Lo importante de la Revolución no es la propia Revolución sino lo que acontece en las cabezas de quienes no la hacen o, en todo caso, de quienes no son sus principales actores; lo importante es la relación que estas personas, que no son los agentes activos, tienen con la Revolución. Michel Foucault, ¿Qué es la Ilustración?
Dar por recibida una palabra, responsabilizarse en la lectura de la otra voz es una gracia que nunca se agota en el agradecimiento. Luego de leer el ensayo de Rubén Ríos-Ávila, “Por un universidad abierta y combativa” publicado en 80 grados el 25 de febrero de 2011 no puedo sino intentar, entusiasmado, regresar a algunas ideas y tonos puestos en circulación a través de mi ensayo “Para la catástrofe”. Evitaré desplegar aquí mi lectura de los ensayos de Juan Otero-Garabís y Carlos Pabón.
Creo que el gesto de Ríos-Ávila al recubrir los ensayos bajo el fuero de la amonestación, en específico de la admonición, es un modo cuidadoso y certero de escucharlos, recordándonos una filiación magisterial dentro del archivo puertorriqueño. En ese gesto de Ríos-Ávila ejercita su inteligencia crítica como lector como también expone su apuesta política en este escenario. Varios asuntos me llaman la atención de este ensayo, la primera, la manera en que los ensayos discutidos por Ríos-Ávila de algún modo devienen textos desencontrados con el verdadero tenor del presente. Situación que puede ser cierta pero también podría extenderse a los estudiantes, a la Universidad y hasta al propio Ríos-Ávila. Hay algo irremediablemente fuera de quicio cuando imaginamos nuestra sintonía o la de otros con el presente. Pero esto es materia para otra conversación.
Colocar la argumentación de los ensayos bajo el signo de la prescripción diagnóstica o como un asunto vertebrado por el tropo generacional mayoría-minoría de edad, es un modo de adelantar una ficción interpretativa. Dicha ficción no carece de revelaciones para mi como autor de uno de ellos. Sin embargo, cabe la posibilidad de que se escamoteen algunas especificidades en el mismo gesto de filiación en Ríos-Ávila, y que no puedan nombrarse otras. El ensayo de Ríos-Ávila filia el “drive” ético de los sujetos que enuncian en los ensayos como parte de esa utopía tonal, dialógica que permitiría la comunicación y neutralizaría los conflictos inconsecuentes. El gesto de discussant sabio y comedido, en Ríos-Ávila, busca consensuar las diferencias, en esto caso, anhela concordar algo, que sumen o se sumen los actores. En esa forma particular de habilitar las polémicas cree Ríos-Ávila y llama a ensayar otra etiqueta ante sus pares y demostrar que sería posible contribuir, conversar de otro modo. Sólo quiero subrayar, por el momento, que nuestra “severidad” o “dureza” se convierte en el punto donde no escucharíamos, o escuchamos mal, la interpelación estudiantil, donde se manifiesta nuestra falta de sintonía ético-temporal con los sujetos, al parecer, inéditos de la huelga universitaria. La re-edición del tono admonitorio es la marca de nuestro estar y no estar allí, en medio del ajo del asunto. Pero y ¿qué tal si lo que se necesita para que se sumen otros es lidiar con la resta, con lo que de un modo ineluctable se sustrae y sigue sustrayéndose de todo este escenario?
Me parece que algunas preguntas de Ríos-Ávila ya han sido contestadas en mi ensayo, pero otras todavía piden respuestas:
1. “¿De dónde surge la peregrina idea, que parece defender Quintero Herencia, que las revueltas de Egipto son el producto de un proyecto intelectual y político maduro y pensado y el nuestro es el exabrupto torpe de un puñado de mocosos anti-intelectuales? ¿Por qué, para parafrasear a Anayra Santory, se piensa que el acontecimiento es hijo de las palabras y no lo opuesto, que son las palabras las que escasamente aciertan a concatenar, a darle forma conceptual al acontecimiento?” (Ríos Ávila)
No sé si es un lugar ese dónde que pregunta pero intentaré localizar(me) un punto de emanación. La mocosidad anti-intelectual no es el asunto de mi ensayo. Como tampoco creo que docente e intelectual sean sinónimos. En el caso puertorriqueño, en el caso específico del intelectual académico puertorriqueño no veo como no mirar de frente las prácticas y al orden discursivo que recortan en la Universidad un espacio para la discusión sobre la especificidad y políticas del pensamiento. Allí, en ese espacio frágil y lleno de palabras, la cultura anti-intelectual ha ganado un espacio tanto en la administración como en la cátedra. A los huelguistas de la iglesia de los últimos días no les he dicho juveniles sino otra cosa peor, en este contexto: carentes de imaginación política, de captación de las diferencias, de rebasar democráticamente el perímetro de la UPR. Pienso sobre todo en los que protagonizan otro cierre en los portones de la UPR. Mi relación con ellos es imaginaria, una relación de imágenes a distancia y pasa por el fenómeno de la red, las conversaciones en este y otros medios.
