Hace doce años, a mi hermana mayor le ofrecieron un trabajo en Boston. ‘‘Me voy, pero volveré’’, fue la frase que utilizó para disculparse. Nunca volvió, ni para vacacionar, aunque en sus años como activista universitaria se la pasara pregonando la importancia de no abandonar el País durante la crisis. Pero no la culpo. Rubí merecía ejercer su carrera con aspiraciones a un sueldo decente.
Ahora yo tengo miedo de abrir la boca. Tengo pavor al Plan de Ajuste, porque si el Gobierno solicita la dispensa que paralizará los aumentos de salario mínimo por los próximos 10 años, no me voy a querer quedar. Después de todo, yo no estudio porque sí. Soy como cualquiera, aunque amo la profesión, necesito un salario que me permita ayudar económicamente a mi madre cuando sus fuerzas no les permitan alzar la tiza de su salón de clases.
Pero eso no es responsabilidad de nadie, solo mía.
Sin embargo, sí tiene que ver con el sistema de gobierno y lo internalicé ayer, mientras salía de mi oficina. Hablaban de cómo Detroit se recuperó del declive económico, convirtiéndose así en un pueblo fantasma, pero sin deuda.
Yo –como de costumbre– le conté mi día a mi madre, con el comentario de los compañeros incluido, pero me llevé una sorpresa en el camino. ‘‘Salió de la deuda, ¡pero se quedó sin gente! ¿Qué es eso?’’, acertó mi mamá.
Conociéndola, estoy segura que habló sin pensar. Mami es una capitalista empedernida. Sin embargo, no le contesté nada. No tengo idea de qué se supone que se diga en esos casos, así que ambas preferimos el incómodo silencio.
Habíamos vuelto al antiguo dilema: ¿El capital o la gente? Escoger la gente significaría quebrantar el crédito y hundirnos en lo más bajo del Mercado. Seleccionar el capital, suponiendo que es algo que se puede elegir y no está impuesto, es olvidar que tenemos sangre en las venas y que las personas no aguantan un impuesto más. Porque yo sé que mi mamá extraña a mi hermana con todas sus fuerzas y que se quiebra al saber que tendrá que ver crecer a sus nietos a través de Facebook.
Ahora sí que quiero llorar.
Más de 144 mil personas abandonaron la isla entre 2010 y 2013. Yo no quiero irme, pero es que Rubí tiene algo de razón. Ella siempre dice que ‘‘el país no es la tierra, es donde está tu gente’’. Y mi gente se va. Somos seis hermanos. Tres viven en Estados Unidos. Los tres habían planeado sus vidas acá, pero las oportunidades son como trenes que solo pasan una vez.
Así que quedarse se ha vuelto una cuestión moral. Esto es un ‘‘lucho o me aviento’’. Para los dos hay que tener coraje. No es fácil dejar a tu familia para construir un futuro en un lugar que no conoces. Sin embargo, es terrible quedarse luchando una guerra que de antemano no parece que vas a ganar.
Pero los dichos y las leyendas cuentan que se puede y no está de más intentarlo.
No obstante, si este patrón continúa, al final de la década habrán emigrado 480 mil puertorriqueños. Lo peor es que eso no es tan solo un censo, es lo que me dicen mis compañeros en la universidad.
‘‘¿Para qué me voy a quedar?’’, es el gran cuestionamiento. ‘‘Termino el bachillerato y arranco’’, continúan. Y yo tengo que tomar una decisión: ¿La patria o el futuro? ¿El reencuentro con mis hermanos o el consuelo entre los que nos quedamos?
Rubí se fue, Esmeralda le siguió los pasos y Marcus hizo las maletas. Quedamos Jan, Kevin y yo: seis hermanos divididos por un océano. Pero yo no los culpo y eso sí da pavor.
La autora es estudiante de periodismo en la Escuela de Comunicación de la Universidad de Puerto Rico. Este texto se produjo para el curso Redacción Periodística II (INFP 4002), que dictó la profesora Odalys Rivera el pasado semestre.