. Con la ayuda de Michel Foucault, esta nota intentará develarla.
La infancia es una etapa vital en la formación sociocultural de las personas, tanto individual como socialmente. Los niños y niñas nacen en el centro de una estructura social llamada familia donde permanecen toda su infancia y casi la totalidad de la adolescencia al cuidado de los padres. La identidad que se va construyendo posee aportes no sólo de la familia sino también de las personas que están fuera de ella: instituciones como la escuela, el jardín, la iglesia, el barrio, clubes deportivos, medios de comunicación, grupo de amigos, etcétera. En el largo proceso que los constituye como individuos de la sociedad, ellos reciben todo tipo de costumbres y concepciones propias de la cultura a la que forman parte.
Detallando en mayor grado esa identidad construida socialmente, podemos observar que hay algo innato: biológicamente los individuos nacen con rasgos femeninos o masculinos. La determinación específica del sexo es la función reproductora. Pero también la humanidad se dividió a sí misma de acuerdo al género: varón y mujer. Esta división provenía de su sexo, de su órgano reproductor. La relación entre sexo y género parece simétrica en un primer momento. Pero la realidad es que es mucho más compleja que el esquema biológico.
Si comenzamos a desmenuzar la cuestión del sexo, veremos que otra definición se enmarca entre los deseos, los placeres y los gustos que cada individuo posee o experimenta, indiferentemente de su sexo biológico, de su rol reproductor. Aquí es donde también se corren las barreras de la determinación del género. La división entre hombres y mujeres no sólo es formada por la diferencia biológica, también por una serie de mecanismos culturales que la intervienen, la distancian y la refuerzan.
Entre los 3 y los 6 años, el niño está en un período que en el psicoanálisis se lo denomina de imitación. El rol de los miembros de la familia consiste en educarlo sobre qué conductas están bien y cuáles están mal. Los niños tienden a copiar todo lo que ven. Al no tener su juicio realmente establecido, la imitación es totalmente desinteresa. A los niños se les enseña a jugar, hablar, hacerse entender y en la educación es donde se le proveen ciertos instrumentos que están cargados de ideología. No ideología política ni partidaria sino cultural e histórica donde a partir de juguetes, juegos, vestimentas, colores, dialectos, estéticas los van guiando por una senda que se cree correcta. Pero sin saberlo, se está ejecutando un fuerte mecanismo de diferenciación genérica cultural, basado en meras divisiones biológicas.
El sexo, tanto en su definición biológica y cultural, es determinado por ciertos mecanismos de dominación que son particularmente formas discursivas de crear su masculinidad o feminidad.
Siguiendo la teoría del sociólogo francés Michel Foucault, existe un dispositivo de sexualidad que actúa sobre la socialización del género mediante técnicas móviles y coyunturales de poder. Este mecanismo es un entramado de relaciones sociales y culturales materializadas en instituciones donde sus acciones modifican las acciones de los demás. Foucault encuentra en su Historia de la sexualidad que desde el apogeo católico se ha llevado al sexo al campo del secreto.
El dispositivo que actuaba –él lo llama Ley de alianza- implicaba determinar ciertas leyes y normas en las prácticas donde todo lo que no se encontraba dentro, era catalogado como prohibido. De esta forma la Iglesia, como gran institución envestida de poder, mediante la confesión religiosa al sacerdote, logró tornar al sexo como algo oscuro, oculto, pudoroso. Los feligreses confesaban sus desvíos al cura acentuando así la división entre lo prohibido y lo permitido. La homosexualidad fue duramente azotada en la Edad Media, pero también todo tipo de prácticas como la masturbación, la sodomía, las cuales fueron llevados al casillero de las perversiones por “neurosis genital”.
Con la revolución francesa, la caída del viejo régimen y el auge aplanador de los Estado-Nación se levantó -desde las bases que el control religioso había dejado- un marco que vigilaba y regulaba a la población mediante “el ojo que todo lo ve” del gran Estado. “El sexo no es cosa que solo se juzgue, ahora se administra”, dice Michel Foucault. Y así nacieron los mecanismos más complejos para estudiar y analizar las cuestiones sexuales de una población.
