El parlamento ugandés no debatió finalmente la llamada Ley contra la homosexualidad por falta de tiempo, supuestamente. Ahora habrá que esperar que la formación del nuevo parlamento para saber si retomarán la ley por la que se podía condenar a muerte a los homosexuales. En este segundo reportaje conocemos cómo los gays que no ocultan su condición son acosados, insultados y hasta agredidos.
“Tras la muerte de David (Kato), los vecinos me decían: ‘Tú serás el siguiente’”. Han pasado unos días y Long John se relaja en la cafetería del Speke Hotel en el centro de la ciudad. Kampala es una ciudad alegre y bulliciosa. La gran mayoría de la gente es amable y servicial. Excepto cuando uno es gay.
Kato, un reconocido activista por los derechos de los homosexuales, fue asesinado en enero después de que su foto apareciera en un periódico ugandés que pedía que “ahorcaran” a los gays.
“El día que mataron a David, un amigo mío gay fue despedido. Lo he alojado en mi casa, ahora que tengo una casa grande. En general, las cosas han empeorado desde la muerte de David”. John, que también es un conocido activista, habla lenta y claramente y gesticula con expresividad. Siempre piensa durante unos instantes antes de responder. Está acostumbrado a hablar en público y a tratar con periodistas.
Muy alto, fuerte, con trencitas y vestido con ropa llamativa y de moda, Long John no pasa desapercibido. No hace nada por ocultar su amaneramiento y no baja la voz cuando dice “mi novio” o cuando habla sobre ser gay. El camarero nos sirve con rapidez y en silencio, con la mirada baja, y pronto desaparece.
“Entre 1998 y 2004, no se condenaba a los homosexuales. Solíamos quedar aquí en el Speke, en los Sheraton Gardens (un parque al aire libre junto al hotel del mismo nombre). Había una mujer heterosexual que tenía un bar al que íbamos. Muchos clientes eran heteros pero podíamos hablar de nuestras cosas y ellos simplemente se reían. Era divertido, nadie se lo tomaba de forma personal”, relata John.
“Pero, ¿hoy? Es horrible. Si digo algo así en la calle, me insultarían o me atacarían, me darían patadas.” Y continúa: “La culpa es de los evangélicos, de los cristianos renacidos, ellos han instituido un discurso del odio. Y también de la ignorancia: la gente no sabe y no piensa y simplemente escucha lo que dice el pastor”.
Activistas ugandeses e internacionales culpan a pastores evangélicos estadounidenses que financian proyectos en Uganda y realizan visitas en las que imparten lecturas sobre cómo luchar contra la homosexualidad.
David Bahati, el diputado que propuso la Anti-Homosexuality Bill, lay Ley contra la homosexualidad, rechaza esta influencia: “Esas alegaciones no tienen ni un ápice de verdad y es un insulto decir que los africanos no podemos pensar por nosotros mismos. Es insultante decir que tengo que esperar a que los europeos o los norteamerianos me lo digan para darme cuenta de que están destruyendo el futuro de nuestros hijos, para que yo sepa que la homosexualidad es una amenaza para la familia tradicional”.
Casualidad o no, varias visitas a Uganda de conocidos evangélicos estadounidenses en 2008 y en 2009 acabaron con la celebración en marzo de 2009 de unas jornadas con el título: “La verdad sobre la homosexualidad y la agenda homosexual”. Uno de los participantes fue Scott Lively3, presidente de una organización cristiana defensora de la familia y autor de un libro en el que asegura que el nazismo fue creado por homosexuales.
Unas semanas después, Bahati, que junto con otros diputados se reunió con Lively y otros participantes en las jornadas, presentó el primer borrador de su ley. “Como gente temerosa de dios, los evangélicos somos una familia, somos amigos, hermanos y hermanas distribuidos por todo el mundo”, reconoce hoy Bahati.
“Cuando los evangélicos empezaron su campaña, también los medios empezaron a ser más agresivos y a publicar informaciones negativas sobre los gays. Y entonces llegó esta ley contra la homosexualidad”, resume Long John, quien también se considera cristiano. “Creo en dios y sé que dios me creó siendo gay. Puedo cambiar mi nacionalidad pero no mi sexualidad, es mi naturaleza”.
