Para el análisis que pretendemos hacer es fundamental primero delimitar el concepto de prostitución que manejamos. Prostitución aquí se entiende como el intercambio de servicios sexuales por dinero, llevados a cabo por mujeres que libremente eligieron esa profesión. Por tanto, en esta discusión, no tiene cabida la trata de personas, ni la prostitución forzada, ni la prostitución de niños y jóvenes. Esas prácticas son criminales y deben ser tratadas como tales. Dentro del amplio campo del trabajo sexual me detendré solamente en la prostitución heterosexual femenina, abogando por su legalización y reconocimiento como trabajo sexual.
Desestabilizar la teoría
En el análisis de Engels, la prostitución es el resultado de la monogamia impuesta. Esta monogamia tiene una base económica y su finalidad es la transmisión de la propiedad y el mantenimiento del linaje. “La monogamia no aparece en la historia (…) como la reconciliación entre el hombre y la mujer y menos aún, como la forma más elevada de matrimonio. Al contrario, surge bajo la forma de esclavización de un sexo sobre otro, como la proclamación de un conflicto entre los sexos (…)”.
En la sociedad socialista está, para Engels, la respuesta del futuro: Allí las relaciones serán libres y emanarán del “amor sexual individual”, basado en la reciprocidad y en la igualdad de derechos. Este “amor sexual individual”, que Engels generosamente anuncia como resultado de la liberación humana, no tiene, sin embargo, ningún respaldo histórico: no ha acontecido en los países de “socialismo real” ni en los países capitalistas que vivieron la segunda ola feminista.
Así que, afirmar que el hombre nuevo y la mujer nueva que surgirán del socialismo, libres de los constreñimientos económicos impuestos por los matrimonios de raíz económica y liberados en todas sus expresiones sexuales, construirán una nueva sociedad donde la prostitución no tendrá cabida, y no porque sea reprimida sino porque no será necesaria, no deja de ser conmovedor y a la vez, pueril. Pero y sobre todo, no es bueno proyectar el problema hacia el futuro; debemos enfrentarlo ahora como es ahora y tener políticas concretas para personas concretas.
La imposición de la monogamia como relación autorizada explica, no solo la existencia y el papel social de la prostitución, como demuestra el que este precepto no sirve ni para los hombres ni para las mujeres: “Con la monogamia, aparecen dos figuras sociales constantes y características, hasta entonces desconocidas: el del inevitable amante de la mujer casada y el del marido cornudo. (…) El adulterio, prohibido y castigado rigurosamente, pero irreprimible, se convirtió en una institución social inevitable, junto con la monogamia y el heterismo”.
Esta constatación parece autorizar la conclusión de que las sociedades conviven bien con la hipocresía que envuelve las relaciones monógamas, ya sean de raíz económica o se asienten en el más profundo “amor sexual individual”. Pero entonces, el problema de la prostitución no reside en que sean relaciones sexuales adúlteras, sino más bien en el hecho de que el sexo sea percibido como mercancía e intercambiado por dinero.
Del mismo modo que la mayoría de las transacciones en el capitalismo, la prostitución se basa en la compra-venta de mercancías o servicios. El sexo es pues convertido en una mercancía, en un bien de las mujeres. Como pregunta la prostituta Margot St. James, “¿Que parte del cuerpo es la que vende usted para pagar sus cuentas? ¿Sus dedos de mecanógrafa? ¿Su voz de telefonista? ¿El cerebro con el que piensa?…”.
Como muchos servicios e industrias productivas capitalistas, la prostitución adopta formas muy diversas, teniendo las prostitutas relaciones diferentes con los medios de producción y con los compradores de servicios sexuales. Muchas ven en la prostitución placer, la vivencia y la manifestación de su sexualidad; muchas otras la contemplan como una fuente de ingresos más. Si unas se realizan profesionalmente, las otras preferirían ejercer alguna otra actividad. Algunas son trabajadoras por cuenta propia y otras asalariadas. Una expresión muy común dice que “las prostitutas venden sus cuerpos”. Sin embargo, como ellas explican, lo que venden son servicios sexuales, dado que, al final de la transacción su cuerpo no es propiedad del cliente.
Como explicó el propio Marx, “el propietario de la fuerza de trabajo debe venderla sólo por un periodo definido, puesto que si tratase de venderla (…) de una vez por todas, estaría vendiéndose él y se convertiría al hombre libre en esclavo, de propietario de una mercancía pasaría a ser, el mismo, mercancía”. Una mercancía es, por lo tanto, el sexo o el servicio sexual y es el cliente quien paga un porcentaje a la trabajadora a través o no de la intermediación de un patrón. La mayor parte de ellas, trabajan de forma independiente, es decir: venden los servicios sexuales directamente. En su mayoría, son trabajadoras precarias y sin ninguna protección social. Sobre todas recae el estigma de la indignidad que las coloca al lado de la transgresión moral y se las desprecia como mujeres, fragilizando, en consecuencia, su posición, en la relación que establecen con los clientes. Sí, a veces, algunos clientes oprimen a las prostitutas, tratándolas de forma degradante y violenta, el Estado, al negarles la dignificación a través del reconocimiento de su trabajo y la protección laboral consecuente, lo hace sistemáticamente. El reconocimiento del trabajo sexual es, en ese sentido, la respuesta más justa para la vida concreta de estas mujeres. Sin embargo, ¿puede ser considerado el trabajo sexual igual que los otros trabajos? Evidentemente que no, puesto que ningún otro trabajo es estigmatizado como la prostitución.
Una de las cuestiones que algunos sectores del feminismo y de la izquierda plantean es que, reconociendo derechos laborales a las prostitutas se está, implícitamente, reconociendo su actividad como legítima, cuando lo que se pretende es cuestionar el sistema patriarcal. Lejos de eso, lo que se pretende legitimar es a las mujeres, hasta ahora deslegitimadas por el trabajo que ejercen, y no al patriarcado.
La prostitución se confronta también con la organización social que prescribe comportamientos y protagonistas diferenciados para las esferas pública y privada (señalada como fuente de opresiones variadas.
La sexualidad femenina es, sin duda, un asunto de la esfera privada, del trabajo reproductivo. Ahora bien, si observamos la prostitución desde el punto de vista de las prostitutas y no desde el de sus clientes, percibimos que ellas atraviesan esa frontera: el sexo sale del espacio privado de la intimidad e invade el espacio público y el mercado. Juzgar ésta actividad como indigna sólo se entiende por la aplicación de una moralidad que se autoproclama como superior. Este escrutinio sobre la indignidad o dignidad de una profesión solo sucede con la prostitución. El hecho de ser mayoritariamente ejercida por mujeres y representar una vivencia y una experiencia sexual que escapan a los cánones de lo moralmente lícito, no parece que sea, desde luego, insignificante.
Aunque la creciente sexualización de la vida y de la cultura pudieran conllevar una mayor libertad en las costumbres de las sociedades actuales, sin embargo y paradójicamente, los discursos y los posicionamientos sobre la prostitución parecen anunciar precisamente lo contrario.
Luchar contra el estigma que la sociedad impone a las trabajadoras sexuales, reconociendo y legalizando su actividad es, en último análisis, desestabilizar la teoría y la idea de que existen “buenas” y “malas” mujeres en consonancia de cómo manifiesten su autonomía, sea sexual o profesionalmente. Es hora de dejar de “tirarle piedras a Geni” porque ella no solo no está “hecha para aguantar” sino tampoco es solo “buena para escupirla”.
La autora es miembro del comité de redacción de la revista portuguesa Virus.