La cultura anti-intelectual es una suerte de aduana retórica a la que de algún modo debe presentarse toda palabra que desee aparecer en la res publica boricua. Se activa cada vez que se figura algún relato o imagen sobre la actividad del pensamiento. La cultura anti-intelectual no habría que pensarla como un atributo moral de algún sujeto y sus intenciones en dicha arena, una suerte de mancha deplorable que lo expulsará para siempre de dicha arena. Por el contrario, es importante reconocer su naturalización y enfrentar su hegemonía en el salón de las genuflexiones sociales puertorriqueño. El efecto ideológico que sostiene y multiplica un orden discursivo, como el anti-intelectual, descansa en su invisibilidad: es como el aire que respiramos. Al decir de Antonio José Ponte, refiriéndose al efecto-Martí en la cultura del poder cubana: “ideología y aire tienen esto en común: que llenan cada vacío, que tratan de ocuparlo todo, de estar en todas partes.” Además como todos necesitamos respirar, parece que no hay manera que tragárselo, inspirarlo con nuestras bocanadas. La anti-intelectualidad de algunas palabras, gestos y hasta empujones los ha padecido con mayor crudeza e intensidad que yo, Ríos-Ávila, como docente de la UPR. Creo más que necesario discutir cómo la Universidad no ha podido históricamente, por lo menos, en los últimos treinta años, facilitar un espacio crítico y político para pensar e intervenir seriamente este daño constante al demos puertorriqueño.
No me parece que el acontecimiento político sea “hijo”, “padre” o “madre” de palabras o de alguna superioridad que emerja del “match” palabra versus acto. No dudo, en ningún momento, sin embargo, de la verdad política que inauguran algunas palabras en un contexto en específico; no dudo ante lo que dejan sentir y percibir. Porque la cultura anti-intelectual que permea la vida pública y el ethos social puertorriqueño me parece una heterogeneidad propia del mundo contemporáneo y no una simple patología generacional boricua, me sigue perturbando el texto que, sobre el pensamiento, escribe la sociabilidad discursiva activada en la reciente huelga en la UPR. Enfatizaba en mi ensayo que entre los portavoces y cómplices de esta gestualidad anti-intelectual se encuentran los docentes con su larga tradición de silencios, ñeñeñés y acomodos político-partidistas. Tradición de la que somos responsables todos los que hemos trabajado allí. Esta tradición es pieza clave al momento de deshacer la ineptitud cotidiana que recubre tantas labores universitarias. Algunos todavía subestiman la naturalidad de esta cultura en sus recorridos por el espacio social contemporáneo y de su diligencia participativa en la relocalización de las prácticas intelectuales contemporáneas. Que la Universidad de Puerto Rico sea espacio competente para la reproducción de la cultura anti-intelectual (no es el único) y que apenas resista su disminución política como “espacio de trabajo” es un asunto que merecería reflexión.
