En economías capitalistas, los procesos que permiten el flujo del agua por la ciudad están íntimamente vinculados con los procesos de circulación de capital, sostiene Erik Swyngedouw en Social power and the urbanization of water: flows of power. Sin embargo, contrario a otros tipos de bienes-mercancía, el manejo del agua opera en función de un complejo socio-técnico sumamente burocrático y centralizado. Tal vez por esta razón en distintas partes del mundo las dinámicas de poder asociadas con el proceso de urbanización del agua (con su canalización, entubamiento, almacenamiento, purificación, tratamiento y valorización social) han detonado diversos conflictos socioambientales relacionados con el acceso, distribución y manejo del agua en el espacio urbano. En muchas ciudades latinoamericanas, la precaria situación financiera, la fragilidad política de algunos estados y el crecimiento espontáneo de las ciudades son parte de las situaciones que generan estos conflictos por el agua. Como evidencian los casos que exploraré en este artículo, el problema no es de escasez absoluta. Más bien, responde a una ideología de manejo inadecuado vinculada con un proceso de urbanización socialmente excluyente y ambientalmente problemático. Acceso desigual en Guayaquil Tal es el caso de la ciudad de Guayaquil, Ecuador, que presenta un cuadro descrito por Swyngedouw como: “una situación de escasez en medio de la abundancia”. La descripción de las dinámicas de urbanización del agua que hace el autor es muy reveladora. De los 2 millones de habitantes que tiene Guayaquil, 600,000 viven en barriadas improvisadas al margen de la protección y regulaciones del estado. Como en otras ciudades del mundo, esta conformación espacial es el resultado de migraciones y estrategias de invasión de terrenos adoptadas por trabajadores rurales y sin tierra los cuales, en un intento por superar sus condiciones de pobreza, se vieron forzados a ocupar terrenos marginales en la periferia de la ciudad para ganar acceso al trabajo y a mejores condiciones de vida. Aunque Guayaquil cuenta con abundantes recursos de agua, casi la mitad de sus residentes carece de acceso al recurso y la ciudad entera experimenta interrupciones en el servicio de agua potable. En el centro de la ciudad, la clase privilegiada disfruta de un acceso al suministro de agua relativamente bueno y mediante una red de distribución integrada al espacio doméstico. Otros sectores menos aventajados localizados más en la periferia (18 por ciento de la población) obtienen un acceso parcial mediante diversas formas de suministro tales como canillas o plumas públicas instaladas por el gobierno en algún punto de la ciudad, pozos o consiguiéndola en fuentes de agua dulce. Sin embargo, la mayoría de aquellos que quedan excluidos de la red de distribución administrada por el estado no tienen más remedio que recurrir a vendedores privados conocidos como tanqueros que –sacando ventaja de la situación— venden a domicilio un agua de dudosa calidad y a un precio exorbitante. Este gradiente de acceso al agua potable del centro a la periferia a su vez resulta en un esquema diferenciado de valorización del terreno que contribuye a perpetuar el círculo de pobreza y exclusión en la ciudad. Como los terrenos urbanos que cuentan con dotaciones e infraestructura de servicios esenciales tienen un precio muy alto en el mercado, la clase pobre se ve obligada a ocupar los terrenos marginales en la periferia de la ciudad que —por no contar con dotaciones— son valorados a un precio mucho menor. Las invasiones ocurren en el contexto de un sistema político de patronazgo o clientelismo mediante el cual el estado local, directa o indirectamente, fomenta la ocupación de los terrenos marginales, para luego ofrecer migajas de desarrollo en la forma de dotación de infraestructura y algunos servicios básicos. Así asegura el apoyo político de este sector y adormece su capacidad de movilización. Sea cual sea el mecanismo, el resultado es el mismo: los ninguneados siguen económica, social y ambientalmente en desventaja. Si por un lado logran acceso al terreno o a la renta de la propiedad, por otro se gastan gran parte de lo que no tienen comprándoles agua a los tanqueros. Por temor a que el reclamo por una mejor dotación de infraestructura acabe en el desplazamiento de la comunidad, algunos de los residentes adoptan el silencio y la resignación como su mejor defensa de supervivencia. Mientras estos sectores de la ciudad experimentan la indignidad de tener que vivir una cotidianidad en escasez, se ahogan también en la contaminación producida por la ausencia de una infraestructura de alcantarillados y saneamiento que pueda procesar adecuadamente las aguas residuales producto de las actividades domésticas. Así, el ejemplo de Guayaquil demuestra cómo la injusticia social propiciada por un modelo excluyente de urbanización genera a su vez un patrón desigual de acceso al agua y resulta en la degradación ambiental de los sectores olvidados de la ciudad. Innovación en Argentina y Brasil La situación del agua en Guayaquil no es exclusiva. Muchas ciudades en América del Sur experimentan una situación similar. Según Anil Naidoo y Adam Davidson en La gota de la vida: Hacia una gestión sustentable y democrática del agua, 76 millones de personas de un total de 510 millones en la región no cuentan con un acceso seguro al agua potable. Esto es irónico ya que —con excepción de Ciudad de México, Sao Paulo, Brasilia, Ciudad de Guatemala, Quito y Bogotá— el resto de las grandes ciudades de la región cuenta con abundantes recursos de agua relativamente cercanos, como indica Swyngedouw. Durante la década de los noventa, la crisis de la gestión pública y el avance de las políticas neoliberales propiciaron las condiciones para que las