Para el análisis que pretendemos hacer es fundamental primero delimitar el concepto de prostitución que manejamos. Prostitución aquí se entiende como el intercambio de servicios sexuales por dinero, llevados a cabo por mujeres que libremente eligieron esa profesión. Por tanto, en esta discusión, no tiene cabida la trata de personas, ni la prostitución forzada, ni la prostitución de niños y jóvenes. Esas prácticas son criminales y deben ser tratadas como tales. Dentro del amplio campo del trabajo sexual me detendré solamente en la prostitución heterosexual femenina, abogando por su legalización y reconocimiento como trabajo sexual.
¿Y si el género nos aprisionara?
Con frecuencia escuchamos caracterizar la prostitución como “el oficio más viejo del mundo”. Esta caracterización sugiere un fijismo histórico que nada tiene que ver con la realidad. Engels afirmaba que la familia no es una emanación divina sino un producto histórico que ha conocido diversas formas a lo largo de dos siglos. Lo que dice sobre la familia sería también valido para la prostitución.
A pesar de que la prostitución tiene forzosamente que tratar el aspecto de género, centrarse cuasi exclusivamente en él implica perder muchos elementos de una realidad contradictoria y de más complejidad. Por tanto, será necesario buscar en otros conocimientos y ampliar el horizonte de nuestra comprensión.
El papel y la representación social de las prostitutas ha variado a lo largo de las épocas: en la antigüedad era una actividad reconocida y sobre la que no pendía estigma de indignidad o victimización. Las Heteras tenían gran relevancia social y eran, incluso, las mujeres mejor instruidas en Grecia. Frecuentaban libremente el espacio público masculino, participaban en actividades reservadas a los hombres y eran formadas en escuelas donde aprendían literatura, filosofía y retórica. Aspasia, por ejemplo, fue una prostituta admirada por sus cualidades intelectuales.
La moral judeo-cristiana vino a imponer un control férreo sobre la sexualidad en general y sobre la prostitución en particular. Con la Reforma del siglo XVI, el puritanismo pasó a dictar normas sobre las costumbres y la moral. La acción conjunta de las Iglesias Católica y Protestante no acabó con la prostitución, pero la enterró bajo tierra condenándola a la clandestinidad. Fue con la llegada de la Revolución Industrial y el ascenso de la moral y de la familia burguesa, cuando la prostitución dibujó nuevos contornos.
Auguste Bebel, en 1879, afirmaba que a pesar de que la prostitución haya existido tanto en la Antigua Grecia y Roma como en el Feudalismo, es con el Capitalismo cuando se convierte en un fenómeno de masas. Incluso, presentaba datos para analizar la prostitución en términos de clase, explicando que la mayoría de las prostitutas lo eran debido a la pobreza y la necesidad, a pesar de existir una minoría que la practicaba por otras razones. “La prostitución se convierte en una institución social necesaria para la sociedad burguesa, como la policía, el ejército, la iglesia y la clase capitalista”.
La división entre “mujer pública” y “mujer doméstica” es el resultado de la posición de sometimiento de las mujeres y una emanación de la familia burguesa que surgió del siglo XIX. El ideal burgués de familia implicaba esa dicotomía entre las mujeres: de un lado la esposa, mujer decente y virtuosa, sin sexualidad propia, sometida a un deber conyugal que no es recíproco, reina del hogar, de lo doméstico y de la maternidad legítima.
Para los hombres, el complemento ideal de esta figura era la prostituta, su reverso: personificación del sexo –mujer viciosa- (…) y encarnación, si ese fuere el caso, de la maternidad ilegítima. En común, esas dos mujeres tienen el hecho de que ambas están al servicio del hombre.
El matrimonio fue, durante mucho tiempo, contemplado como una relación económica de transmisión de propiedad y de tutela sobre las mujeres. Era un rito a través del cual estas pasaban de la tutela del padre a la del marido. La posición de las mujeres en este negocio era el de “socia minoritaria”: sin poder, sin voz y sin voto. El matrimonio no era la consumación de una relación de amor sino la respuesta a la necesidad de garantizar la propiedad y salvaguardar su trasmisión, imponiendo para ello reglas de moral y de conducta diferenciadas: la monogamia femenina como forma de control sobre la legitimidad de los hijos-herederos y la tolerancia hacia la poligamia masculina.
El matrimonio garantiza “(…) el sustento económico y la protección dados por el hombre a cambio del sometimiento en todos los aspectos y la asistencia sexual y doméstica gratuita dada por la mujer”, o sea, garantiza el monopolio sexual del hombre sobre su esposa, considerada de su propiedad, asimilando esta relación contractual al servilismo entre señor/amo y siervo, donde la sometida es totalmente destituida y privada de derechos morales, sociales, sexuales, políticos y legales.
El matrimonio-negocio revela como era entendida la sexualidad femenina: mínima o inexistente, pura y marital. Las mujeres eran des-sexualizadas a favor del “hada del hogar” y de la procreadora. La prostitución es, por tanto, un territorio prohibido donde hay mujeres que practican y exploran su sexualidad; es el territorio de los placeres ilícitos: para ellas, que se transforman en seres sexuados, portadoras de deseo, y para ellos, que realizan sus inconfesables fantasías sexuales, sin poner en peligro su identidad social. La existencia de la prostitución representa, en última instancia, el reconocimiento cabal de la hipocresía y de la quiebra de la moral sexual burguesa.
Esta diversidad histórica y los discursos que surgirán, a través de la toma de palabra por parte de las prostitutas, muestran que la categoría de género, que ve en la prostitución una manifestación del dominio masculino sobre el cuerpo de las mujeres, es demasiado estrecha para comprender esta problemática en toda su complejidad.
La opresión sexual no es la única interpretación posible de la prostitución. Las mujeres no solo tienen derecho a escoger libremente como usar de su cuerpo –sea interrumpiendo un embarazo no deseado, sea comercializando servicios sexuales- sino que también tienen derecho a reivindicar el placer o el sexo como una fuente de ingresos.
Este escrito es el segundo de una serie de tres partes. La autora es miembro del comité de redacción de la revista portuguesa Virus.