Es posible que en una semana, Laura (una empleada de origen chino que prefiere mantenerse en el anonimato) no haya pronunciado una palabra que no esté relacionada a los platos que le piden sus clientes, o sobre las mesas que hay que limpiar. Trabaja como mesera en un restaurante de comida asiática y el único espacio que tiene para conversar es cuando termina su jornada del día. Sin embargo, después de haber trabajado durante 16 horas, a esta joven no le quedan ánimos para hablar con nadie, ni para hacer ninguna otra cosa que no sea bañarse y acostarse a dormir.
Más vale que descanse bien, pues al día siguiente con suerte trabajará otras 12 horas. Y así sucesivamente transcurrirá la semana hasta que llegue uno de los cuatro días libres que tiene al mes.
Con 21 años de edad, Laura es una de los 17,000 chinos que viven en Puerto Rico. Tiene pocos amigos y su familia no vive en la Isla. Duerme en una “casa de empleados”, una estructura pequeña destinada a servir de morada a los trabajadores del establecimiento que no tienen vivienda propia. Allí comparte el techo con otros tres compañeros chinos de su trabajo con los que nunca habla.
“Desde que entramos a la casa todo el mundo, se mete a su habitación, y no salimos hasta el otro día”. ¿Ustedes no hablan? “Para nada. No somos familia”. ¿Y por no ser familia, no se hablan? “No, no solo por eso. Tú llegas cansado, tú los ves doce horas al día, ¿tú crees que quieras hablar con ellos?”.
Sin embargo, Laura no se queja. La costumbre ha hecho que no le moleste, ya que lleva trabajando desde los seis años en distintos negocios chinos de Puerto Rico, República Dominicana y Nueva York.
La joven nació en Boston. Aunque sus padres vivían en Santo Domingo, capital de la República Dominicana, decidieron viajar a Estados Unidos con la intención de que su hija naciera con la ciudadanía estadounidense. Una vez la dieron a luz regresaron a Santo Domingo.
Allí en la República Dominicana, sus progenitores comenzaron la empresa de administrar una cafetería que habían alquilado. El arrendamiento se dio bajo un contrato de cinco años. Luego de unos meses, el establecimiento se popularizó y ganó clientela.
Todo parecía marchar bien, hasta que una noche los padres de Laura se dirigían a su hogar después de cerrar la cafetería y fueron secuestrados por dos sujetos anónimos.
Cuando los liberaron, 24 horas después, no tenían las llaves de la cafetería, y cuando llegaron a su casa todo estaba desordenado: muebles volcados, las gavetas abiertas, muchas cosas fuera de su lugar y algunos documentos desparecidos, entre ellos, el contrato de alquiler.
Al día siguiente la cafetería estaba operando como de costumbre, pero esta vez con otro personal.
Sin embargo, los padres de Laura no hicieron ningún reclamo ni iniciaron ningún proceso legal. No creyeron que pudieran lograr algo siendo dos inmigrantes chinos que hablaban poco español y no tenían dinero ni evidencia de lo que había sucedido. Tras haber sido despojados de la cafetería -su única fuente de ingresos- sus padres se fueron a la bancarrota y más aun cuando todos sus ahorros habían sido invertidos en la cafetería.
Como resultado, en busca de sufragar el hoyo económico que les dejó la pérdida del negocio, la familia se marchó a Nueva York. Allí unos amigos los emplearon en un restaurante chino donde trabajaban durante 16 horas cada día.
Laura, se quedó en la República Dominicana debido a que sus padres decidieron dejarla porque no podían hacerse cargo de ella. La joven se quedó bajo la tutela de un tío con el que vivió durante los primeros años de su vida.
Ya cuando tenía seis años le dijo adiós al tiempo libre. Desde aquel entonces la actividad lúdica quedó reprimida en su agenda. Por el día iba a la escuela, por la tarde tomaba clases particulares de inglés, y por la noche trabajaba en un restaurante que adueñaba su tío.
Su rutina se vio interrumpida cuando a sus siete años se fue a vivir a la ciudad de Nueva York, para encontrarse con sus padres a quienes no veía desde que tenía un año. Mientras estuvo en la Gran Manzana, su madre le consiguió un empleo en una joyería que pertenecía a unos amigos chinos.
