Las flores artificiales son un maquillaje para las lápidas, que en ocasiones también tienen banderas. La puertorriqueña ondea sola, a los militares les corresponde la estadounidense.
Son las 11:00 a.m. –domingo, Día de Navidad– y la funeraria Borinquen Memorial, en Caguas, está abierta. Siempre está abierta, informa Zulma Rivera, la recepcionista. Las 24 horas de los siete días.
Sin embargo, no hay nadie expuesto. Los familiares no desearon pasar un 25 de diciembre velando a quien perdieron recientemente, supone Rivera, quien lleva ocho años trabajando en la recepción de la funeraria.
“Aunque nunca te acostumbras, te tienes que levantar a trabajar”, dice.
Y en su trabajo hay tres momentos que le impactan.
“Lo más que me choca es cuando las familias traen bebés a exponerlos. Otra son los matrimonios de muchos años donde se va uno y el otro viene destruido. Eso yo me lo llevo”, suelta, mientras pone su mano derecha en el corazón.
“Y lo tercero es cuando vienen confinados a ver a un familiar, que entran con cadenas. Se supone que no haya nadie en la capilla. Nadie los puede tocar ni abrazar. Me llaman para que cuando estén entrando, no haya nadie cerca”, suma.
A Rivera le apasiona su trabajo, por incómodo que parezca. Decidió trabajar ahí porque “me gusta ayudar a la gente en ese momento de necesidad”.
Al salir de la funeraria, en medio de las lápidas, está un señor.
“Yo vengo a orar con ella porque ella es mi ángel de la guarda”, concede Félix Rivera Bernart. Todos los domingos, desde hace siete años, visita a su esposa en el cementerio. Dice que es su responsabilidad.
Rivera Bernart –87 años, gorra, camisa amarilla, cejas abundantes– lamenta que “siendo neurólogo y sus hijos siendo médicos también no pudimos hacer nada para salvarla”.
Su alma gemela murió de un derrame cerebral.
Visitarla, para él, es una forma de celebrar lo feliz que fue con ella. Era enfermera. Resulta un poco obvio decir que se conocieron en el hospital.
Luego de 62 años de matrimonio, falleció. Ahora Rivera Bernart se encarga de cuidar su lápida. Confiesa que venir le hace bien. Aunque han pasado varios años, aún la siente en sus sueños. En las noches, a veces, estira el brazo porque cree que está a su lado.
“Pero me doy cuenta de que es una falacia”, menciona.
Cuando ella murió se le quitaron los deseos de vivir. Hoy, se conforma con todo lo que vivieron juntos. Con lo felices que fueron.
Rivera Bernart se marcha. Mientras, llegan tres visitantes más. Un señor acompañado de dos señoras. Buscan el espacio donde están los restos del familiar que ya no está con ellos. Al rato lo encuentran. Cambian las flores viejas por las nuevas. Se despiden. Se van.
Y así, de a poco, llegan más, con flores en las manos. Salen con ellas vacías, pero con rostros conformes de haber pasado un tiempo en ese espacio donde está el cuerpo de esa persona que aún recuerdan. Que aún quieren.
El sol calienta. El viento no deja de mover los árboles. Los pájaros no cesan de cantar. Abejas y mariposas merodean las flores. En el Día de Navidad, allí, donde descansan los difuntos, hay mucha vida.