Acá hubo una casa. Y adentro una familia. La casa es ahora un hueco oscuro: un montón de maderas negras como fósforos calcinados. También hay piedras, cables, basura y yerbajos que nacen de las grietas donde antes –habría que insistir– hubo una familia. Eran siete y Luis Orlando Figueroa Giraut, hijo de Alfonsina y Serafín, era el menor.
Es una mañana de diciembre. A esta hora del día La Perla apenas despierta. Un par de gallos corretea por aquí, algunos deambulantes duermen la siesta, pasa el camión de la basura y en los fogones bulle el café. Más allá, en un puesto pequeño, un viejo fríe chuletas y exprime un par de mandarinas. A ratos el sol se abre un hueco entre las nubes, ilumina al fondo un mar que ruge casi hasta alcanzarnos. Es parte de la banda sonora del barrio. Y en el aire queda suspendido su aliento de sal.
Luis Orlando Figueroa Giraut, mejor conocido como Lagarto, mira la casa donde creció.
–Me da sentimiento porque aquí yo me crié.
Lagarto es uno de los pleneros más destacados de nuestro archipiélago. Lo sabe una nutrida minoría que admira su voz aguda, su toque certero, la entrega absoluta, su tiempo imbatible o la extraña versatilidad con que se mueve también en la bomba y la rumba. Canta, toca, compone. Junto a Modesto Cepeda, y varios más, fundó su escuela y la compañía de bomba Cimiento Puertorriqueño. Ha tocado con Los Majaderos de Cachete Maldonado, con Tego Calderón, con Guapería Rumbera, con La Máquina Insular y en cuanto bembé de esquina.
En las costillas de Lagarto han pasado cincuenta años. De ello hablan sus tatuajes borroneados y una calva que brilla a la luz. Lagarto –espejuelos oscuros, camisilla, pantalones cortos, chancletas– no deja de mirar el hueco donde pasó parte de su infancia. La casa la incendió el pasado mes un primo que padece de esquizofrenia y consume sustancias que no debiera; una bomba letal antecedida por innumerables reclamos, no atendidos, a autoridades estatales en busca de ayuda.
De chamaco Lagarto cazaba gallinas de palo y hasta las vendía cuando la carne de iguana no estaba de moda. De ahí su apodo. Hace tres años volvió a La Perla y ahora vive en un modesto chalé. La historia que contamos empieza aquí.
A la casa que guarda las cenizas de su infancia nos llevará después.
* * *
Bryan dejó un generoso excremento en medio de la sala. También orinó. Lagarto limpia la escena y se disculpa en el acto. Bromea con sus costumbres de anciano precoz, aunque de anciano no tenga nada. Bryan, su perro, mirará por largo rato hablar a su amo desde la escalera. Todos los días Lagarto se levanta a las cinco de la mañana, prepara café, y sale a fumar al balcón. A esta hora de la mañana el café lo pondrá su vecina, Carmen.
–¡Calmen, dame café!
Doña Carmen es una anciana menuda, bajita, y Lagarto dice que es un vacilón. Hacen chistes y ríen. Hoy está medio dormida porque ayer hubo juerga. Ahora Lagarto, al segundo, al tercer sorbo, hace una pausa. Sopesa el paso de los años.
–Esto ha cambiado.
–¿Qué cosa?
–Antes tú salías y no veías a un tirador. Tú no sabías que aquí vendían drogas.
–¿Cómo era antes?
–Yo no soy un santo, pero cuando yo bregaba con mis cosas ilegales yo no era malcria’o, ¿tú sabes? Tenía respeto, la humildad. Eso yo lo aprendí de los que eran gánsters de veldá.
No ser un santo tiene que ver con sus traqueteos en la calle, con excesos, con ingerir sustancias ilegales, con nueve años de cárcel en la Federal y hasta con la muerte. Con mujeres y con hijos, con traiciones de gente en la que confió, con los cincuenta que carga en las costillas y con las cicatrices de cualquier vida.
Hace fresco y ahora Lagarto enciende un cigarrillo, se acerca a una ventana. Busca con los ojos a Bryan. Cerca de donde estamos Lagarto fue niño. Contaba con siete, ocho años, y de las manos de Giovanni Hidalgo, Mañengue, Anthony Carrillo y un largo etcétera nacía una rumba que lo convirtió, con los años, en el maestro que es hoy día.
Aquella música, como un disco antiguo, aún gira en su memoria.
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El músico ha vivido experiencias duras que incluyen la cárcel durante casi una década de su vida. (Diálogo / Ricardo Alcaraz)
* * *
–Allí la plena era cosa seria.
Era joven –el menor entre mayores– y su tío Wenceslao, un gánster de la vieja escuela, manejaba un negocio. Un lugar que parece más mito que otra cosa, pero que fue la cuna, cada miércoles, de los plenazos más duros de este lado del Caribe. La Lupe, Santitos Colón, Cortijo, Maelo, Roberto Roena o Tommy Olivencia se reunían religiosamente en el Cuchifrito Los Pobres. De Bayamón, Villa Palmeras o Shangai acudían a probarse con los cocorotes de aquellos años. Parece un dream team. Y lo era. Ahí se movía Lagarto. Al que dañara la música, sagrada, le podía caer un figazo. Wenceslao, además, era hábil con el machete, bromea Lagarto. Vendía lechón, cuajitos, morcilla y cuchifritos.