Siguiendo a Foucault, la pedagogización del sexo del niño es uno de los cuatro conjuntos estratégicos que se han desplegado a propósito del sexo en los dispositivos específicos de saber y poder. Implica ciertos mecanismos de guía para encaminar al niño hacia ciertos horizontes convenientes a los educadores. La diferenciación entre el varón y la mujer es una dicotomía que resuelve las incógnitas –o intenta resolver- en cuanto a las elecciones sexuales.
La sociedad está basada en esta gran división por lo cual emplea todo tipo de estrategias para solidificarla. Los juegos recreativos son herramientas claves porque cuando los niños se están divirtiendo tanto solos como en conjunto, ya hay a priori una imposición externa que les acota las posibilidades de elección. Es decir, si a un niño solo le damos la posibilidad de jugar con una pelota de fútbol y muñecos de guerra, lo estamos condicionando a que tenga cierta empatía por el deporte y los juegos de fuerza.
Y si a las niñas les damos juegos de cocina y muñecas para vestir y maquillar, tendrán más inclinación por el arte culinario y la moda. La realidad no está más lejos que lo que ven nuestros ojos, pero aun así la lucha de poderes no se comprende con claridad. Estamos en una sociedad capitalista consumista que nos exige la diferenciación cultural del género para ser blancos fáciles de sus productos. Los estudios de mercado buscan la clasificación racional de la población para luego analizar dónde colocar la mercancía.
Si extremamos los casos, veremos que, hasta en los colores, la cuestión del género brilla. El celeste para los nenes, el rosa para las nenas. Sería extraño subvertir estos colores en los niños, hasta podría acusarse a quien lo haga de incitación a la homosexualidad. El consenso cultural es tan irreversible que nos muestra las alternativas como desvíos. La constitución de estereotipos es uno de los mecanismos centrales de la división de género en la sociedad: esa bisagra que separa la dulzura femenina con la fuerza masculina.
El niño crece con la idea de ser rudo, fuerte, tener cierta contextura física, ciertos rasgos de una masculinidad estratégicamente construida. Al igual, la niña se enfrenta a la obligación de ser bella, preciosa, coqueta, la idea de la princesa de cuentos, dulce y tierna.
Helena Sancho Jericó, comunicóloga y periodista especializada en género, detalla en un artículo publicado en la revista Frida que “el proceso de socialización de género comienza a una edad temprana y de la libertad en el juego depende que el desarrollo de género quede sesgado por una inadecuada imposición de modelos de masculinidad y feminidad”.
Como sociedad avanzada y globalizada existe una cuestión nueva a tener en cuenta: el rol de los medios de comunicación. En un estudio llamado “La socialización de género a través de la programación infantil de televisión”, realizado por la española Eva Antón Fernández y publicado en el 2001, nos advierte de esto: “La preocupación por la influencia negativa en la percepción de la igualdad entre los sexos se incrementa cuando tenemos en cuenta el papel modelizante, socializador, de los medios. Influencia que se torna más determinante en las edades infantiles, por estar en proceso de construcción de la identidad personal y por carecer de filtros críticos que relativicen la influenciabilidad de los mensajes mediáticos.”
Una presión de lo biológico por sobre lo histórico continúa en nuestra sociedad. Lo biológico como lo propio de la manutención de la especie, de la procreación, y lo histórico como la consecuencia de las luchas de poder en un tiempo y una sociedad determinados. La presión de lo estático por sobre lo dinámico. Los límites de esta presión han sido sacudidos en las últimas décadas, pero aún lo biológico sigue estando firme.
Que quede claro: al separar al niño y la niña no sólo se está forzando una inclinación sexual, es decir, un camino obligado a la heterosexualidad sino que también –y he aquí la importancia- se lo empapa de costumbres antiguas e impuestas por instituciones obsoletas que además de acotarle las posibilidades de expresión y libertad se los disocia en términos literales, los niños juegan con los niños y las niñas juegan con las niñas.
Una verdad obligada a aceptar es la cuestión de género en la infancia. No son características biológicas las que determinan que el nene salga macho y la nena, dulce. Realmente no lo son.
Fuente Revista Alrededores