La carencia de un proyecto, entre las imágenes y palabras recientes de los estudiantes, no me parece que se deba a falta de meditación o pensamiento previo al actuar político, sino a la repetición idéntica de lo mismo: el ahogo de los entusiasmos entre las tramoyas de un parlamentarismo maltrecho y la misa cantada de las consignas. Por proyecto no pienso tampoco en un plan que registre todos los detalles y funciones del orden por-venir, sino la capacidad de proyectar, de lanzar hacia delante, de abrir el espacio para imágenes y actos posibles que faciliten la llegada de otra cosa. Los actos menores, surgidos del fragor de las situaciones inmediatas, proyectan por igual certezas como opacidades. Las certezas plenas de un grupo que, por ejemplo, al ocupar las entradas al espacio universitario clausuran las posibilidades para el actuar de los demás es la firma exacta de un no-proyecto plural. Esto último es algo que también sacó el autor de Fulguración del espacio. El cierre y dogmatismo de la Revolución cubana eran ya un preludio de lo que vendría, una melodía de trasfondo sensible en sus primeros días, actos y textos: se la encuentra allí cuando sus protagonistas comenzaron a fundir, en una suerte de eternidad luminosa, sus estrategias revolucionarias, su concepción de lo nacional con el proyecto social e institucional que tenía que gobernar la isla.
La ausencia de un proyecto amplio se manifiesta también en esa imposibilidad, hasta el momento, de pivotear el cuerpo en otra dirección, en la imposibilidad de abrir un espacio para que aparezcan otras voces. Sin duda, ese no aparecer de las voces no es responsabilidad exclusiva de los estudiantes y algunos de los textos surgidos en medio de la crisis, en alguna medida, son, cómo no, una ventana abierta hacia otro horizonte. La falta de proyecto se manifiesta también entre lo llevado a cabo por “núcleo gestor” de la huelga, en su “momento auroral” y la repetición cacofónica de los ideologemas de la cultureta sindicalizante e izquierdosa de los 70’s y 80’s, ahora en clave espectacular y con Internet. De nuevo se alinean pupitres cual barricada y se le dicen a los profesores: compañeros a conversar allá fuera, bajo la sombrita. La línea de piquete es sagrada.
Vuelvo a la pregunta por la relevancia del tono admonitorio como marca de “nuestro” diagnóstico ante el Puerto Rico donde “vivimos”. 2. “Pero valdría la pena preguntarse también ¿vivimos acaso en el mismo Puerto Rico que sirve de telón de fondo para el diagnóstico de aquella ensayística anti-nacionalista de fin de siglo pasado que estos tres micro ensayos emulan con tanto peritaje e indignación?” (Ríos-Ávila) Tal vez sea conveniente, por el momento, no nombrar las insuficiencias éticas nuestras y recordar(nos) donde vivimos. Tal vez no conviene paladear lo que se exhibe de la calamidad democrática y educativa del ELA, a la altura del 2011, en la verba de nuestros “pares” estudiantiles en medio de esta crisis universitaria. Parece que la búsqueda consensual de acuerdos es una imposibilidad o una suerte de mandato gentil para las buenas costumbres docentes que desea y en las que cree, sin duda, Ríos-Ávila. Pero ¿cómo decir la verdad hoy en Puerto Rico? ¿cómo pensar en la multiplicidad y en la contundencia de su aparecer público, sin cortapisas, ni deudas familiares? ¿Cómo apalabrar una condición negativa, responder a la exhibición de un daño, sin sanear o higienizar su especificidad? Habría que continuar polemizando en torno a la naturaleza del aparecer de alguna verdad pública en nuestro Puerto Rico colonial. En lo personal me agita la obligatoriedad del aplauso, la fe y la incuestionable bondad que debe recubrir el tema o al sujeto que decide pensar “lo nuestro”. Situación que hasta el denostado Pedreira tuvo la osadía de presentar con aquellas palabras que abren Insularismo: “Estas páginas carecerán del tono admirativo que nuestra complacencia ha creado para medir la realidad puertorriqueña.”
Lejos de mediciones y recetas médicas, reivindico la potencialidad transformadora del anacronismo y, aunque no la comparta, aprecio la potencia negativa que para algunos puede movilizarles la nostalgia: hechizados por lo que no volverá jamás en ocasiones emergen afectando las maneras y costumbres del presente. A contrapelo de consensos, incluidos los que instaura la alharaca de la mismidad, podría figurarse otro legado para nuestra comunidad imposible: el de los desencuentros, el de la reinserción del conflicto como gramática del desencaje; con el regreso del “futuro olvidado en el pasado” (Benjamin) la consensualidad tan de moda puede verse en aprietos administrativos. Todavía se exceden las palabras desafiantes de algunos textos, las poéticas de otros cuerpos, de otros tiempos. A pesar de haber experimentado sucesivas oleadas de de-construcciones y desmontajes “actuales”, por ahí siguen insistiendo con sus preguntas, desacomodan los términos del presente con el reto de lo inesperado y confían en el conflicto como posibilidad para la aparición democrática de lo otro.
