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Ser cronopio, en las palabras de Julio Cortázar, significa “Contrapelo, contraluz, contranovela, contratardanza, contratodo, contratrabajo, contrafagote, contra y recontra cada día contra cada cosa que los demás aceptan y que tienen fuerza de ley”.
Había llovido en París. La tarde se mostraba solemne y fría. Las nubes se empeñaban en dramatizar el ambiente, como si las visitas al cementerio ya no fuesen desoladoras. Caminaba por la Rue Emile Richard en el lado derecho del Cementerio de Montparnasse. Una cronopio más que visitaba a su creador, al que cobijó a los que se enamoran de la búsqueda bajo ese término que ni el diccionario ha logrado reconocer.
La calle mojada reflejaba luz en un París melancólico donde lo rutinario se vuelve extraordinario para embellecer lo cotidiano. Ese era el París de Julio Cortázar en el que Oliveira, personaje principal de su novela Rayuela (1964), lloraba sólo cuando llovía, diciéndose así mismo que de esa manera nadie se daría cuenta.
Y allí estaba yo, yendo al reencuentro del escritor que me hizo reír imaginando a un hombre vomitando conejitos, aceptar la incesante búsqueda por el otro lado de las cosas y concebir lo fantástico como otra forma de la realidad. Iba –como todo buen cronopio– sin si quiera saber dónde estaba localizada la tumba que comparte junto su última esposa, Carol Dunlop.
Para esos momentos es que sirven los famas, los que todo lo organizan. Así encontré un mapa que resaltaba los sepulcros de personajes ilustres que allí descansan. Entre los numeritos se encontraban Jean Paul Sartre, Samuel Beckett, César Vallejo y el número 25, Julio Cortázar.
Era fácil. Desde mi punto de partida tenía que caminar por la Avenue du Nord hasta llegar a la Avenue Principale donde encontraría el Allée Lenoir. El recuerdo de que visitaría la tumba de Cortázar tocaba la puerta y no podía evitar sonreír, sintiéndome algo morbosa a la misma vez.
Emprendí mi camino por la Avenue du Nord. Las lápidas cada vez se hacían más grandes, más suntuosas. En Montparnasse la costumbre parece ser conservar a toda la familia junta- aún en el más allá- en tumbas que se alzaban como pequeños châteaus. Así entendí que,tal vez, esa costumbre egipcia, algo necrófila, de embellecer a sus muertos no ha desaparecido del todo. Seguir direcciones nunca ha sido mi fuerte, por lo que no me sorprendió, cuando llegué al final del cementerio, no encontrar el Allée Lenoir.
Y es así como entendí que para visitar a un cronopio tienes que comportarte como uno. Debes perderte y no seguir mucho el orden de las cosas. Cuando se visita a un cronopio se encuentran otros igualmente identificados que vienen de diversas esquinas del globo (en este caso, cuatro españoles y dos puertorriqueños) a dejar un ticket de metro, una carta, escribir en su tumba, dar las infinitas gracias. Cada uno leía en voz alta los mensajes y las citas, mientras uno devolvía unas dedicatorias que se habían ido con el viento diciendo: “Hay que devolvérselas para que las tenga en su rayuela en el cielo”.
El legado que dejó Julio Cortázar ha trascendido las barreras del tiempo y la muerte. En una edición de su libro de cuentos Todos los fuegos el fuego, Gabriel García Márquez describió a Cortázar así: “Los ídolos infunden respeto, admiración, cariño y, por supuesto, grandes envidias. Cortázar inspiraba todos esos sentimientos como muy pocos escritores, pero inspiraba otro menos frecuente: la devoción”.
Si no fuese así, no tendría otra manera de explicar la fascinación que siento por un escritor que ni siquiera vivió al mismo tiempo que yo. No hubiesen miles de cronopios que, aun 31 años después de su muerte, siguen visitando su tumba para darle gracias. Como leía una nota en la tumba: “Tu obra es más valorizada que nunca y todo depende de tus fans. Te amamos”.
No es raro. No es casualidad. Es eso que Cortázar llamaba realidad, pero que otros entendían como fantasía. Es ese fenómeno que presenció cuando los jóvenes del mundo entero le devolvían cartas agradeciéndole haber escrito Rayuela cuando él pensaba haber publicado un libro para cuarentones. Es lo inexplicable.
Me agaché para ver de cerca los obsequios de mis compañeros cronopios: una moneda leía “República Argentina”, un ticket de tren desde Barcelona, una carta sellada, un texto de Roberto Bolaño (a puño y letra sobre la tumba). Lo sentí tan presente como si me dijera “Gracias por venir” y tuve ganas de llorar, pero había escampado y las lágrimas ya no se confundirían con la lluvia.