
No recuerda cuántos años tiene, pero sabe que ha vivido muchos. Francisca Plumer Correa, mejor conocida como “Pancha” por sus amigos cercanos, reside en el Centro Geriátrico San Rafael en Arecibo.
Aunque admite que su apodo es un nombre fuerte y con mucho carácter, además de ser exclusivo para personas de confianza, me permitió utilizarlo en la entrevista. Esto nos ayudó a mantener un ambiente de confianza desde el principio. Según ella, por ser un joven educado se confió de mí y me agradeció haber tomado de mi tiempo para conversar con ella, algo que le parece extraño en la generación moderna.
Pancha, quien tiene 92 años de edad según los registros del Centro, se encuentra en un estado saludable. Puede moverse por su cuenta, come sola y mantiene una conversación fluida. Aunque en ocasiones repetía lo mismo varias veces, me di cuanta que eran sucesos importantes para ella. Su oído izquierdo muestra algunos problemas de audición, por lo que nuestras conversaciones eran casi gritadas, pero muy entretenidas. A veces nos deteníamos a reírnos porque era obvio que ambos nos gritábamos: yo para que ella me escuchara y ella porque no se escuchaba. En ese momento me decía: “Bendito mijo perdón, es que no te escucho, por eso tienes que gritarme”.
Estaba allí con un propósito y era encontrar una historia que contar. Cuando llegué había 26 ancianos en la sala donde toman la merienda. Deseaba hablar con uno que pudiese narrar la historia que me había imaginado. Aquella que mostrara su abandono y la insatisfacción de no querer vivir más en el centro. Desde que planté un pie adentro, iba predeterminado y con esa idea en mente. Tenía claro lo que iba a escuchar y luego a escribir. De repente apareció Pancha.
Halamos una silla para comenzar nuestro diálogo. Me presenté pero no le di mucha importancia a mi nombre, ya que, por ser complicado y ella medio sorda, supe que sería un obstáculo. Por ese motivo, prefirió llamarme el nene. Detrás de sus pronunciados rasgos se escondía una historia: su madre era puertorriqueña y su padre, europeo. “Mi papá era un hombre grande, lindo y negro, pero no era de aquí. Era de otro sitio lejos de aquí, como de Francia”, relató.
Plumer es el primer apellido de Pancha y uno muy poco conocido en la Isla. Comencé preguntándole por sus padres y hermanos, ya que provenía de una familia de cuatro hijos. A la edad de cinco años, su madre murió y por ser la hija mayor, la responsabilidad cayó completamente sobre ella. Abandonó la escuela a temprana edad para criar a sus hermanos. “Tenía que alimentarlos, vestirlos y atender a mi papá, pero no me molestó, porque era por el bien de ellos”, indicó.
El escenario de su vida fue el barrio la Esperanza de Arecibo. Mientras hablaba del lugar, se perdía mirando al horizonte como si todas esas memorias le pasaran por la mente como una película. Sus tiernos ojos escondían varias décadas de historias. Contaba con entusiasmo como si se transportara a ese sitio y describía cada cosa que veía. “Ahí iba gente de todas partes del mundo; habían blancos, negros, altos, pequeños y puertorriqueños”, manifestó como si fuera en otra parte.
Volví a retener su atención cuando le pregunté: “¿Y usted se casó?”. Bajó la cabeza por unos segundos y soltó una sonrisa comprometedora. Luego afirmó mirándome fijamente: “Sí, me casé con mi primer novio”. Le hice un chiste común de enamorados para romper el hielo y amenizar la entrevista. Me contó que tuvo tres hijos, pero perdió dos de ellos: uno de seis años y otro de cinco días de nacido. Le queda solo uno vivo a quien llamaremos Luis y de quien habla con emoción y orgullo.
Luis es un hombre profesional casado con dos hijas, quien actualmente vive en la capital. Hace cinco años Francisca recurrió a un doctor para chequeos mensuales y ahí fue cuando por falta de tiempo y compromisos, el galeno le recomendó trasladarse al Centro Geriátrico San Rafael. Su hijo creyó también que esa era la solución más conveniente para la familia y procedió a realizar los trámites para que Pancha fuera residente oficial del Centro. En ese momento la voz de Francisca cambió a una un poco más nostálgica y de emociones encerradas. Me repitió: “No sé cuántos años tengo porque sé que son muchos, pero sé que llevo cinco años aquí”.