Seis meses después, Laura tuvo que renunciar a la joyería. Por no tolerar el frío y volvió a vivir con su tío en la República Dominica. Desde entonces, nunca más ha vuelto a ver a sus padres. A Puerto Rico ha venido en varias ocasiones, siempre a trabajar en restaurantes como en el que trabaja ahora.
Hoy, Laura sueña con desatarse de los restaurantes chinos, tener vida social e iniciar una carrera universitaria. Aunque no ha decidido qué estudiar, la ingeniería industrial, la contabilidad y la administración de empresas le llaman la atención.
El caso de esta joven no es anormal dentro de la emigración china, que generalmente se ha caracterizado por ser una diáspora nómada. Los cambios de residencia son habituales, con frecuencia motivados por la búsqueda de estabilidad económica.
Según el historiador José Lee Borges, los chinos se mudan a ciudades o pueblos donde ya tienen familiares. Una vez se mudan, trabajan en las pequeñas empresas de sus parientes.
El caso de José Lee Borges
Lee Borges, hijo de madre cubana y padre cantonés, comenzó precisamente así, trabajando en empresas pequeñas de familiares. Su padre emigró a Cuba en el 1950, un año después de que se estableciera el régimen comunista de la República Popular China. Cuando llegó a Cuba, empezó a trabajar en un pequeño colmado de su hermano, quien ya se había establecido en La Habana.
Nueve años después sucedió la revolución cubana, lo que terminó con el establecimiento del régimen comunista de Fidel Castro. Esto desembocó que el padre de José Lee, saliera de Cuba y se estableciera en España junto a su pareja Yolanda Borges, con quien contrajo nupcias en Cuba. En España, el frío los espantó y se fueron a Miami.
Allí, en el estado de Florida, nació José Lee, convirtiéndose en el menor de tres hermanos. A Miami no lo recuerda mucho pues cinco años después (1979) emigró a Puerto Rico junto a su padre, su madre y sus dos hermanos.
En Puerto Rico, en aquel entonces, no era común ver chinos. Los nacionales del país asiático, aunque habían llegado a Puerto Rico desde mediados del siglo 19, no eran visibles, puesto a que eran en su mayoría confinados deportados de Cuba que trabajaban en la construcción de las carreteras de la Isla.
José Lee relató como todo el mundo lo miraba y murmuraban “Mira un chinito”. La conmoción que él causaba por sus rasgos físicos se hizo prominente cuando empezó en la escuela.
“Todos en la escuela querían que les hablara chino, que les enseñara el famoso karate, y querían verme comer con palitos… Se burlaban de mi gritándome ‘chino, chino, eres chino’ en forma burlona. Otros más grotescamente me gritaban ‘chin con tan kan pan’ imitando a los chinos hablando, cosa que me daba mucho coraje, ya que se estaban burlando de la forma de hablar de mi padre”, dijo.
José creció exento de lujos. En muchas ocasiones ayudaba a su padre con el trabajo que tenía en los múltiples negocios de comida china en los que trabajó. José Lee agradece a su padre el que le haya inculcado el valor del trabajo y la dedicación, valores que lo hicieron prosperar. Hoy José es un historiador especializado en el tema de la diáspora china en Puerto Rico, mientras que sus dos hermanos, Jesús y Javier, son biólogo y dentista, respectivamente.
Así cómo José y Laura, muchos inmigrantes chinos se han distinguido por su compromiso con el trabajo. De hecho –aunque hubo quienes consideraban esta apreciación en un mito– en el 1966, el sociólogo William Peterson acuñó el término de ‘minoría modelo’ para referirse a la comunidad asiática de los Estados Unidos, en especial a los chinos.
Sin embargo, algunas décadas antes de que Petersen idealizara a los inmigrantes asiáticos, en los Estados Unidos se estableció la Ley de Exclusión China del 1882. Esta ley vino como respuesta a las quejas de los obreros estadounidenses, quienes tenían que competir con los chinos por los trabajos. La ley restringió la entrada de inmigrantes chinos a los Estados Unidos hasta el 1943, cuando ese estatuto fue abolido. Hubo algunos casos en los que se hizo una excepción y pudieron entrar a los Estados Unidos. Ocurrió, por ejemplo, con los académicos, investigadores, empresarios, estudiantes, y otros inmigrantes de alta cualificación.
Mañana no se pierda las historias de Chenche Tsai y de María.