compañías transnacionales comenzaran a controlar los sistemas de suministro de la región. En muchas ciudades latinoamericanas, los créditos para el desarrollo de nueva infraestructura de agua fueron condicionados a la privatización de los sistemas públicos de distribución y manejo del agua. El Banco Mundial en conjunto con el Banco Interamericano de Desarrollo fueron actores claves en este proceso, explica Pedro Arrojo en El reto ético de la nueva cultura del agua. Funciones, valores y derechos en juego. Esta situación tuvo el efecto de afianzar un enfoque de manejo basado principalmente en estrategias de oferta y en la construcción de grandes obras de infraestructura. El problema con este modelo de gestión del agua no es necesariamente la escala, sino la lógica de consumo que inscribe en el espacio urbano y las tensiones sociales por el acceso al recurso que refuerza. En distintas ciudades latinoamericanas, este esquema ha resultado en aumentos extraordinarios en la tarifa del agua; en el deterioro de las redes de suministro existentes por falta de mantenimiento (por ser actividades no rentables), y en diversos problemas ambientales relacionados con el aumento de la demanda, tales como la sedimentación de los abastos, la contaminación y degradación de los cuerpos de agua. Afortunadamente, los conflictos sociales generados a partir de este esquema de manejo poco participativo, desigual y económicamente insostenible han generado la indignación de diversos sectores de la sociedad civil latinoamericana, como ha ocurrido, por ejemplo, en algunas ciudades de Argentina y Brasil. Sin duda, estas acciones y proyectos concretos —por presentar una versión de manejo alternativa— se han convertido en referente aun para ciudades de otras regiones del mundo. A pesar de sus distintas estrategias de acción, estas iniciativas tienen en común el reclamo por que se garantice el derecho al agua para todos los sectores de la población. Tal es el caso de la ciudad de Porto Alegre, Brasil, en donde se ha puesto en marcha un modelo de gestión del agua conocido como modelo de “control social”, como reseñan Oliver Hoedemann y Satoko Kishimoto en “Reformas democráticas e innovadoras en el sur global”. Este es un modelo basado en el esquema de empresa pública en el que los ciudadanos participan activamente de las decisiones relacionadas con el presupuesto de la empresa y con la supervisión de nuevos proyectos. Mediante este ejercicio de democracia directa los ciudadanos no sólo aseguran que esa gestión concuerde con sus necesidades y prioridades sino, además, logran que las ganancias económicas generadas a partir de un esquema de tarifa diferenciada sean reinvertidas en nuevos proyectos de infraestructura y saneamiento. De acuerdo con Hoedemann y Kishimoto, así la administración de Porto Alegre le ha podido garantizar al 99.5 por ciento de la población, “incluidos los barrios periféricos más pobres”, acceso al suministro de agua potable. El modelo ha tenido tanta trascendencia para Porto Alegre y otras ciudades de Brasil que ha sido recientemente sugerido mediante un proyecto de ley para reformar la política pública de agua del estado. Otro buen ejemplo es el de las cooperativas del agua en Argentina que, desde los años sesenta, representan una alternativa de manejo real sobre todo en localidades de menos de 50,000 habitantes. Según Alberto Muñoz en “Cooperativas de agua en la Argentina”, actualmente “60 por ciento del sector urbano está en manos de empresas privadas, el 20 por ciento está en manos de empresas municipales y un 11 por ciento (más de 4 millones de habitantes), en manos de cooperativas”. Las cooperativas del agua han logrado subsistir más allá del auge de la privatización principalmente por dos razones. Primero, porque este modelo de gestión ha representado ahorros económicos sustanciales debido a la lógica de trabajo en conjunto y a la maximización de los recursos económicos que fomenta. Segundo, porque mediante las cooperativas del agua se ha propiciado un esquema de toma de decisiones más transparente. Al mismo tiempo, se ha desarrollado un mayor sentido de pertenencia y responsabilidad por el manejo del recurso entre los residentes de las comunidades representadas y no meramente por el estado. Sin embargo, a pesar del avance que estas iniciativas representan para la expansión de las libertades de los ciudadanos y para garantizar el derecho al agua de los sectores marginados de la sociedad, queda pendiente analizar si estos modelos de gestión por sí solos son suficientes para detener los problemas ecológicos relacionados con las estrategias de oferta (empleadas, por cierto, tanto por el sector privado como por el público) y para responder adecuadamente a los cambios ambientales que enfrentamos. Dicho de otro modo: ¿Responde la llamada crisis del agua únicamente a la privatización de la gestión del recurso o es el resultado de una ideología de manejo más generalizada también asociada con otros esquemas de manejo? La privatización es —ciertamente— uno de los mayores estorbos a la concreción de un modelo alternativo de manejo, pero no es el único. Por eso, antes de adoptar cualquier discurso del agua como eslogan, es preciso reflexionar en torno a cómo los diversos esquemas de manejo relacionados con las estrategias de oferta (tal vez de manera inadvertida) contribuyen a la reafirmación de una lógica de provisión ambientalmente problemática. Sólo a partir de esta reflexión se podrá asegurar equidad en el acceso del suministro y, al mismo tiempo, lograr una gestión más sustentable del agua. El autor es investigador del Instituto de Investigaciones Interdisciplinarias, en la UPR, Cayey. Este texto fue publicado en la edición de marzo-abril de Diálogo. Para ver la versión en PDF del periódico, pulse aquí .