Mis emociones comenzaron a estremecerme porque aunque estaba entretenido sabía que mi intención de aquella entrevista con Pancha era tocar el tema del abandono. Tenía miedo a preguntar, quizás porque era una persona mayor y porque no quería que por mi culpa comenzara a llorar, pero sabía que era la única manera de saber. “¿Ha visto a su hijo desde entonces? ¿Conoce a sus nietas?”, le pregunté.
“Mi hijo me venía a ver los primeros días, pero hace mucho que no lo veo”, contestó. Intenté darle seguimiento a la pregunta: “¿Hace cuánto?”. Acción seguida me respondió: “Ay mijo eso sí que no sé decirte”. Comentó que su hijo no tenía culpa de lo sucedido y había tomado la mejor decisión.
La había llevado ahí para que estuviera mejor, cosa que no dudo porque la cuidan muy bien, pero no entendía cómo podía haber tomado la decisión de dejarla y no regresar más. A sus nietas no las veía desde que entró por las puertas del Centro. Aquel día anónimo fue el último momento que hizo contacto con ellas, aunque aún continuaba expresándole su ternura. Esa manera en que hablaba, me recordó a mi abuela. Sentía un orgullo profundo por sus nietas porque eran dedicadas a los estudios. “Una de mis nietas se parece mucho a mí”, me repetía una y otra vez cuando hablábamos sobre ellas.
Cuando le pregunté cómo la trataban en el Centro de Geriátrico San Rafael contestó con seguridad: “No me voy de aquí ni con mi hijo y mira que los hijos se aman”.
Mientras conversábamos se acercó una enfermera para preguntar por su estado. Pancha respondió con mucha emoción y placer. Me comentó que se sentía como una niña de diez años de edad, tenía atención las 24 horas y nunca estaba sola.
Sus ojos volvieron a brillar y ahora utilizaba todo el cuerpo para hablarme. No tuve que preguntar mucho porque ella dirigió toda la conversación en este asunto, me contó que tenía un cuarto solo para ella y que dormía como una reina sin interrupciones. “En el lugar que vivía con mi hijo siempre había ruido y ya estoy vieja para esas cosas, me las disfruté cuando era joven”, anotó.
Le pregunté por las actividades diarias y como niña contando una historia me decía “aquí yo hablo con los demás ancianos, puedo sentarme en una sillita que tengo a coger aire fresco y cuando me quiero ir dormir me acuesto en mi cama y vivo feliz”. También me dijo que hacen excursiones, pero que no salía de la casa, ese era su lugar preferido y solo iba salir de allí cuando muriera. “Ellos me llevan a pasear, pero no me gusta salir, me siento segura aquí”, aseguró.
La felicidad le brotaba por los poros cuando se expresaba del Centro como el mejor lugar donde podía estar. Pero, quería ver hasta dónde estaba dispuesta a permanecer ahí y con temor le lancé una pregunta que tal vez podía ser desconsiderada: ¿Le gustaría volver a su casa? Abrió sus dos ojos cual esmeraldas brillantes y a través de ellos me dio una repuesta firme y clara: “Esta es mi casa y aquí vivo tranquila”.
Estaba convencido, Francisca Plumer Correa se sentía feliz de vivir en el Centro Geriátrico San Rafael y deseaba morir ahí también. Sentía la plenitud de haber vivido una vida como quiso vivirla y ahora tomar tiempo para descansar.
Para cerrar la entrevista le pregunté si tenía un deseo que no había sido cumplido aún. “Cuando muera quiero que me pongan un vestido blanco y quiero morir aquí, no en otro lado”, respondió.
Me convencí que mi amiga Pancha, la de los ojos grandes y mirada dulce era una mujer alegre que esperaba el día para usar el vestido con el que soñaba.
El autor es estudiante del Departamento de Comunicación Tele-Radial de la Universidad de Puerto Rico en Arecibo.