Hace muchos años llegó a mis manos un impresionante grabado que mostraba una representación artística proveniente de la tradición cristiana. Se trataba de una escena única de la crucifixión donde los protagonistas eran cuatro indígenas suramericanos. Aparecían en primer plano tres mujeres robustas con sus atuendos típicos postradas en actitud reverente frente a un Cristo con rasgos e indumentaria alusiva a alguna comunidad indígena latinoamericana.
Aquella poderosa imagen era extremadamente conmovedora, reflejaba auténtica compasión y devoción. Nunca había visto nada igual en toda la pictórica cristiana a la que había tenido acceso hasta ese entonces. Siempre había visto la imagen del Cristo blanco, rubio, de rasgos caucásicos con el que no se me hacía muy fácil identificarme. Pero ese Cristo indio, presumiblemente de tez cobriza (el grabado era blanco y negro) emergía ante mis ojos como alguien más cercano a mí; un ser más auténtico y real.
Mi encuentro con esta extraordinaria pieza artística me colocó más tarde frente a otras obras de arte cristiano que igualmente mostraban representaciones y reinterpretaciones inspirados en la literatura cristiana y que me llevaron a indagar más sobre el tema.
La iconografía cristiana ha atravesado por distintas transformaciones a través de la historia, pero desde su origen siempre ha perseguido un mismo fin: invitar al ser humano a reconectarse con su espiritualidad.
Imagen de la crucifixión publicada originalmente en la revista Pretextos en el 1998; autor desconocido.
Dice Natalia Elena Melo Maturama, en una investigación sobre iconografía religiosa que realizara recientemente para la Universidad de Palermo, que “la iconografía religiosa se destaca por su utilidad”. Explica que dicha utilidad –dentro del imaginario religioso– se relaciona con el poder que tiene esa obra para representar lo divino y atraerlo hacia la tierra, convirtiéndolo en algo tangible.
Las representaciones artísticas religiosas han existido por tiempos inmemorables. Entre otros, la han desarrollado los egipcios, los griegos y los romanos para honrar a sus respectivas deidades, pero ha sido dentro de la tradición cristiana donde han tenido mayor despunte, según documenta la literatura revisada para este escrito.
Algunas trazan su origen en el tiempo de las catacumbas, durante la persecución de los cristianos. De hecho, existe una representación de la Virgen María con el niño Jesús, que dista años luz de la imagen occidental de la Maddona contemporánea.
Sin embargo, se han documentado la existencia de representaciones pictóricas y escultóricas de figuras religiosas desde antes de Cristo. Éxodo, uno de los cinco libros que integran el Pentateuco, informa que en los tiempos del éxodo israelí (1600 A.C.), las cortinas del Santuario o Tabernáculo de los israelitas tenían bordadas figuras de ángeles. También señala que en el nivel más importante de ese centro de adoración había unas esculturas de dos ángeles. Más tarde el templo que construyó el rey Salomón también incluyó esos mismos elementos. Estas imágenes, no obstante, no eran objeto de adoración porque esa actividad les estuvo prohibida a los predecesores del cristianismo, por considerarse que interfería con la adoración directa a Dios (Los musulmanes tienen esta prohibición). Así se les instruyó en el segundo mandamiento del Decálogo: “No te harás imagen, ni ninguna semejanza de lo que está arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra. No te inclinarás a ellas ni las honrarás…” (Éxodo 20: 4 y 5). Las imágenes, presentes en el Santuario y luego en el Templo de Salomón, eran simplemente símbolos que demarcaban un espacio único, sagrado, sumamente especial.
A medida que el cristianismo fue emergiendo como uno de los principales espacios de búsqueda y conexión con lo trascendental, siglos después, esa prohibición fue modificada por las autoridades eclesiásticas. Se comenzó entonces a darle paso a la imaginería religiosa dentro de la adoración cúltica.
Muchos debates se han originado desde entonces, por la prohibición explícita con respecto a la veneración de imágenes expresada en la Biblia cristiana. De ahí, que en distintos momentos de la historia se alzaran los iconoclastas que destruyeron muchísimas figuras religiosas en Europa durante el siglo VIII y hasta persiguieron a quienes poseían o rendían culto a esas piezas de arte cristiano.
Aún en nuestros tiempos existen distintas percepciones sobre la iconografía religiosa dentro del mundo cristiano. Sin embargo, esa representación de lo divino, continúa ejerciendo una fuerte atracción.
