En el imaginario tradicional gitano, la mano izquierda era aquello con lo que nacemos y la derecha lo que hacemos con ello. A la pintora Lita Cabellut (Barcelona, 1961) le habría resultado difícil mirarse a las palmas de las manos antes de cumplir los trece años de edad y creer en el destino que le aguardaba a esta niña de la calle oriunda del barrio barcelonés de El Rabal, abandonada por su madre prostituta a los tres meses de su nacimiento.
La familia a la que la niña fue dada en adopción la llevó de viaje a Madrid, y en el Museo del Prado Lita tuvo una de esas epifanías vocacionales tan frecuentes en temperamentos artísticos como el suyo. La pintora no ha parado de pintar desde entonces a los desarrapados de la sociedad hasta convertir sus obras en alegatos de humanidad, retratos de una fuerza desgarradora que dejan de una pieza. Rescatada de su particular Nilo, gracias a sus padres adoptivos Lita pudo estudiar en la prestigiosa Rietveld Academy de Amsterdam y cumplir aquello con lo que soñó cuando plantada ante un cuadro de Rubens exclamó: “Mamá, yo quiero pintar”.
Europa contra sí misma
La historia de Lita ayuda a comprender el expresionismo ardiente de sus retratos, que pueblan en su mayoría personajes marginales, como si sus obras fueran la mano amiga que una vez le tendieron a ella. A la pintora no se le escapa la difícil situación por la que atraviesa la etnia gitana a la que pertenece, la mayor minoría étnica de la Unión Europea (UE), con entre 10 y 12 millones de europeos y los comportamientos discriminatorios que se han dado en los últimos tiempos dentro de la UE. Sus palabras son penetrantes, como la mirada de sus retratados y la suya propia: “Es poner toda la atención en aquello que no está cerca de nuestro medio social. Es un método para confundir y esconder las carencias que padece ese momento histórico. Creamos guerras en otros continentes o acusamos a los habitantes fuera de nuestras manzanas. Normalmente, son los pueblos con otras tradiciones y otros modales de vida”.
'Cantaor flamenco' (L. C.)
El caldo de cultivo de la crisis ha hecho reaparecer antiguos prejuicios y procederes que se creían erradicados. La decisión por parte del Gobierno de Sarkozy de expulsar el pasado año a cientos de gitanos rumanos, siguiendo la cruzada antigitana que Berlusconi iniciara en 2008, supuso para muchos un retroceso en el proceso de construcción europea que atentó contra la idea integradora que recoge el artículo Artículo II-81 de la Constitución de la Unión: “Se prohíbe toda discriminación, y en particular la ejercida por razón de sexo, raza, color, orígenes étnicos o sociales, características genéticas, lengua, religión o convicciones, opiniones políticas o de cualquier otro tipo, pertenencia a una minoría nacional, patrimonio, nacimiento, discapacidad, edad u orientación sexual”. La expulsión colectiva fue defendida por el presidente español, José Luis Rodriguez Zapatero y la canciller alemana Ángela Merkel, entre otros mandatarios.
El secretario de Estado francés de Asuntos Europeos, Pierre Lellouche lamentaría después de la decisión que Rumanía no hubiera dedicado los fondos europeos que ha recibido estos últimos años para favorecer la integración de sus gitanos, ni que hubiera presentado planes para hacerlo ante las instituciones europeas. Según Lellouche, al menos la crisis está sirviendo para “hacer estallar la burbuja de hipocresía europea” acerca de los gitanos. No obstante, para muchos la tenue respuesta de Bruselas, que pese a sus advertencias desistió de abrir un expediente a Francia, refleja la debilidad institucional a la que deberá hacer frente Europa en un mundo globalizado que exige de políticas sociales, económicas y políticas más cohesivas para no poner en peligro uno de los entornos de derechos y libertades más sólidos del mundo.
Lita expresa así su reacción frente al éxodo obligado de sus congéneres franceses: “Terrible, es la voz oscura de la ética. Es el brillo opaco ciego que impide la visión de lo bello. Es el hilo que estrangula las venas de la creación y del intelecto, es el veneno que venden los políticos y toman los ignorantes”.
Mi hogar, mi muro
En Rumanía, el país con mayor número de gitanos, 535,000 gitanos según cifras oficiales y dos millones según las extraoficiales, es el grupo social más golpeado por la pobreza. Sólo un 15% de la población de gitanos de Rumanía tiene trabajo a jornada completa y recibe un salario que posibilite una vida decorosa. Casi un 70% de ellos viven en extrema pobreza, según la definición del Banco Mundial (BM), con ingresos inferiores a 4,30 dólares por día. En Europa oriental, la mayor parte del crecimiento urbano es resultado de la migración desde zonas rurales empobrecidas. Empujados fuera de las zonas rurales por la pobreza y la escasez de servicios públicos, son atraídos hacia las ciudades con la esperanza de obtener empleo y el acceso a la educación y los servicios de salud.
'Frida' (L. C.)
Una vez que han llegado a las zonas urbanas, los gitanos se estrellan contra una realidad de exclusión económica. La escasa formación y cualificación profesional que han recibido muchos de ellos, les empuja a desempeñar trabajos mal remunerados, cuando no se incorporan a la economía paralela vendiendo verduras y frutas, ropas de segunda mano o artículos usados. A eso se suma el problema de que la mayoría no poseen ningún tipo de documentación. Dado que suelen tener familias numerosas y pocas fuentes de ingresos, se ven sumidos cada vez más en la pobreza y las privaciones. No hace falta irse al Sur, a algún país subdesarrollado, la pescadilla que se muerde la cola sin llegar a quebrar nunca el ciclo de la pobreza está también dentro de las fronteras de la Unión Europea.
Sigue leyendo en Periodismo Humano