Y remata: “La gente habla en los matatus (mini-buses), dicen cosas como, ‘Mira a estos homosexuales, van por ahí a vender sus culos’. También en el mercado, en los bares. Pero a mí ya me dan igual esas preocupaciones, que la gente me oiga diciendo que soy gay, acabé totalmente harto de tener que esconderme”.
Pero John, que derrocha seguridad y confianza en sí mismo, es la excepción. Lejos del centro de Kampala, en un barrio de calles de barro y chabolas, Joseph, vestido para no llamar la atención, nos conduce a su vivienda. Se trata de una sola habitación que comparten siete personas, cuatro chicos y dos chicas, además de Joseph. Todos muy jóvenes, todos homosexuales. La estancia mide unos cuatro metros de largo por unos tres de ancho. Dos sofás destartalado y dos sillones viejos se agolpan junto a una cama, una mesa y un ventilador. Hay varios colchones enrollados y apoyados contra la pared, en la que hay pegados anuncios de productos para el pelo cortados de revistas. La habitación es oscura, con una sola bombilla que mientras hablamos deja de funcionar.
La idea es entrevistar a Juliet, una chica de 25 años, guapa y de aspecto muy femenino. Lleva el pelo arreglado, un vestido corto y nos mira con suspicacia. “¿Y qué ganamos nosotros con todo esto?”, pregunta Juliet y se arma un pequeño revuelo mientras todos quieren hablar. Desconfían de los periodistas, que vienen, hablan con ellos, desaparecen y nada ocurre.
“Estamos muy enfadados, algunos activistas nos usan porque no tienen miembros en sus organizaciones y después alguien hace un documental y estas organizaciones reciben dinero pero a nosotros nadie nos ayuda y, ¡mira cómo vivimos!”, exclama Juliet abriendo los brazos y mirando a su alrededor. “Mientras que ellos viven en buenos pisos y conducen grandes coches. ¡Y nosotros no deberíamos vivir así!”
Finalmente, Juliet accede a contar su historia. “La primera vez… porque necesitaba dinero, no tenía comida. Vi la oportunidad, un hombre se me acercó y me dijo que quería irse conmigo y hacer cosas y que me pagaría. Y dije que sí, que de acuerdo”.
Juliet se define como “trabajadora del sexo”, algo que lleva haciendo desde 2007 porque no podía encontrar otro empleo. Cobra entre 20.000 y 30.000 chelines ugandeses por sesión (entre unos 6 y 9 euros). “Lo que hago es arriesgado y preferiría hacer cualquier otra cosa que me dé dinero, lo que sea, pero no hay nada más que pueda hacer. No podemos trabajar con heterosexuales, saben que somos gays, no nos quieren”, afirma pausadamente y con naturalidad.
Frank, de 21 años y uno de los chicos que viven en la habitación, asiente e interviene: “No podemos vivir con heterosexuales”. Dice que su madre lo echó de casa cuando lo pilló acostado con su novio, en diciembre de 2008, y que en marzo de 2010, sin recursos ni trabajo, empezó a acostarse con otros hombres por dinero. “Ahora, cuando tengo algo de dinero, voy al centro y me compro pantalones nuevos y bonitos, algo de maquillaje, para estar guapo para mis clientes, si no, nadie me compraría, ¿quién me va a comprar si no estoy guapo?”
Frank, es lo contrario de Juliet. Nervioso, habla con rapidez y hace chistes y se ríe constantemente. “Mi madre ya sabía que yo era gay, las madres siempre lo saben, pero no tenía pruebas. Ahora se avergüenza y me siento mal porque los vecinos hablan, la señalan y dicen: ‘Mira, el chico gay viene de ahí, ésa es su madre’. Incluso mi padre culpa a mi madre y dice que soy así porque ella no me cuidó lo suficiente.”
Su padre y su madre son empresarios y tienen dinero, enviaron a Frank a buenas escuelas y viven en una casa grande en Kampala. “Mi madre cogió mis cosas, mi ropa, y las tiró a la calle y no he vuelto a verla. A veces me encuentro a mis hermanas por la calle o en bares y voy y les hablo pero ellas no me contestan, me ignoran”, relata. “Bueno, a veces mi madre sí que me llama y me dice, ‘¿Por qué no dejas de hacer esas cosas?, ¿por qué no dejas de ser gay?’”.
