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Una vez se sirvió la medicina amarga y se precisó el número de transicionados, comenzó el proceso de mitigación de la deteriorada imagen pública del Gobierno mediante una caravana de entrevistas cara a cara con Luis Fortuño. El primer ejecutivo y sus asesores, quizás conscientes de sus carencias como actor político, prefirieron evitar el escenario de una rueda de prensa repleta de periodistas deseosos de llamar las cosas por su nombre y de contrastar las posiciones del Ejecutivo con relación a un tema tan delicado, antipático y complejo como el despido masivo de empleados públicos como la primera solución para la maltrecha economía. Evidentemente partieron de la premisa de que un espacio controlado por un staff de prensa, que también suele negociar los tiempos de duración de las entrevistas y, a veces, recomienda a los interlocutores que tendrán parte en el rito mediático, es menos peligroso. Es cierto que la administración de la visibilidad a través de los media es una actividad que se ejerce no sólo en los períodos de intensa actividad política de las campañas electorales, sino también como parte del día a día del verdadero negocio de gobernar. Ejercer el poder supone una presencia pública coherente. No hacerlo coloca al mandatario en una situación de fragilidad continua ante el acecho de indiscreciones, arrebatos, tiros por la culata, filtraciones o escándalos. Sin embargo, la modalidad del media tour y las entrevistas cara a cara, usualmente llevadas a cabo en un margen de tiempo muy limitado y con unas agendas temáticas muy señaladas, también puede pasar factura debido a que se corre el riesgo de caer en la banalidad, los automatismos y la redundancia. Exactamente lo mismo que ocurre con muchas celebridades cinematográficas que se prestan para larguísimas jornadas de entrevistas como parte del mercadeo de su próximo filme. Cambia el periodista pero el mensaje es fundamentalmente el mismo. Por otro lado, estos formatos dan poco margen a la espontaneidad y/o la improvisación del gobernante, situaciones en las que, si se cuenta con inteligencia verbal, se pueden salvar muchas crisis, ganar confianza y fortalecer la credibilidad. En ese sentido la apuesta por el video grabado con la reacción de Fortuño tras el anuncio de los despidos masivos –repetitivo y superficial- cortó desde el saque la posibilidad de la comunicación y el remedio resultó ser mucho peor que la enfermedad. En las tertulias radiales y en algunas notas periodísticas hemos escuchado o leído que este gobierno tiene un profundo problema de comunicación: no ha sabido explicar sus planes y presentar los argumentos que los justifican; por el contrario, proyecta inseguridad, improvisación, distancia (clasista) e insensibilidad. Rafael Lama, editor de Negocios de El Nuevo Día, lo manifestó en la edición del domingo 27 de septiembre: “una regla básica es informar a tu público interno sobre los cambios que vas a hacer y luego informas a tu público externo. Cómo es posible entonces que el viernes a la 1:30 pm se estuviera anunciando el despido de casi 17,000 servidores públicos, cuándo muchos de ellos aun no habían recibido sus cartas de cesantía”. Comunicar es interactuar, provocar el diálogo honesto, veraz y transparente. Y no asumir que el ejercicio del poder político tiene lugar en una arena cada vez más abierta a la mirada y que debe estar lejos de la mentira y el secretismo puede ser fatal: debilita la confianza en el gobierno y puede alentar la sospecha y el cinismo que mucha gente siente hacia los políticos y las instituciones.