–Nadie podía ir a joder el parto.
Lagarto, demasiado joven entre leyendas, ya se reunía con cuatro amigos a tocar plena en otro lugar: El Esquife. Gracias a uno de sus maestros, Ramón Pedraza, conoció al que para él es, más que una influencia, su mentor: Marcial Reyes, “El Rey del requinto”. Un miércoles como tantos Lagarto estaba en el Cuchifrito. Ahora regresa a la primera canción que allí entonó.
Agua del cielo cayó
sobre la tierra llovía,
mientras el arca de Noé
navegó de noche
por meses y días.
Marcial Reyes lo escuchó. Marcial Reyes se emocionó. Tanto, que ese día le regaló su pandereta a Lagarto.
–El viejo me vio y dijo: ¡diablo!
Aquel regalo late todavía en las palmas amarillas y callosas de Lagarto.
* * *
En el malecón, dijimos, el mar es un animal que viene y va, revienta y se deshace. Se congrega. Y viene y va. En este lado de La Perla, y tantos otros, jugueteaba Lagarto. Antes las construcciones eran en madera, dice. Hace un rato nos llevó a la casa que no existe, aquella que es puro carbón, cenizas. Apenas musitó un par de palabras y después caminó, caminó, caminó. Ahora conversa y mira de refilón al mar.
El estilo de Lagarto, lejos del de Marcial Reyes, lento y acompasado, casi un toque sólo de dedos, nace de la mezcla de su época en que agrupaciones como Los Pleneros del Quinto Olivo eran modelos a seguir. Si de algo está claro, es que para hacer plena hay que tener –valga la redundancia– plena conciencia del tiempo. La década que vivió en Nueva York, nutriéndose del latin jazz, también aportó al mazacote del que es capaz.
A pesar de todo ello, se decanta hacia la clásica agrupación de cuatro panderetas, como ocurre con La Máquina Insular. Los chamacos de ahora mezclan estilos, dice, y encuentra que es el curso natural de la música: ese músculo que palpita hasta ser otra cosa. Sin embargo, cuando en plenazos ve que alguien joven va desbocado en la pandereta, Lagarto lo mira. Y con eso basta. Celebra, de otro lado, agrupaciones como Los Pleneros de la Cresta o el sonido de Viento de Agua.
Pasamos por La Perla Bowl, obra del artista Chemi Rosado-Seijo, lugar para practicar skateboarding que hace las de piscina para los niños de la barriada. Lagarto apunta hacia el malecón y explica las ganas de varios desarrolladores por invertir y expropiar a los residentes para crear complejos destinados a los turistas.
Lagarto vuelve su vista al mar. Busca un barco que más temprano navegaba y miraba desde su balcón.
* * *
Es mediodía en Villa Palmeras. Detrás de la Terraza de Bonanza, Lagarto ocupa una casita en un segundo nivel. Abajo, en un pequeño terreno, reposa un inodoro y jaulas donde mantiene gallos y codornices. Ahora sube las escaleras y se detiene frente a un pequeño huerto que cuida con recelo y que ubica a la entrada de su casa. Adentro el tiempo es otro. Fotos, fotos, fotos. Planchas antiguas, quinqués que fueron de su bisabuela, fiambreras, estufitas, cámaras fotográficas, una colección de machetes, máscaras de países que no ha pisado, instrumentos, discos de pasta, cuadros, tiempo, tiempo. Tiempo.
En esta casa lleva más de una década. Al llegar, la figura poderosa del Cristo Negro de Portobelo, regalo de Sorolo cuando le toco ir a Panamá. Fotos cuando fue joven en el belén a Cortijo, a Maelo. Y a la izquierda, en una pared, tres requintos como animales sagrados.
Fue en el entierro de Maelo. Aquel requinto, regalo de Marcial Reyes, se perdió durante casi treinta años. Lagarto cargó con su hijo privilegiado para azotarlo sin piedad en homenaje al Sonero Mayor. Es la noche y Lagarto entra a una panadería. Ordena un jugo de guavapiña y dos sándwiches. Antes le dejó su pandereta a quien entonces lo acompañaba. Y nunca más lo vio. Y cayó preso. Y salió.
Una tarde reconoció el sonido y la imagen del regalo de Marcial. Aquel hombre, por años, acudió a todos los plenazos con la fe ciega de encontrar a Lagarto. El resto fue una sucesión de abrazos y lágrimas. El resto es Lagarto, que se acomoda en una mecedora en medio de la sala con la pandereta de Marcial. Afuera cantan los gallos. Lagarto también canta.
Candela es,
candela y nada más,
candela es mi negrita
cuando sale a bailar.
–¿Ya? Porque puedo estar aquí toda la vida.