Es la misma pregunta que hacen varios pastores religiosos ugandeses, que afirman que se puede dejar de ser gay porque se trata de un trastorno, de una desviación. De vuelta en el centro de Kampala, el pastor Solomon Male recibe al periodista en su pequeño y sobrio despacho. Male, toda una celebridad en Uganda por su cruzada en contra de la homosexualidad en las radios, televisiones y periódicos locales, se muestra muy simpático, es extremadamente educado y correcto y no deja de sonreír.
Frank, es lo contrario de Juliet. Nervioso, habla con rapidez y hace chistes y se ríe constantemente. “Mi madre ya sabía que yo era gay, las madres siempre lo saben, pero no tenía pruebas. Ahora se avergüenza y me siento mal porque los vecinos hablan, la señalan y dicen: ‘Mira, el chico gay viene de ahí, ésa es su madre’. Incluso mi padre culpa a mi madre y dice que soy así porque ella no me cuidó lo suficiente.”
Su padre y su madre son empresarios y tienen dinero, enviaron a Frank a buenas escuelas y viven en una casa grande en Kampala. “Mi madre cogió mis cosas, mi ropa, y las tiró a la calle y no he vuelto a verla. A veces me encuentro a mis hermanas por la calle o en bares y voy y les hablo pero ellas no me contestan, me ignoran”, relata. “Bueno, a veces mi madre sí que me llama y me dice, ‘¿Por qué no dejas de hacer esas cosas?, ¿por qué no dejas de ser gay?’”.
Es la misma pregunta que hacen varios pastores religiosos ugandeses, que afirman que se puede dejar de ser gay porque se trata de un trastorno, de una desviación. De vuelta en el centro de Kampala, el pastor Solomon Male recibe al periodista en su pequeño y sobrio despacho. Male, toda una celebridad en Uganda por su cruzada en contra de la homosexualidad en las radios, televisiones y periódicos locales, se muestra muy simpático, es extremadamente educado y correcto y no deja de sonreír.
“Nuestra campaña no es contra los homosexuales sino contra la homosexualidad, nadie nace homosexual, es una mala práctica, un vicio”, comienza a explicar. “Queremos que nos entiendan, porque los periodistas vienen, me entrevistan y luego retuercen los hechos”, dice educadamente y sin perder la sonrisa ni un solo momento. Y continúa: “Hay homosexuales que trabajan con la prensa internacional para dar una mala imagen de mí y, ¿sabes por qué?, porque si dicen que están siendo acosados o agredidos, así pueden conseguir un visado para irse a algún país occidental.”
Con su perenne sonrisa, Male aguarda unos segundos en silencio tras hablar y mantiene la mirada fija en su interlocutor, atento a cualquier reacción, para después seguir defendiendo su propia persona. “Yo estoy opuesto a esta nueva ley, no la necesitamos, la homosexualidad ya es ilegal en Uganda, el problema es que el sistema no funciona y no se hace justicia a las víctimas”, asegura.
Male, que se dice opuesto a la pena de muerte, continúa defendiéndose a sí mismo. “Aunque odio la homosexualidad, yo soy una persona que puede hablar con los homosexuales, les digo que se trata de una adicción y que pueden salir de ella”.
Su sistema de ‘curación’ consiste en tres simples puntos: “Uno, tienen que darse cuenta de que lo que hacen está mal. Dos, entonces los asesoramos psicológicamente en su dolor, algunos están traumatizados, otros tienen problemas en sus anos o vaginas. Y tres, los envíamos a que reciban el tratamiento médico adecuado.”
Male dice haber curado a muchas víctimas que habían acudido a él en busca de ayuda. Entonces saca su teléfono móvil, busca en los contactos: “Mira, ‘hom’ significa ‘homosexual’”, dice mientras recorre varios contactos con el prefijo ‘hom’. Entonces señala un nombre: “Este chico fue sodomizado cuando era niño y entonces pensó que no estaba tan mal: ¡se convirtió en un adicto!, y empezó a hacerlo también él, a sodomizar a sus amigos. Pero después de que lo asesoráramos psicológicamente, lo dejó y ahora forma parte de nuestro equipo y combate la homosexualidad”, concluye con evidente satisfacción.
