Por Edgardo Rodríguez Juliá
Mi recuerdo más remoto de estos oficios, de la escritura que hoy examinamos, fue descubrir la obra de mi tío abuelo, Ramón Juliá Marín. Esto ocurrió cuando apenas era estudiante universitario y soñaba con ser escritor. Aquella vocación que vi en Juliá Marín, la del cronista de actualidad, cámara Kodak en mano, y que escribía para la revista Puerto Rico Ilustrado a la vez que componía sus novelas sobre aquel Puerto Rico de comienzas de Siglo XX, convulso por una guerra reciente y múltiples transformaciones sociales y económicas, eventualmente se convirtió en paradigma, también profecía de mi propio esfuerzo literario.
De aquí saltaré a mi primera asignación periodística. Ya había escrito El entierro de Cortijo y Las tribulaciones de Jonás, dos crónicas cuya originalidad sorprendió a buena parte del público lector de aquel entonces, con su combinación de reportaje periodístico y reflexión ensayística, atención novelística a los detalles y un sentido de lo singular del acontecimiento narrado. Celeste Benítez, que en aquel entonces dirigía el periódico El Reportero, me animó a escribir una crónica sobre la visita de Juan Pablo II a San Juan. La escribí y se publicó la semana siguiente del suceso, señal de que el cronista se inclinará más hacia la reflexión sobre el significado de los hechos que al mero informar sobre los mismos. El entierro de Cortijo lo escribí en una semana y no tardó en publicarse, lo mismo que Las tribulaciones de Jonás, aunque éste fuera un libro más complejo, y que intentó, no sólo narrar el entierro de Muñoz Marín, sino también una semblanza del caudillo. Estas dos crónicas, que no fueron concebidas para aparecer en un periódico, fueron las que me llamaron a la atención de Celeste Benítez. También publiqué con El Reportero lo que eventualmente se convirtió en mi libro Puertorriqueños. Aquel libro de anécdotas, ficciones, semblanzas y figuraciones en torno a las fotografías de todos nosotros, fue publicado en entregas diarias durante un mes, algo que me enorgullece, esfuerzo quizás único en la historia del periodismo y la literatura puertorriqueñas. Con esta publicación me llovieron críticas y amenazas de demandas. Todo el mundo se sintió aludido, desde mi parentela hasta maridos encuernados, pasando por veteranos de Corea. Celeste Benítez fue valiente y jamás me censuró.
Hacia mediados de los años ochenta, Carlos Castañeda me llamó para colaborar con El Nuevo Día. Intentaba fundar una revista para El Nuevo Día, pensaba que mi trabajo en Las tribulaciones de Jonás, libro que él admiraba, se ajustaba al tipo de periodismo cultural y literario que interesaba para esa revista. De primera instancia, mi relación con Castañeda fue algo difícil, el proyecto se frustró por un tiempo. En 1987 volvieron a llamarme. Esta vez fue José Luis Díaz de Villegas, el cofundador, justo a Castañeda, de ese periódico que ha tenido múltiples cambios de tono, formato y hasta función social. Empecé mi colaboración publicando un fragmento de la crónica que había escrito sobre mi visita a Río de Janeiro. Siguieron otras sobre el tema playero, más adelante reunidas en el libro EL cruce de la bahía de Guánica. Recuerdo una, sobre los distintos grupos y clases sociales de la playa de Isla Verde, que mereció elogios de Gloria Leal, la fundadora y directora del suplemento llamado Por Dentro. Su entusiasmo me dejó perplejo. Elogio de periodistas es seña de escritura efectiva, no sé si de literatura profunda.
De esta manera, El Nuevo Día me publicó crónicas que concebí y escribí por mi cuenta. Esas crónicas alentaban mi carrera en el periodismo a la vez que se hacían apetecibles para su publicación en forma de libros. También comencé a publicar —ya en un sesgo de periodismo cultural— ensayos literarios sobre narrativa, plástica e historia; éstos aprendí a recortarlos, propiamente editarlos, siguiendo comentarios de José Luis. Aprendí el hábito de la edición y la ambición de ser conciso. Aparte de Carmen Rivera Izcoa, editora de Ediciones Huracán, quien se atrevió a publicar Las tribulaciones y El entierro, José Luis fue mi primer editor verdadero. Hubo dos trabajos en mi colaboración con José Luis y la revista Domingo, en aquel entonces suplemento dominical de El Nuevo Día, que me llenaron de satisfacción literaria. José Luis las sufrió por la extensión, no cesaba de protestar y me amenazaba con que aquella sería la última entrega que aceptaría, a la vez que siempre apostó a mi talento y seriedad en el oficio; me refiero a dos crónicas largas escritas especialmente para El Nuevo Día y que aparecen en el libro Caribeños. Una trata sobre el Faro a Colón en Santo Domingo, inaugurado en 1992 durante el Quinto Centenario. La otra fue mi visita a Martinica en ocasión del cumpleaños ochenta del gran poeta de la negritud y político, Aimé Cesaire. Otras crónicas que recuerdo con especial cariño fueron la que escribí para la Gran Regata, de ese mismo año 1992, y la de la Serie del Caribe de 1995, la del llamado “Dream Team”.
