
En la playa Wilderness, en Aguadilla, el oleaje alcanzaba los 20 a 25 pies. A finales de diciembre del 2009 la tribu de surfers ha decidido no perderse por nada del mundo el espectáculo del remanente de un frente de frío que ha tenido sus repercusiones en toda la zona del Atlántico puertorriqueño. Algunos de los All Pro, profesionales del surfing, están metidos en el agua. Luz Marie Grande, la campeona local e internacional, es la única chica entre ellos. Tienen que bracear sólido desde el costado izquierdo de Wildo, como le apodan cariñosamente a este espacio de costa, para poder “entrar” y coger el set desde el principio y “peinarlo”, llegando al pico de la ola. Sólo que éste no es un evento normal; hacía tiempo no se veía una marejada tan impresionante. Es una tarea impensable (para el resto de la tribu que ha permanecido en la orilla) intentar la osadía. Si no se está en condiciones físicas, ni mentales, sencillamente, no se intenta. Se conforman con admirar la ola perfecta, aplauden ante el desempeño de uno de los suyos que se bate contra ésta o gritan de emoción cuando alguno ha sido “tragado” en un golpe certero de este monstruo que los devora y los arroja al arrecife. En tanto, un jetski navega de extremo a extremo la costa. Los recoge y los deja en la orilla con tablas rotas, con la adrenalina trepada sin satisfacer del todo su “cura”, botando agua por la boca o con ganas de volver. Es un surfer igual que ellos, pero su labor dentro del entramado social de la tribu, en esta ocasión, es la de socorrer a los que han recibido el embate de la marejada y han quedado atrapados en ella. El surfer Fabre tubea una ola ola en la playa Wishing Well en Aguadilla. No siempre es así, a veces la tribu desaparece (incluyendo el jetski), se dispersa, busca otros lugares donde anidar, prefiere el surfismo urbano como el del cercano Bridges, más disciplinado y manejable que el de Wildo, tan primitivo y voraz. Desaparece entre los rincones más cosmopolitas donde el tono de su localismo desentona o regresa a espacios más cónsonos a sus orígenes como Los Tubos en Manatí. Wildo logra, sin embargo, unir clanes, divisiones, razas, clases sociales, locales y extranjeros con un solo fin: hacer la exacta división entre el mundo que existe allá y el mundo que existe acá. El mundo de allá es la cotidianidad rampante del puertorriqueño normal, las deudas, los problemas, el tráfico y la vida en sociedad; el de acá, el de Wilderness, son las olas, la libertad, la válvula de escape; ese tierno y necesario “regreso a la semilla”. Como diría Maso, el surfer encargado de la venta de comidas: “es el lugar donde se olvida todo”. Es la utopía misma, donde la tribu convoca su respeto al mar, establece sus códigos morales (no está exenta de conflictos) y escribe sus reglas sin papel, allí está la aldea imaginada que se asienta en la playa, analiza las tácticas y estrategias para cruzar la línea de combate en el agua, batalla por el dominio del swell y se reconoce como parte de un todo ancestral que los espiritualiza y los hace diferentes. Aún cuando la adrenalina, bálsamo para cualquier acción humana, los invoque, y algunos sean capaces de perder la cabeza (“Tal vez nunca en nuestras vidas lo volvamos a hacer” dijo un All Pro kid aquel día); aún así, la disciplina es el alma de la convivencia tribal. En otras palabras, la tribu existe porque está en total sincronía con el mundo ideal en que vive, apresta al desafío; ella vive para el momento en que naturaleza y hombre se vean las caras y rindan cuentas a la vida. Los hombres, a través de los siglos, han enfrentado el poder de la naturaleza. Esto es intrínseco a la condición humana. Al preguntar a muchos de ellos si reconocían que el surfing es una lucha campal en diálogo con los elementos, un acto ancestral, admitían que nunca habían pensado en ello. Pero revelador era que, al cuestionarles por qué