Según Male, el problema es que los homosexuales acaban siempre forzando a otros y convirtiéndolos en adictos. Entonces, los gays con dinero corrompen el sistema para que no se haga justicia y los que aún no tienen dinero buscan el apoyo internacional para enriquecerse.
“Para muchos, la homosexualidad es un negocio. La comunidad gay internacional financia el activismo gay en Uganda y muchos homosexuales, que no tienen trabajo, dicen que se les acosa y persigue para así recibir dinero. Pero lo que no cuentan a la comunidad internacional es cómo se acuestan con menores o los fuerzan o sodomizan a otras personas”, describe sin perder su sonrisa.
Y, hablando de hacer negocio, añade: “Si quieres entender realmente y en profundidad el problema de la homosexualidad en Uganda, tienes que comprar este informe”, por el que pide 50.000 chelines (unos 15 euros) y sobre lo que insistirá varias veces durante la entrevista y cuando nos despedimos. Muestra entonces su libro de visitas, en el que la mayoría de los últimos firmantes son periodistas internacionales.
Tras varios intentos de contactarle, Martin Ssempa, otro pastor ugandés muy conocido por su actividad pública contra la homosexualidad, responde por teléfono que, ante el acoso de la prensa internacional, ha decidido no volver a hablar con los medios hasta que la ley sea aprobada o rechazada en el parlamento.
Desde que saliera a la luz la Ley contra la Homosexualidad, la cobertura del tema por los medios internacionales y las diferentes reacciones e intervenciones de la comunidad internacional han marcado la pauta del debate en Uganda.
Todas las partes, activistas pro derechos de los homosexuales, gays anónimos, políticos y pastores religiosos se adaptaron y trataron de obtener el máximo beneficio de unos periodistas que, en ocasiones, aterrizaban por primera vez en Kampala, pasaban unos pocos días y volaban escandalizados a sus países de origen tras escuchar unas historias por ambos lados que no tenían posibilidad de contrastar. Algunos activistas insisten en ser entrevistados en restaurantes u hoteles caros, a veces hasta aparecen con amigos, y luego esperan que sea el periodista el que pague la cuenta.
Lo que no niega que Uganda es un país profundamente homofóbico. Es difícil mantener un diálogo razonado con la gente de la calle, para quien la homosexualidad es un pecado y un vicio importado de occidente. Alguien percibido como gay será discriminado, posiblemente insultado y en algunos casos agredido físicamente. Para la mayoría de los homosexuales, que no cuentan con la confianza en sí mismos y con el físico imponente de Long John, el sentimiento puede llegar a ser realmente opresor.
Pero al mismo tiempo, poca gente de la calle parece apoyar el extremismo de la propuesta de ley excepto en los casos de violación, independientemente de que el agresor sea homosexual o heterosexual. Para la mayoría de la gente, “habría que reeducar a los gays”, en la línea que argumenta el pastor Male. Si la ley es aprobada, y aunque no incluya la pena de muerte, sería la institucionalización más extrema de un régimen de miedo.
Es de noche y Saphos, un pequeño bar alejado del centro de Kampala, está prácticamente vacío. Llamado así en honor a Safo de Mitilene, la poetisa de la antigüedad griega convertida en símbolo del lesbianismo, un par de banderas arcoiris completan las referencias a la homosexualidad. Finalmente, aparecen unos pocos clientes y, entre ellos, Vicky, que también es activista a favor de los derechos de los gays. “Bueno, qué podéis hacer por mí, cómo podéis ayudarme, porque lo que me gustaría es desaparecer”, dice con seriedad.
Vicky lleva vaqueros, una camisa negra y una gorra negra bien encasquetada que oculta su pelo en trencitas. “La muerte de David nos aterrorizó. Cuando un hombre te decía por la calle, ‘Yo te enseñaré cómo ser una mujer’, te lo tomabas a la ligera pero, tras el asesinato de David yo creo que cualquier cosa puede pasar”, dice mientras fuma, bebe cerveza y habla con agresividad.
Aunque las víctimas raramente hablan de ello, sí ha habido unos pocos casos documentados de las llamadas “violaciones correctivas”, en las que hombres normalmente jóvenes violan a chicas lesbianas para “enseñarles a ser mujer”.
