El chileno Vicente Huidobro en su poema Para llorar bien escribió: “La muerte está atornillada a la vida”. Pasa mucho que tenemos noticias de la vida a través de la muerte, o gracias a ésta. Alguien fallece y recién ahí nos damos cuenta que existió. Aunque el final de la vida es algo que cuelga, ahí, detrás de la oreja, es triste enterarse de la vida a través de la muerte. Pero es así. Es esto y no otra cosa lo que ocurre con muchos escritores, más aún cuando la edad es la antesala del fin de sus vidas. Por lo general, pocos siguen activos creativamente hablando, pero hay sus excepciones. Del Boom Latinoamericano ya nos han dejado varios. El argentino Cortázar, por ejemplo, quien reivindicó ante los ojos del mundo el género del cuento. Algunos también colocan a Borges en el barco de esta metáfora llamada Boom. El chileno José Donoso es otro que formó parte de este grupo y tampoco está. Quizá su obra “El obsceno pájaro de la noche” es una de las mejores muestras de lo que este grupo de escritores ofreció al mundo. Estos escritores se consagraron ante el mundo. Su obra, sin duda, es la mejor muestra de ello. Sin embargo hay otros que no gozaron de tanto éxito, o al menos de la correspondencia que se merecían de parte de sus lectores. El uruguayo Juan Carlos Onetti, quien aunque recibió un sinnúmero de premios, no tuvo la misma difusión que otros autores sí tuvieron. Y tal vez el caso excepcional sea el de Héctor Rojas Herazo. Este colombiano nacido en Tolú falleció en el 2002. Su obra injustificada y pobremente difundida es quizá la muestra de que la buena literatura muchas veces se mantiene oculta. Además de novelista fue poeta, pintor, periodista y compañero de oficio de su amigo Gabriel García Márquez en el diario El Universal de la ciudad costera de Cartagena de Indias. Herazo escribió su obra cumbre, “Celia se pudre”, a fines de los ochenta. Esta obra es quizá la joya escondida de la literatura colombiana. Es un libro de más de mil páginas, y cada una hace temblar igual, e incluso más que la anterior. La cotidianidad, la vida llana y gris se eleva a niveles épicos, insospechados. Esta obra es catalogada por varios críticos – los que han podido tener acceso a ella–, como la gran novela del Boom, sobrepasando la ya mítica “Cien años de soledad”. Algo parecido ocurre con el argentino Ernesto Sabato. Sabato, quien también es pintor aficionado, y actualmente ronda los noventa y nueve años de edad, ha estado condenado a un injusto olvido. Muchos piensan en él cuando se nombra a algún candidato para un premio importante, pero pocas veces o casi nunca ocurre el milagro. Mientras tanto estos escritores están condenados a la desmemoria. Cierto, la muerte es una experiencia de la vida, pero el recuerdo y el reconocimiento después de que ésta horada sus fauces es reconfortante. Por suerte y con razón, en versos de Roberto Juarroz, pensar en un hombre se parece a salvarlo.