O, ¿quién no ha se sentido impresionado por los frescos de la Capilla Sixtina de Miguel Ángel, Rafael y Botticelli? ¿O La Ultima Cena, de Leonardo Da Vinci? ¿O El Hijo Pródigo de Rembrandt? ¿O El Cristo de San Juan de la Cruz de Dalí? Desde sus respectivas técnicas y diferentes estilos (de renacentistas hasta modernistas), todas estas piezas logran transmitir algo que emociona, estremece, comunica, atrapa y atrae, logrando continuar cumpliendo su cometido original: “encapsular en algo material lo celestial y hacerlo tangible al ser humano”, como expresara Melo Maturana en el trabajo previamente citado.
El exvoto de La Sagrada Familia; de José Campeche
Lo tangible de Dios
Según la literatura revisada, los pintores modernistas y expresionistas han logrado capturar más efectivamente esa tangibilidad.
Dalí, por ejemplo, consigue en su obra del Cristo de San Juan de la Cruz, considerada una de las representaciones más humanas de la crucifixión, captar perfectamente la armonización de lo etéreo con lo cotidiano. Como si el espectador estuviese observando la pintura desde un plano superior, se observa a Jesucristo en la cruz con su cabeza (luciendo cabello corto) inclinada hacia abajo ubicado sobre un paisaje de la bahía Port Lligat (lugar donde residía Dalí en España) en donde dos pescadores trabajan afanadamente. El paisaje de los pescadores está iluminado por el resplandor que emana de la cruz donde pende Jesús. Sin duda, una pieza extraordinaria, sobrecogedora.
Artistas chinos, indios y japoneses, con una perspectiva absolutamente oriental, también se han apropiado de la imaginería cristiana orientalizando a los protagonistas de la Historia Sagrada para facilitar ese acercamiento, esa identificación de Dios con sus respectivas realidades. Así lo demuestran la representación de El nacimiento de Cristo del pintor chino Lu-Hung Nien y Mi espíritu se alegra en Dios y (La Anunciación) de la pintora Sister Claire.
Los nuestros tampoco han estado ajenos a esta corriente. José Campeche (siglo 18) también hizo suya la pictórica cristiana incorporándole ciertos elementos que le daban un sentido de pertinencia y que colocan a Dios dentro de un plano más tangible, cercano a una cruda realidad nuestra durante esa época: (la esclavitud). El cuadro El exvoto de la Sagrada Familia (1778-1780) celebra, según el historiador Arturo Dávila, la liberación de una esclava por parte de una conocida religiosa de ese tiempo. La pintura muestra una especie de epifanía de la Sagrada Familia en primer plano acompañada en segundo plano por una mujer con hábito de religiosa que se arrodilla frente a la aparición junto a un hombre y dos mujeres negras portando unas flores en aparente señal de agradecimiento por la liberación concedida.
De vez en cuando continúan llegando a mis manos piezas que siguen sorprendiéndome al encontrar nuevamente entr ellas aquel ser completamente humano y completamente divino que en un instante de nuestra historia caminó, comió, trabajó, disfrutó y vivió como cualquier hijo de vecino entre la humanidad.
Una de las obras más recientes es una pintura poveniente del grupo artístico Vie de Jesus Mafa que dirige Bénédite de la Roncière. Este proyecto busca compartir representaciones de distintas etapas de la vida de Jesús entre comunidades africanas. Estampas sobre la niñez de Cristo, sus enseñanzas, sus milagros, su pasión y resurección son representadas por figuras africanas en escenarios africanos.
La pintura: Jesús entre los maestros, que llegó a mí a través de un pequeño cuaderno de meditaciones, presenta la ocasión cuando Jesús, siendo un niño de tan sólo 12 años debatió por horas junto a alunos de los teólogos más reconocidos de su época. La pintura presenta a un niño negro y de escaso cabello, vestido con atuendo sencillo de una sola pieza, típico de alguna tribu africana. El jovencito conversa sentado en el suelo, serena y humildemente, con dos ancianos también de piel oscura, cuya vestimenta estabalece que pertenecen a una estrata social más elevada. Ambos personajes, así como dos transeuntes que observan tras el umbral de la puerta del aposento donde se encuentran, contemplan al niño admirados. Tanto las tonalidades pasteles en el lienzo, la luz que ilumina la escena como la serenidad que emite el niño transmiten algo especial. La escena es conmovedora y tierna, definitivamente una invitación para contemplar lo infinito dentro de la frágil humanidad.