Vicky bromea y dice que su foto no apareció en Rolling Stone sino que aparece en las páginas de deportes, ya que es miembro del equipo nacional femenino de rugby. “Pero, después de que Rolling Stone publicara que los gays querían recrutar un millón de niños, un día iba por mi calle y llevaba de la mano al niño de unos vecinos y entonces otros vecinos empezaron a señalarme y a gritar: ‘¡Hey, cuidado, alejad a vuestros hijos de ella, es una lesbiana!’ Llevé al niño con su madre y me fui directa a casa, me sentí completamente humillada”.
Dice que su forma de vestir la delata como lesbiana, pero que no piensa cambiar. “La última vez que llevé falda fue en el instituto”, recuerda con la primera sonrisa de la entrevista.
Antes de irse a otro bar en el que ha quedado con su novia, “a la que le da miedo venir a Saphos”, Vicky, como Long John, Brian Nkoyooyo y otros activistas entrevistados, rechaza las alegaciones de que sus organizaciones se aprovechan del dinero que la comunidad internacional invierte en ellos y asegura que van a continuar trabajando. “Somos vociferantes, sabemos hacer ruido y no queremos aguantar más esta mierda”.
Pero todo esto pasa en Kampala. Fuera de la ciudad, en zonas más rurales la situación es distinta.
Robert, que en realidad no se llama así, ejemplifica la realidad de la gran mayoría de ugandeses gays, que prefieren no participar del escándalo mediático. “Estos días, Kampala me da miedo, me daría miedo estar allí”, dice mientras paseamos por el pueblo en el que se ha refugiado.
Robert es un joven atractivo, tiene cuerpo de deportista y lleva una fina perilla que contrasta con su sonrisa infantil y melancólica. Vivió un tiempo en Kampala, donde compartía una habitación con Long John y otro chico. John los apoyaba, compraba la comida, les daba dinero. Robert estudiaba y trabajaba de camarero, pero no le pagaban porque le decían que estaba ganando experiencia. “A los vecinos les decíamos que éramos hermanos, no nos parecíamos físicamente pero lo decíamos igual. Salíamos de fiesta casi todas las noches, era una vida alocada, la echo de menos, y les echo de menos a ellos”.
“Pero tengo miedo, oigo historias, dicen que quieren matar a los gays… Si mataron a David, que era famoso, a mí podrían matarme y mi cuerpo sería simplemente un cadáver más. Ahora estoy de incógnito, aquí nadie me conoce.”
“Echo de menos tantas cosas de vivir en Kampala… Pero creo que allí la gente sabe que soy gay. Es mejor que me quede aquí, mi vida es más importante que vivir en Kampala”, dice de forma pensativa y luego vuelve a sonreir y comenta que para él es una liberación, un gran alivio poder estar hablando abiertamente sobre sí mismo.
“Ya no estoy en contacto con mis amigos de entonces, prefiero estar solo, ya ni siquera uso Facebook. Y si tengo la oportunidad, me gustaría irme a otro país”, asegura.
En este pueblo, Robert ha vuelto a trabajar de camarero, aunque ahora sí recibe un pequeño sueldo que le permite pagarse su propia habitación, cerca de donde vive su madre. “A veces creo que se lo imagina, pero no tiene pruebas y para ella debe ser duro. Una vez me preguntó que si tenía algo que decirle, pero sé que caería enferma si se lo cuento, así que le dije, ‘Estoy bien, mamá, no me pasa nada’.”
La Ley contra la Homosexualidad fue el detonante que puso a Uganda en el radar de la comunidad internacional como un país homofóbico y, de hecho, es su expresión más extrema. Pero se trata, precisamente, de la consecuencia de una situación que se fue creando durante años y que obliga a la mayoría de los homosexuales ugandeses a vivir ocultos. Y no parece que esta situación vaya a cambiar independientemente de que la ley se rechaze o se apruebe sin la pena de muerte.
“Ya sé que no es buena, la soledad, pero me gusta, me siento cómodo, seguro. No tengo muchos amigos, estoy solo, pero estoy a gusto”, dice Robert mientras sonríe con tristeza.
*Lea el reportaje original en Periodismo Humano