El semestre estaba por comenzar y todavía yo andaba sin hospedaje. Ella se enteró de mi precaria situación y, apenas conociendo de mí que yo era un estudiante, me abrió las puertas de su casa. Su hijo la cuestionó y tenía cara de pocos amigos el día que llegué. No tenía modo ni argumento para darle cuenta de que yo no era peligroso y él tenía razón en su sentido común. Era una locura hospedar a un realengo sin carta de recomendación, a un completo desconocido sin más referencia de que yo era un cuentista. Pero Tere ya había decidido recogerme bajo su techo. «Es que yo creo que si uno se pone a pensar en que todo es malo, no se abre la posibilidad a lo bueno y yo creo que hay que girar la rueda de lo bueno porque si no todo se estanca en lo malo y el mundo no cambia», me dijo la primera noche, después de prepararme un té de anís.
Le hice saber que cuando era pequeño yo era uno de sus fieles televidentes, de esos que se quedaron con las ganas de enviarle una carta o que les tocara la suerte de dar con la llave que abría las puertas de la casa abarrotada de juguetes. Mi inocente corazón brincaba de la emoción cuando se abrían las puertas de la luminosa casa anaranjada. Siempre quise poder visitar Lilipun. Mi deseo quedó frustrado para siempre porque un agujero negro se tragó el país de los cuentos y el conocimiento. Descubrí por entonces que casi ningún universitario la conoce por Tere Marichal, la dramaturga, pero todos los de mi edad saben a quién yo me refiero cuando uso el nombre que la hizo popular para varias generaciones. De toda la programación infantil local de entonces, sin ambages digo que en mi opinión la mejor era María Chuzema. Es que todas sus articulaciones eran genuinas y la fogosidad con la que nos persuadía la imaginación le salía de adentro espontáneamente. Me sorprendió encontrar chuzemos y chuzemas que hasta el día de hoy la recuerdan con cariño y que son abogados o aspirantes a la Escuela de Medicina. Hay toda una generación de universitarios adultos que la reconocen como un grato recuerdo de sus infancias.
En la mañana me hizo un desayuno que no le pedí y que agradecidamente me comí antes de caminar hasta la universidad, por la Barbosa arriba. Regresaba a su casa a las cinco de la tarde, exhausto. Pasé dos semanas… al amparo de Tere… en lo que pude conseguir hospedaje. Conversábamos una noche mientras el conejo enano corría confiadamente por nuestros pies y dije algo, no recuerdo qué, que la llevó a contarme un cuento que nunca escribió. Dejó de pintar, y en un instante ella descompaginó la situación: “eran una vez dos que recorrieron el mundo peleándose porque uno no pensaba igual que el otro… pelearon y pelearon, hasta encontrarse un día de frente y ver que no eran tan diferentes como siempre pensaron y que siempre fueron demasiado iguales. Ese día dejaron de pelear, porque encontraron que eran iguales en más cosas que en las pocas cosas que los hacían diferentes”.
Al otro día le pregunté si me podía contar el cuento en detalle, pero no pudo recordarlo y me quedé con la breve magia de lo irrepetible. Las noches en las que estuve amparándome en su casa, viendo a Tere dibujar y escribir, sufrí un arrecio de nostalgia por los años perdidos de mi infancia. Ahora en la universidad, mirar hacia esos rincones me reducía a una desesperación muda. La admiraba tanto en mi fiebre de niño que un día hice con cartulinas anaranjadas la casa de tres techos, con su puerta central y sus ventanas. Me hice con cartón una varita como la que ella usaba, y a puerta cerrada en mi cuarto me puse una diadema de mi mamá y con una sábana me ajusté a la cintura una falda voluminosa. Delante de los peluches sonrientes bailé frente a la casa sacudiendo mi falda y cantando: “Yo soy la que cuenta inventando personajes, el sol es mi amigo y la luna también, conozco el lenguaje de todas las flores y un planeta verde quiero para ti…”
Pero entró mi madre. El horror de ver a su primogénito varón queriendo vestirse como una mujer provocó que las estrellas cayeran estrepitosamente desde el cielo y nunca más me atreví a ser María Chuzema. La casita de cartón acabó en el zafacón y los peluches se hicieron los que no vieron nada y desde entonces actué como varón, muy a mi pesar.
Ahora estaba allí, cerca de la verdadera María Chuzema, la de carne y hueso, la que me hizo tan feliz hace muchos años atrás, unos quince o dieciséis por dar unos números geográficos. Esa misma voz a través del televisor contando cuentos sobre la madre naturaleza, enseñándonos trabalenguas y los lenguajes de las flores y los mil modos mágicos con los que podíamos transformar la basura en herramientas útiles. Pero era la misma voz con la misma tónica fuerte y segura, como si los años no hubiesen trastocado nada. Estaba en la verdadera casa, adentro de ella, viendo los libros y las paredes y todos los tesoros hechos de papel y acuarela que adornaban cada rincón. Estaba en el laboratorio de los colores.
Pero de todo esto, si algo no se me olvidará nunca es la hospitalidad tan generosa que tuvo conmigo, con el único fin de poner en movimiento la rueda de lo bueno. Si el mundo no se estanca, es gracias a la savia que regalan seres humanos como Tere Marichal.
El autor es estudiante subgraduado de la Universidad de Puerto Rico y parte del grupo de colaboradores permanentes de Diálogo Digital.