
Mientras que en provincia los signos de progreso la hacen más humana, la capital se deshumaniza con la abundancia progresista. Las telecomunicaciones, el asfaltado y el transporte le dan armonía a la provincia mientras que a la urbe se le descosen las costuras de una máscara selvática, además hinchada de sobrepoblación. Es el caso de la Ciudad de México que personifica a todas horas -con especial mención durante las mañanas- un tránsito complicado en sus calles. Impericia, stress, abundancia, violencia, frivolidad y todo ello tan evanescente y lábil conforma el día a día de la urbe. Llegar del punto A al B puede ser un infierno. Sin garantías más allá de un seguro de cobertura total y el cinturón de seguridad dos personas suben al automóvil. El conductor, José y el copiloto, Juan. Inician el recorrido de casa al trabajo. Un trayecto que en situación normal podría ser de 20 minutos puede aumentar hasta un 300% en tiempo. La agudeza al conducir es la mejor forma para no resignarse a estos inconvenientes, pero incluso Jason Statham en The Transporter se vería en problemas. Recorren una calle con luz verde, ágilmente. De improviso un taxi avanza en perpendicular ignorando el stop que le marca el semáforo. Chillan los neumáticos de ambos coches. Es entonces que José hace una maniobra de sobrevivencia, rodea al taxi, pero el coche se impacta con una banqueta y da un vuelo bajo diagonal hasta estrellarse en el suelo. El auto se detiene. El taxi, incólume y asistido por una pasada elegante, decide fugarse. En los alrededores hay silencio que se abre en gritos de furia. José y Juan están dentro del carro, pero se quitan los cinturones de seguridad. Persiguen al taxista. Suenan la suela de los mocasines sobre el asfalto. Acaso el recorrido es de 500 metros a toda velocidad cuando de repente una pick up desconocida toca el claxon estruendosamente con ritmo. Acelera y se une a la persecución. Juan regresa por el camino, José sigue al taxi y junto a este, la pick up. Juan regresa al coche que parecería tener la suspensión destrozada. No puede moverlo sino hasta minutos después cuando una grúa lo remolca. La calle repleta de coches, molestias, gritos y comprensión erosionada se mezclan. Es común que el mexicano haga alianzas producto del infortunio: temblores e inundaciones así lo demuestran. La gente le dice a Juan: -¿Está bien? ¿No quieres un té, una coca light? -Es un hijo de la chingada, ¡yo vi que se pasó el alto! El jurídico de tu seguro lo va a atorar por darse a la fuga. -Estas son las placas (le entrega un papel con la matrícula en manuscrito), era un anciano quien manejaba. -¡Clama a Dios!, sólo Él es el justo -¿Tienes celular? Porque si no, usa el mío. No pasan muchos minutos cuando ha vuelto José, a pie. Por una calle adyacente arriba el taxista con un copiloto uniformado de policía. Al taxista lo detuvieron adelante. La pick up le cerró el paso y en un arrebato de furia calculaban molerlo a golpes. “Casi se mata el chavo por tu culpa, cabrón”, le dicen. El conductor del taxi, un anciano regordete de setenta y pico años pedía tranquilidad. Fue entonces que llegó la policía. Hay reclamos calmos de los afectados. ¿Por qué se pasó el alto y además huye?, le reclamaron José y Juan. El anciano finge no escuchar. Más tarde llegarían ajustadores de los seguros automotrices. La gente de la periferia ha visto qué sucedió, pero el dictamen es absurdamente irreversible. “Ya que no hay contacto, el taxista no tiene la culpa”, aunque se haya pasado la luz roja, es sólo una imprudencia. Es claro que de no virar el volante José habría golpeado la puerta del taxista. O también, de haber seguido de frente el taxista pudo haber golpeado la puerta del copiloto. En cualquier caso hipotético la consecuencia sería fatal. Fuera del daño material no hay nada más que lamentar salvo los marcos normativos de los peritos para la interpretación de los siniestros al volante. El responsable se pasa la luz roja, se le esquiva, se genera un accidente, se da a la fuga, ¿y nada tiene que purgar? México lindo y querido, ¿hacia dónde vamos?