estaban dentro del agua, si reconocían el peligro y la frontera más allá de la diversión, siempre surgía una expresión de mohíno muy singular. El hombre primitivo marcaba en sus rostros su opinión al respecto y no había más remedio que extasiarse de estar ante aquella máquina del tiempo. La tradición o arte de surcar las olas se remonta a estos hombres primitivos que buscaban el sustento en el mar o que practicaban las tablas como deporte para reyes. Las distinciones sociales no han sido nunca un problema serio del surfing. En Perú, los pescadores de la playa de Huanchaco, por generaciones, han utilizado unas balsas llamadas “caballitos de totora” para entrar y salir del mar. Las culturas Mochica y Chimu también lo hicieron. En Hawai, los miembros de la realeza construían sus propias tablas con materiales oriundos. Nótese incluso cómo las embarcaciones de pesca del norte de la isla de Puerto Rico son más puntiagudas en la proa que las construidas y usadas para navegar en el Mar Caribe. Y si de surfing se habla, el tamaño de ellas representa parte de esta filosofía de vida: longboards para deslizarse en un control práctico, sistemático y sólido de la ola, tablas medianas para un juego seductor con el agua y el boogie, para una rapidez demencial en el swell. El mar (y las herramientas que utilizamos para dominarlo) no determina quiénes somos, pero influye en forjar lo que seremos. Nuestra relación con él despierta el instinto por la supervivencia impulsando a la tribu (y antes al hombre primitivo) a batallar contra los elementos. Es un elixir esa catarsis de la que hablan; es la voz de la libertad que transita por una ruta impredecible que sólo el mar conoce y articula en nuestra conciencia.
Un atardecer en en la playa Wilderness en Aguadilla. Cuando Luz Marie Grande habló de la incertidumbre que representaba entrar al mar en esas condiciones, quizás también hablaba de la búsqueda del control del mismo, ambas acciones acordes con la disciplina que debe obrar ante cualquier enfrentamiento con la ola. Pero, sobre todo, habría que añadir la oportunidad de conquista de una ruta única que sólo se produce cuando el hombre traza el rumbo en un espacio en movimiento que desaparece en el instante en que ha sido atravesado, como el que camina por primera vez sobre una calle y ya no puede perseguir su sombra. Sólo que acá el caminar se hace sobre una tabla y la calle es una bellísima ola azul turquesa que termina en una alfombra de burbujas hasta la orilla. Aquí está lo efímero presente, porque ninguna ola es igual. Allí está el ADN de esa pasión por el desafío, de la importancia de vivir el momento, el espíritu del conquistador aceptando lo impredecible como parte del azar cotidiano, como parte de la vida misma. Se puede hacer mucha filosofía con el estilo de vida del surfer, pero es válida, a su vez, una línea antropológica que recorra algunos de los espacios sociales provistos de olas idóneas para el surfing. Famosas son La Pared, en Luquillo, La Ocho en San Juan o la pequeña Inches, en Patillas; sin embargo, si todos los caminos conducen a Roma, los del surfing indiscutiblemente se dirigen hacia el área norte/noroeste. Si se traza un mapa imaginario desde Rincón hasta Manatí, en la temporada de octubre a marzo donde estos eventos naturales aparecen con mayor vigor, estamos en el epicentro. Y lo interesante es que, tan distinta es en condiciones para el deporte cada una de esas playas, como lo son las características de las tribus que las frecuentan. Empezando desde Tres Palmas hasta Antonio’s en Rincón, aquello es territorio internacional con resabios del Mundial de surfing que se realizó hace mucho tiempo en aquella zona. Para una tierra dulce para las invasiones, aquello es casi polietileno. Una tribu extranjera, pasiva y angloparlante que encuentra allí ese no-lugar ideal donde no se pertenece: un espacio paradisíaco sin retribuciones nacionales. Tirando más hacia el norte el ambiente cambia y la fritura arrecia. El surfing urbano entra en acción. Antes, habrá que pasar por Table Rock, en Aguada, pero esta guía ha decidido seguir norte hacia Aguadilla. Por siglos, este pueblo costero ha depositado sus menesteres a la orilla del mar, y entre escombros, anzuelos y losetas de baño tiradas como rompeolas se encuentra Bridges. Ésta posee olas largas y consistentes que son un deleite urbano por excelencia en el malecón. No hay playa. La multitud asecha desde sus tablas, disputan la ola, se juntan mirando el horizonte como tiburones, aprovechando la oportunidad que una ola suave, ciertamente cremosa en su destello, forme un espiral delicado. Toda la tribu está metida en el mar. Otras, sin embargo, no poseen semejante crowd; más solitaria está la tierna Wishing Well, cerca de Wilderness, en los antiguos terrenos de la Base Ramey, sin bochinche, donde hay una playa diminuta y una ola que sólo aparece, mágicamente, como los deseos. Es un pozo distinto al de Jacinto, en Jobos, Isabela, donde se ubica una playa local, con un enorme grupo de paleteros muy fieles a su terruño dominical. Lugar de reunión también para una avalancha de surfers locales y extranjeros. Definitivamente, un amplio litoral lleno de playas que desfilan como reinas de belleza una tras otra: Golondrina, Middles, Dunes demuestran su fuerza natural, su poderío económico y su proyección turística.
Los surfersesperan la ola en la playa Bridges en Aguadilla. La ruta sigue y se extiende por Arecibo hasta Manatí donde la tribu local está alerta, hace clínicas gratuitas, se promueve, se organiza en contra de las construcciones que perjudicarían la belleza y balance natural de estas costas. Gente comprometida con la ecología como Carlos Rivera, un abogado surfer, conscientes de su relación con el mar, su sociedad, su deporte y su estilo de vida; esta tribu no tan sólo se lanza al mar sino que lucha contra las barreras gubernamentales como la falta de ayudas económicas, de reconocimiento y de apoyo al deporte del surfing. Cuando Joseph Vega, administrador de “Tubasos.com” y fotógrafo surfer, se explica su ruta buscando las mejores olas apunta a algo muy importante: “Gracias a las referencias de los últimos días llegué a Margara en Arecibo. Luego seguí varios puntos más al oeste. Y encontré unas bellezas que dejan de qué hablar. Poco crowd, mucho local, olas perfectas y grandes. …Soy boricua, puertorriqueño orgulloso, vivo en Puerto Rico, ¿y tú?” Allí aquello es más autóctono; el localismo impera y protege su terreno. La sola mención que hizo el Hombre Ola, un surfer de Barceloneta, del rito llevado a cabo dentro el mar de un funeral surfer en esas costas ya es evidencia suficiente de que este litoral se defiende con la honra y la protección de los ancestros. Y recordemos que la tierra que llamamos hogar es siempre aquella donde enterramos a nuestros muertos. Recordé que para los pescadores, Wilderness se llama Punta Borinquen. Y pensando en esto, el atardecer invita a dialogar sobre esta sempiterna condición de isleños escurridizos; ante ese mar que nos invita a pasar a su casa. Por ello, el surfing debe pensarse como una cultura de libertad. Son muchas las aportaciones que puede dar en contra de esta claustrofobia nuestra, aterrada entre cuatro paredes de mar, que no sabe si está o no en Puerto Rico, y que, en ese limbo histórico, ha crecido con complejo de tierra firme y para colmo con ribetes de patito feo. Pero, una aportación en particular, me parece genial: la capacidad de tener los ojos bien abiertos. Quizás así aprendamos, sencillamente, esperando el amanecer en un dawn patrol, o sea, dentro del agua, a elegir y dominar la ola de nuestro propio destino. Y de paso nos permitamos fluir con la dignidad de ser lo que somos, miembros de una isla caribeña. Sonia Marcus Gaia es escritora.