Resulta que hay infinitos más grandes que otros. Eso concluyó Luis Felipe Lomelí, mexicano, ingeniero, escritor, físico. Nació en Monterrey, pero ha vivido en todas partes: China, Suráfrica, Estados Unidos. No en balde es autor de uno de los microcuentos más bellos –y breves– escritos en lengua española. Cuesta no citarlo.
El emigrante
–¿Olvida usted algo?
–Ojalá.
Al país llegó invitado para formar parte del Festival de la Palabra que culminó este pasado domingo. El mexicano tuvo a su cargo una clase magistral sobre el microcuento, Lo pequeño es infinito, en la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras, que, más que clase, se convirtió en una conversación sobre las pulsiones que gatillan, a su parecer, este género antiquísimo.
Así, pues, ubicó sus raíces en China y el resto de Oriente, de donde además provienen los haikús de maestros como Matsuo Bashō o Ueshima Onitsura. En ese sentido, de la poesía se desprende la tradición que siglos más tarde Occidente adoptó. Sobre todo, destacó, gracias a la revista mexicana El Cuento, fundada en 1939, y que impulsó esta forma breve a mediados del siglo pasado.
Aunque su obra principalmente se compone de libros de cuentos y novelas (Ella sigue de viaje, Cuaderno de flores, Indio borrado), o precisamente por ello, hizo la salvedad de no ser un teórico ni mucho menos sobre el género. En cambio, sí trazó tres categorías en las que es posible dividir al microcuento, echando mano de conversaciones con sus amigos escritores Ana María Shua y Alberto Chimal.
De este modo, Lomelí propuso el microcuento fractal, único e inmediato. El primero, como la teoría fractal, lo conforman varios microcuentos donde cada uno se desgrana del anterior, pero concatenados a la idea mayor. Caza de conejos, del uruguayo Mario Levrero, o Efectos de circo, de la argentina Ana María Shua, son ejemplos fractales, según Lomelí. “En ellos, el universo se expande”, dijo. El único, por su parte, sería el más similar al haikú, por epifánico y eterno. El inmediato, por último, se asemeja al microcuento que se aboca a un golpe de efecto o que para ser entendido a cabalidad es necesario un marco referencial preciso.
Si en nuestro país se practica más el cuento inmediato, anclado en fábulas, y en el diálogo con la tradición occidental, Lomelí dejó entrever que prefiere el que define como el único. Así, pues, usó de ejemplo un texto del mexicano Juan José Arreola para dibujar su querencia a este tipo de microcuentos. Cuesta no citarlo.
Cuento de horror
La mujer que amé se ha convertido en fantasma. Yo soy el lugar de sus apariciones.
Según Lomelí, en el cuento de Arreola el infinito es más grande que en otros que se valen del humor o el efectismo. A su parecer, el texto de su compatriota tiene eso que llamó “mayor cardinalidad”, que no es otra cosa que la hondura o cantidad de posibles interpretaciones que posee un texto. Ese puente o ventana al infinito, similar a la epifanía que provoca el haikú, es lo que nos interpela a imaginar más y mejor. “Esa epifanía nunca es la misma, y además, no es la misma en uno mismo conforme pasa el tiempo”, dijo con tino. Él, que nos ha regalado también el infinito.