La decisión del Tribunal Supremo de Puerto Rico, tomada el 27 de enero del 2010, en la cual se reconoce el derecho de un Testigo de Jehová a rechazar tratamiento médico por motivos religiosos, aún cuando ello implique riesgo para su vida, es una decisión bioéticamente bien fundada. La jurisprudencia establecida en cortes estadounidenses y en otras naciones avalan también esa decisión. La decisión reconoce el derecho de un individuo a autodeterminarse en materias relacionadas con su salud y su cuerpo. Por otro lado, se reconoce la validez de apelar a principios de conciencia y libertad religiosa como legitimantes de decisiones autónomas de cualquier paciente en contextos clínicos. Aunque la implicación de la decisión de un creyente que ha adoptado por rechazar la transfusión sanguínea como medio de salvar su vida resulte dolorosa para la familia del paciente, el derecho positivo prevalece como criterio superior a cualquier otra consideración. En el caso de marras, la esposa, por razones de afecto a su esposo intentó salvarle la vida recurriendo a la autoridad de los tribunales de justicia. Resulta humanamente conmovedor el cuadro de una compañera de vida luchando por salvarle la vida a su cónyuge. Nadie puede cuestionar la moralidad de tal reclamo ante la justicia. El Tribunal de Primera Instancia y el Apelativo aparentemente le dieron crédito al predicamento personal de la esposa. Ahora bien, lo que se juzgó no fue si la esposa estaba infringiendo el derecho de autodeterminación de su esposo, sino si los tribunales inferiores en jerarquía al Supremo, que le otorgaron lo pedido por ella, aplicaron correctamente la Ley 160 del 2001 que le reconoce a los familiares de pacientes en estado vegetativo persistente (según el orden de prelación establecido) el derecho a tomar decisiones ante la incapacidad manifiesta del paciente. Este principio se conoce en bioética como autonomía sustitutiva. Toda vez que el paciente no estaba en estado vegetativo persistente, no aplicaba lo contenido en la ley 160 del 2001. Este caso dramatiza, y tiene tangencias, con otro reclamo frecuente en la sociedad de nuestros tiempos: el derecho a morir con dignidad. El derecho a morir con dignidad se ha legislado en algunas jurisdicciones como la muerte, o suicidio, médicamente asistidos (en el Estado Oregón, EEUU) o mediante la eutanasia (como se legisló en Holanda, Bélgica y otros países). La muerte buena, tranquila, digna es una aspiración éticamente comprensible, sobre todo, porque se presume que si autónomo he sido para escoger cómo vivir, autónomo debo ser para escoger como morir. El suicidio para unos, la oposición a medidas terapéuticas desproporcionadas para algunos, la interrupción del esfuerzo terapéutico por razón de inutilidad para otros, o sencillamente dejar que la naturaleza siga su curso, son algunas de las rutas para escoger el tipo de muerte digna que el paciente estime apropiadas. Las razones religiosas, de ética personal, de uso cabal de la capacidad de razonar, etc., puede que no sean universalmente deseables para escoger el morir como preferible al vivir, pero después de todo, en el ars moriendi no hay una respuesta éticamente universalizable. El autor es director del Instituto Hostosiano de Bioética del Recinto de Ciencias Médicas de la Universidad de Puerto Rico.