Verónica no está, no llega, se demora. Su ausencia -como presencia invisible, pero constante- da paso a que el libro exista. Desde un principio estamos advertidos: la historia se acaba cuando Julián, su pareja, sepa que ella no llegará o cuando ella por obra del azar decida volver.
Con este argumento el chileno Alejandro Zambra construye su segunda novela: “La vida privada de los árboles”. La historia en el texto ocurre en una sola noche, mientras Julián le cuenta una serie de narraciones a Daniela, la pequeña hija de Verónica, para que ésta concilie por fin el sueño. El conjunto de historias le dan título al libro. Estos pequeños cuentos, protagonizados por un álamo y un baobab, sirven de excusa y telón de fondo para que Julián recuerde su pasado, sus escasas -pero reveladoras- memorias de infancia, e improvise o imagine la posibilidad de algún futuro.
Con una compleja y extraña sencillez el libro nos muestra pequeños pedazos de vidas medianas, que pasan sin más, que esperan, que no desean nada, ni siquiera ser personajes, pero que irremediablemente terminan siéndolo. Utilizando un lenguaje comprimido, eficaz y multiplicador, la novela es casi un mosaico, una colección de historias que se rozan imperceptiblemente guiadas por hilos muy finos. La prosa de Zambra recuerda a la que en su momento utilizara el peruano Julio Ramón Ribeyro. Es sencilla, directa, y no por eso prescinde de un dejo poético. El libro parece ser eso; el eco inacabable de un poema, fallido, como todo intento literario. Contrario, por ejemplo, a un libro como “El extranjero” de Camus, en donde el pasado y futuro poco importan, en este texto se da una cuestión inversa. El pasado late sí, con su montón de imágenes quebradizas, pero junto a la inminencia del porvenir, el presente queda en vilo. Todo es un antes y la probabilidad de un después. La ausencia misteriosa de Verónica, quien se supone esté en una clase de dibujo, su ya extinta y corrompida relación con Karla, provocan en la vida de Julián la imposibilidad de un presente, lo dejan hueco, obscuramente falto de sentido.
El espacio doméstico en la narración se ve potenciado: la casa, las paredes cobran un carácter predominante en todo el texto. Julián cuida de Daniela, le inventa historias, también le inventa un futuro, una vida adulta. Se la imagina a los veinticinco, a los treinta años leyendo por fin el libro que él mismo, su padrastro, le ha escrito. En éste, un hombre meticulosa y obsesivamente dedica su tiempo a cuidar de un arbolito. Esta otra historia es precisamente la novela anterior del chileno que lleva por título “Bonsái”. Ambas novelas conversan entre sí, una se completa en la otra y viceversa.
En “La vida privada de los árboles”, Zambra recoge la vida inocua de esa abstracción que muchos denominan como la clase media. Las historias que se cruzan parecen carentes de peso, equívocas, a veces contradictorias. En esa llaneza es que la narrativa de Zambra sale airosa, puesto que se balancea entre lo vago y lo bello. Lo bello que cohabita dentro de lo vago y por qué no, muchas veces, perecedero. Más importante que la lectura de este texto son, sin embargo, sus relecturas. Las vidas privadas de estos árboles quedarían incompletas sin sus sombras. El libro arroja una sombra que apenas tiembla y permanece.
El autor es escitor,
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