No reduzco al pueblo puertorriqueño a la categoría de manso cordero, en verdad reinscribo una imagen del ethos popular puertorriqueño que recoge el guiso-símil palesiano en su poema “Preludio en boricua”. ¿Qué se le puede, en verdad, escuchar a un cabro estofado que insiste en balar en un yermo? El cabro estofado cuyo “término”, cuyo “final”, más culinario que sacrificial, no cesa de acontecer y es contrariadamente una eternidad fatal: Todo ha terminado para ese cabrito adobado pero, sin embargo, insiste en balar. El vacío comunitario puertorriqueño persiste en la fiesta de ese balido que deviene aroma. Déjame decirlo ya: la desolación, la impotencia es otro comienzo, la posibilidad de otra cosa para la democracia o sencillamente la marca de que quizás nada está ocurriendo ahí, sólo el espejismo demasiado real de nuestras fantasías entre los vapores de un muerto que siempre sabe bien. El acabose de las voluntades comunales de cierto ethos social es mi intuición, mi creencia tímida ante la trabazón discursiva del tejido democrático puertorriqueño. Entre las razones del malestar puede palpitar no querer nada o no saber lo que se quiere. No creo que, en estos últimos días, se haya manifestado sostenidamente alguna voluntad popular decisiva en defensa de su Universidad, mucho menos creo que aún exista, si es que alguna vez existió, “la comunidad puertorriqueña” que imaginara la fantasía populista que creó y administró el ELA.
Preciso (es sólo un decir) mi imagen comunitaria. Coincido con Ríos-Ávila y con otros, que luego de un año de crisis universitaria, nos hemos puesto a repensar qué es una comunidad dedicada al saber y a la crítica. Creo que los eventos de la huelga vuelven a poner sobre la mesa la insistencia de un real isleño que se niega a desaparecer y regresa bajo el trazo de la extrañeza o de una rotura por igual opaca como impostergable. La “comunidad” o comunicación que hemos desplegado en días recientes donde algunos de nuestros textos podrían insertarse, insular o globalmente, no me parece la mera coincidencia de comportamientos o estilos bajo una casa única o una causa tonal. Lo comunal aquí no es el techo bajo el cual se reúnen las coincidencias y los compartimientos de la mismidad, propio de lo idéntico. La casita isleña, caribeña o universitaria donde algunos se re-conocen y vuelven a familiarizarse con lo mismo, con aquello que nunca, en verdad, les fue extraño. Esta comunidad con la que trabajan estos textos es una comunidad de otros, imposible y reunida en torno a algún desastre o para ser más específico, en torno a alguna muerte. Allí Palés figura un guisito para la nada política, mientras Jean Luc Nancy en su reconsideración de los conceptos común, comunión, comunismo y claro, comunidad propone lo siguiente: “A community is the presentation to its members of their mortal truth (which amounts to saying that there is no community of immortal beings: one can imagine either a society or a communion of immortal beings, but not a community). It is the presentation of the finitude and the irredeemable excess that make up finite being: its death, but also its birth, and only the community can present me my birth, and along with it the impossibility of my reliving it, as well as the impossibility of my crossing over into my death.” (Nancy, The Inoperative Community 15) Algo ha llegado a su final en estos días.
Otra pregunta de Ríos-Ávila:
3. “¿Por qué la protesta contra un Mubarak es digna de ser interpretada como un acontecimiento intelectual y políticamente motivado, pero las protestas estudiantiles contra Fortuño no lo son? ¿Acaso Fortuño no es digno de la misma atención? ¿Acaso por ocurrir en el seno de la democracia liberal, sus desmanes, atropellos e inconsciencias no se merecen el mismo calibre de repudio? ¿Cuánto prestigio se tiene que merecer un gobernante abusivo para que los que se resisten activa y decididamente contra sus acciones se merezcan también nuestro respeto?”