Hoy por hoy reviso esas colaboraciones y me asombra que fueran publicadas en aquella revista. Fue un momento único para mí y también para el periódico. Esa revista tuvo artistas gráficos que ilustraron o aclararon, con imágenes memorables —casi todas acuarelas—, la precisión o la vaguedad de mis palabras. A Stanley Coll, el propio José Luis Díaz de Villegas, a Juan Álvarez O’Neill y a José Luis Díaz de Villegas Freire, hijo del editor, les tengo una especial gratitud. A los pocos años de estas colaboraciones entre escritores y artistas El Nuevo Día cesó de usar ilustradores para su revista, al menos, no con tanta frecuencia. Se cerró así un gran capítulo, pocas veces reconocido, en el periodismo puertorriqueño y latinoamericano. Cuando los colaboradores eran de la calidad de Carlos Fuentes, Julio Ortega, Mario Vargas Llosa, Mayra Montero, Severo Sarduy y los ilustradores eran los arriba mencionados, aquella revista era honra para la vida cultural del país. Es por ellos que en la colección de mis trabajos periodísticos, que he donado a la Universidad del Turabo, también he querido testimoniar, con la inclusión de estas obras plásticas, ese gran momento de la revista Domingo de El Nuevo Día. Trabajar, colaborar con tanto talento fue para mí un privilegio. Publicar ensayos nada académicos, aunque sí ambiciosos, en aquel periódico —casi todos recogidos en la colección Musarañas de Domingo—me representó críticas de parte de mis colegas universitarios, poco inclinados a reconocer la valía de un intelectual público, o mediático. De hecho, algunos compañeros universitarios argumentaron que esa obra periodística, que obviamente consideraban de poco valor, no fuera tomada en cuenta para mis promociones académicas.
Las crónicas gastronómicas que aparecieron bajo el título de Fondas, friquitines y lechoneras, exasperaron hasta a algunos de mis amigos y colegas más solidarios, insinuándome que malgastaba así mi talento. Para mí fue una oportunidad única de lograr, junto a José Luis, quien creó toda esa cultura gastronómica que hoy en día es “marca” de ese periódico , una semblanza del entorno social donde ocurre la gastronomía popular y, sobre todo, una descripción de los platos, de la comida antillana y puertorriqueña.
Mis últimas crónicas en El Nuevo Día fueron las de la serie titulada Guaynabo City Blues, donde reseño la vida suburbana y barrial de ese Guaynabo donde se entrecruza lo rural con la pretensión B.M.W. La serie no cayó bien entre la gerencia del periódico, hubo incomodidad y a veces censura, la tonta prohibición de que usara en mis crónicas la palabra “guaynabito” casi me convenció de que mis crónicas periodísticas ya estaban demás.
En los últimos años me han domeñado a esas “columnas de opinión”, tan lejos de lo que siempre quise hacer en el periódico. Las sobrellevo con resignación y humor, a veces me divierten, otras me obligan a repensar mi talento, en algunas de ellas me encuentro excesivamente alejado de mi ambición literaria; esto último jamás me pasó con las crónicas, que para mí fueron una forma novedosa de hacer literatura sin los solemnes ropajes que evocan los géneros tradicionales, es decir, la escritura monda y lironda aunque elocuente, efectiva en su economía de recursos, sin la vigilancia de los profesores de literatura o la crítica, o, peor, los teóricos; buscaba la literatura en el placer de narrar y reflexionar cualquier escena. Eso fue para mí la crónica periodística. Ahora he caído en el reino de lo que llamaba Juan Manuel García Passalacqua la “opiniocracia”, quizás la última variante de la convicción puertorriqueña de que todos somos importantes.
Mientras tanto, en Latinoamérica hay un resurgimiento de la crónica, finalmente revalidado como género. Se organizan congresos dedicados a este género que para mí —asunto curioso— siempre fue menor, porque para que una crónica tenga verdadero arte debe contener la astucia narrativa de la novela, la precisión en los detalles del cuento y las epifanías sorprendentes del ensayo. La Fundación Gabriel García Márquez para el Nuevo Periodismo ha sido responsable de provocar esta revaloración de un género a veces menospreciado del todo.
En un reciente congreso sobre la crónica y el siempre peligroso periodismo que se practica en Latinoamérica, descubrí mucho sobre esa nueva frontera que es el periodismo digital. Finalmente se me aclaró el propósito de un “blog” y las supuestas bendiciones del “Twitter” para crear un estilo recortado y preciso. Todavía no tengo claro como un novel escritor de revista o periódico digital puede recibir los beneficios de un editor que vele por la coherencia y extensión de su escrito. Siempre me ha parecido que el riesgo de la escritura digital es la autoindulgencia, la falta de disciplina en la edición de los trabajos; tal parece que más que el papel la computadora lo aguanta todo. Pienso que, al menos por ahora, los criterios de novedad valen más que los de calidad. En un mundo donde cualquiera escribe, el verdadero escritor, o periodista, revalora su oficio. Hoy por hoy cualquier cámara de celular es capaz de sacar fotos de gran calidad. Ya desde los años en que se estableció el fotómetro automático, las cámaras están a prueba de los malos fotógrafos. Quizás fue esa la razón para que Cartier Bresson abandonara la fotografía e intentara el dibujo y la pintura.
Este texto se presentó recientemente durante el Ciclo de conferencias sobre Literatura y Periodismo (Literatura y periodismo: historia de una relación), auspiciado por el Ateneo Puertorriqueño. El autor es un reconocido escritor puertorriqueño y profesor jubilado de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras.