Guatemala, país con unos 13 millones de habitantes, con índices de desnutrición infantil desconocidos en América Latina, con un Estado fallido que se ha confesado incapaz de controlar el norte del país donde los cárteles del narcotráfico hacen, y asesinan, a su antojo. Un territorio donde la violencia callejera estableció desde hace ya una década que una vida no valía nada y el machismo que la violencia de género puede, además de asesinar – casi 600 mujeres sólo el año pasado-, alcanzar unas cotas de brutalidad y ensañamiento aterradoras. Todos estos datos dibujan la imagen internacional de uno de los países con menor influencia política y, por tanto, atención del continente latinoamericano.
Una falta de interés que no es nueva y que se mantuvo durante los treinta años que una guerra civil masacró a su población, especialmente a la de origen maya. Un conflicto en el que las cifras, que son personas con nombres, apellidos, padres, madres e hijos y sueños, como tenemos que recordar a veces para no perdernos en la inmensidad, desbordaron proporcionalmente las dictaduras de Chile, Argentina o Uruguay: más de 200 mil personas fueron torturadas, asesinadas y desaparecidas en más de 600 matanzas, más de 440 comunidades mayas exterminadas y más de medio millón de desplazados para salvar sus vidas.
“La percepción de las fuerzas armadas en torno a los mayas como aliados naturales de la guerrilla contribuyó a incrementar y a agravar las violaciones a sus derechos humanos, demostrando un marcado componente racista de extrema crueldad que permitió el exterminio en masa de las comunidades mayas indefensas -incluidos niños, mujeres y ancianos- a través de métodos cuya crueldad escandaliza la conciencia moral del mundo civilizado” Informe de la Comisión del Esclarecimiento Histórico de la ONU
La violencia contra la población civil fue sistemática, continua y especialmente dirigida contra la población maya con el objetivo de exterminarla, según todas las investigaciones independientes. Por ello, en estos momentos ocho altos cargos, incluido el general y presidente de Guatemala entre 1982 y 1983, Efraín Ríos Montt, se enfrentan a cargos de genocidio, tortura y terrorismo en la Audiencia Nacional en un juicio superviviente de la Jurisdicción Universal aplicable en España antes de la reforma de 2010, a partir que sólo se puede abrir una investigación en aquellos casos en los que esté implicado un español.
Un proceso judicial que comenzó su andadura en 1999 cuando la premio Nobel de la Paz Rigoberta Menchú junto a organizaciones de derechos humanos españolas y guatemaltecas presentaron una querella. Tras doce años y varias décadas de que los crímenes fueran cometidos, las organizaciones Women´s Link Worldwide y The Center for Justice & Accountability han pedido a la Audiencia Nacional que investigue también los crímenes cometidos específicamente contra las mujeres, unos delitos que hasta hoy han permanecido en el silencio y la impunidad. Como recogen las organizaciones demandantes en su informe, la Relatora Especial sobre la Violencia contra la mujer, Radhika Coomaraswamy, fue muy clara en su informe ante la Comisión de DDHH de la ONU de 2001.
“El hecho de que no se investigue, enjuicie y castigue a los culpables de las violaciones y la violencia sexual, ha contribuido a crear un clima de impunidad que actualmente perpetúa la violencia contra la mujer”.
El lunes 6 de junio de 2011, estrenamos el Especial documental “Mujer, violencia y silencio” en el que profundizamos en las distintas formas de violencia a las que son sometidas las mujeres en Guatemala desde su nacimiento, por el sólo hecho de ser mujeres, aún más vulnerables por ser indígenas y pobres: abusos sexuales, incesto, violencia machista por parte de sus parejas, tortura, discriminación y la violencia sexual que sufrieron durante la guerra civil: varios testimonios de mujeres que sufrieron violaciones colectivas -hasta cuarenta soldados haciendo cola para violarlas-.
Las violaciones, las mutilaciones, la explotación sexual, las esterilizaciones a fuerza de violarlas y desgarrarlas, de provocarles abortos forzados, de feticidios -rajarles el vientre y sacar los fetos-, fueron torturas cometidas sistemáticamente por el Ejército y por los paramilitares contra estas mujeres. Mientras se lo hacían, como podrán ver en el Especial, les decían, por ser indígenas, “no son gente, son animales”. Muchas de estas mujeres nunca contaron estos crímenes y las que lo hicieron, o se supo en su comunidad, fueron rechazadas, despreciadas, expulsadas.
Estos días, como parte de esta petición de que se investigue la violencia de género durante el conflicto, Patricia Sellers, abogada experta en derecho penal internacional y asesora en asuntos de género para varios Tribunales Penales Internacionales, y María Eugenia Solís, abogada y experta en violencia de género contra la población maya durante el conflicto armado guatemalteco, prestarán testimonio de por qué es fundamental incluir estos delitos en la causa.
En conversación telefónica, María Eugenia Solís, además de experta en este asunto, jueza ad hoc en la Corte Interamericana de Derechos Humanos hasta 2010, nos explica cómo en un país donde se cometieron miles de delitos sexuales contra las mujeres, apenas sean, no ya juzgados, sino conocidos entre la población. “La Comisión de la verdad que hizo la Organización de las Naciones Unidas (ONU), con muchos recursos, no contemplaba un protocolo para esta violencia. Sencillamente no se plantearon que existiese así que no preguntaron. Lo que está documentado en esa investigación fue porque las mujeres lo mencionaban colateralmente: ‘pues mira que a mi hermana la colgaron de un palo para aterrorizar a toda la comunidad, pues mira que nos violaron y…’. Pero las mujeres acudieron a hablar de los otros: de cómo habían desaparecidos a sus maridos, a sus padres.. No de ellas”.
El silencio. Una de las mujeres entrevistadas en el Especial “Mujer, violencia y silencio”, que fue violada por decenas de soldados, uno tras otro, por lo que después perdió a su bebé que nació con el cuello dislocado, nos contaba cómo no se lo había contado a su marido hasta veinte años después. Y porque participó en un taller de empoderamiento en el que se le fue preparando para aceptar lo que había vivido. Solís explica la razón de esta conducta:
“Está naturalizada la violencia contra las mujeres. Antes, durante y después del conflicto. Las mujeres han vivido en unos niveles de desigualdad descomunales con respecto al resto de la sociedad. No se reconocen como sujetos. El primer trabajo con ellas es conseguir que piensen que son seres humanos, que no es normal que abusen de ellas. Aunque lo hayan hecho desde pequeñas porque había mucho incesto. Y hay que tener en cuenta las reacciones después de que fueran violadas por los combatientes, que fueron muy diversas pero nunca de solidaridad: eran consideradas traidoras, sucias, como sus hijos si se habían quedado embarazadas de sus agresores… Se supone que ellas deberían haber hecho todo lo posible por morirse antes de ser violada. Por todo ello se sienten culpables. Pero además es que sus violadores siguen siendo sus vecinos. Están rodeadas de puro enemigo. Hay mujeres que a la vuelta de la presentación de un informe que recogía su testimonio, volvieron a ser violadas por los mismos”.
El 88 por ciento de las mujeres violadas y torturadas fueron indígenas, una cultura en la que son las mujeres las transmisoras de la cultura, de la lengua, de la forma de curar… Es decir, de su ser maya. Tal y como explican en su planteamiento las demandantes de que la violencia sexual sea incorporada a este proceso, estaban aniquilando no sólo a sujetos sino a las encargadas de perpetuar la vida y la cultura, como parte del plan de genocidio. Muchas de ellas nunca pudieron aguantar que ningún hombre se volviera a acercar a ellas. Las destrozaron físicamente, pero también como personas. “Las sacaban de sus casas y las llevaban a lugares sagrados y allí las violaban, les hacían pasear desnudas. A otras se las llevaban a los destacamentos como esclavas sexuales y para que limpiaran, cocinaran…”.
El primer trabajo con ellas es que se consideren sujetos, que no es normal que abusen de ellas.
La justicia supranacional, a través de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, ya condenó uno de los casos más flagrantes -si cupiese grados en este contexto de barbarie-. Se trató de la masacre cometida por los kaibiles, el cuerpo más sanguinario del Ejército guatemalteco, entrenado por Estados Unidos- en la aldea del norte del país Dos Erres, en la región del Petén. Allí,16 militares, como prueba de graduación, rajaron los vientres de las mujeres y sacaron a los fetos con sus propias manos. Así, “y a puro golpe”, como explica Solís, asesinaron a 252 personas, la mayoría mujeres, ancianos y niños. Pero no fue hasta abril de este año cuando uno de los supuestos responsables de esta masacre, Jorge Sosa Orantes ha sido reclamado por la Justicia. El juez Santiago Pedraz, instructor del caso, pidió a Canadá su extradicción para ser juzgado por genocidio.
Pero la Corte Interamericana sólo puede condenar al Estado y hacer recomendaciones. Por eso, cuando se le pregunta a Solís por cómo valora la reforma de la Jurisdicción Universal en España es tajante: “Es lamentable porque para los hechos del presente tenemos a la Corte Penal Internacional. Pero para el pasado la única esperanza que nos queda son los Estados como España que tienen la posibilidad de hacer justicia y que están obligados, además, por ser firmantes de los tratados internacionales. Espero que el pueblo español que ha sido tan solidario con la causa guatemalteca siga el proceso con atención y se sienta orgulloso de lo que su Estado es capaz de hacer”.