Mientras las protestas estudiantiles sigan, a final de cuentas, siendo protestas contra Fortuño, Aníbal, Sila, o contra sus representantes y amanuenses en la UPR, mientras estas protestas sean siempre encuadernadas y filiadas a alguna situación político-partidista o de estilos administrativos, seguiremos evadiendo nuestra responsabilidad como intelectuales, profesores o ciudadanos ante lo que insiste en el destrozo universitario. Peor, seguiremos exhibiendo el apocamiento de perspectivas que rápidamente se estimula ante esta experiencia. Mientras las especificidades no sean atendidas sin medias tintas, el resultado será el mismo y diferir, no creer en la efectividad de las acciones tomadas hasta el momento no implica faltarle el respeto a los “actores”. De igual manera me parece una reducción, y otro avatar de filiaciones moralizantes de la izquierda jurásica, despachar la crítica simultánea a estudiantes, profesores y administradores como una suerte de abrazo corporatista al nuevo modelo de Universidad que empujan los dueños del kiosko. Me imagino que para algunos el conflicto siempre es asunto de bandos. La proliferación de analogías rápidas y patéticas entre lo que sucede en Puerto Rico, la Alemania Nazi o las revueltas árabes son indicio de una suerte de prisa —improvisado correycorre— tras la guagua de la Historia. (Nota al paso: Esta mañana escuchaba el testimonio de un escapado de la Libia de Gadafi, sobre violaciones y torturas acontecidas la semana pasada a hombres, niños y mujeres. El mismo Gadafi, coronel celebrado por Hugo Chávez, Daniel Ortega y Fidel Castro). No es asunto de prestigios sino de reconocer las particularidades de los abusos.
Insisto. Los actos políticos que convergen en la plaza egipcia con toda su complejidad y lejanía, a diferencia de los que tienen su centro de operaciones en la UPR, cuentan con cajas de resonancia disímiles. El silencio escandaloso que le dedica el demos puertorriqueño a lo que se experimenta en UPR, silencio que incluye el “lip service” bienpensante de los populistas, la espectacularización banal de la Prensa (sic) o la aprobación de dineros en un proyecto de la Cámara, es sintomático de la extendidísima cultura reaccionaria de la isla, además de develar la inexistencia del “buen pueblo puertorriqueño” que intentó construir el ELA. Sin duda, intervienen otros factores. Aún así ¿por qué, en su avatar universitario, negarse a lidiar con esa fantasía en estado de disolución? ¿Por qué se evita pensar ese-no-estar-ya-con-nosotros de “los demás”? ¿Qué se evade en los linderos de la negación? No me parece que se trata simplemente de comparar sino de analizar la grieta que se abre entre las revueltas árabes y la crisis universitaria en Puerto Rico. No fantaseo mucho con la supuesta conexión de resistencias que existiría entre las insurrecciones árabes y la inacabable huelga de la UPR.
En su complejidad y carácter inconcluso algo que me parece exhiben ya las insurrecciones árabes es su capacidad de multiplicación y el desborde de sus singularidades. Esa capacidad para galvanizar un más allá de sus especificidades, grupos, sectores, voces y cuerpos es lo que deviene en Egipto, Túnez o Libia una revuelta o una revolución que, sin duda, no sabemos como terminara, mientras la crisis universitaria boricua ahora “entra” ¿de nuevo? en una fase intransitiva y de progresiva pérdida de apoyo fuera del recinto.
Me retiro al son de versos de otro isleño:
Cada hombre comiendo fragmentos de la isla,
cada hombre devorando los frutos, las piedras y el excremento nutridor,
cada hombre mordiendo el sitio dejado por su sombra,
cada hombre lanzando dentelladas en el vacío donde el sol se acostumbra,
cada hombre abriendo su boca como una cisterna, embalsa el agua
del mar, pero como el caballo del barón Munchausen,
la arroja patéticamente por su cuarto trasero,
cada hombre en el rencoroso trabajo de recortar
los bordes de la isla más bella del mundo,
cada hombre tratando de echar a andar la bestia cruzada de cocuyos.
Virgilio Piñera, Isla en peso (1943)
*El autor es director del Departamento de Español y Portugués de la Universidad de Maryland, en College Park, y fue profesor del Recinto de Río Piedras.