Él camina, con sus manos escondidas en los bolsillos de su jacket, por las calles de Tokio, entre los miles de japoneses y japonesas que van y vienen de dónde sea que van y vienen los japoneses a las nueve de la mañana. Él intenta mantener el paso, de congelar su mirada como ellos la congelan, pero se le sale ese aire de jaibería, de persona de isla que no está acostumbrada al acelerado tac-tac-tac de la gran ciudá internacional. Él sobresale por varios centímetros de altura, sobresale porque el pelo no le baja, se le enrolla, porque tiene la cara cubierta en una barba que tiene más de Maelo que de Miyagi. Él camina a la estación de tren de Shinjuku; acompañado de unos amigos. Mientras hace fila para comprar el ticket, ve a un hombre negro saliendo de la oficina que está a la izquierda. Es imposible no notarlo, o eso piensa. El hombre viste un gabán oscuro, unos finísimos espejuelos plateados. Le pasa por su lado. El hombre lo mira por un instante, y luego es engullido por esa cosa viva que es la masa en prisa. Ninguno de sus compañeros dice haberlo visto. Horas después, por una calle mucho menos transitada, se tropieza con otro hombre negro que lleva de la mano a una japonesa. Quizás por como se viste, o como se carga, concluye que debe ser estadounidense. No se miran. O mejor dicho, se ignoran. Aunque no en su totalidad. Cuando se atraviesan, el estadounidense a la izquierda, él a la derecha, sus miradas se cruzan. No, no es un cruce, es más como una leve inclinación del mirar, un movimiento apenas perceptible. Lo mismo sucede a través de la semana. No siempre, claro está. Pero lo suficiente para que sus compañeros lo noten. Esa tendencia a reconocerse entre anónimos. A él le toma un poco más tiempo. Le toma un acto más obvio. Tiene que estar en una barra en Shibuya—el equivalente japonés a Times Square—en la que cantan japoneses y turistas, raperos estadounidenses, folksingers ingleses y una chica llamada Momo. Tiene que acercársele el DJ, un hombre alto, negro, de dreadlocks, para comentarle, con relación a un mix que hace un escocés en la tarima, Can’t go wrong with Billie Jean, right? Él intenta seguirle el hilo de la conversación. Desempolvar su inglés. Puede discutir a Michael Jackson con facilidad, como cualquier persona nacida en los ochentas. Sin embargo, mientras discuten al difunto blanquinegro, él se percata del criterio utilizado por el DJ para hablarle a él, entre todos los otros extranjeros y locales que estaban en la barra. Es el único otro negro sentado. Hablan por diez minutos y, cuando le toca regresar a su espacio, el hombre le da la mano, un medio abrazo y suelta un see you later, brother. El único otro negro, se repite para si. Le sorprendió que en ningún momento se preguntaran por sus respectivos lugares de origen. Hablaron de Tokio, del continente asiático, de las impresiones de ambos. Le sorprendió descubrir que había un espacio de empatía distinto, un espacio de empatía nuevo para él. De improviso se veía vistiendo, por primera vez, ese traje de salir que heredó de su abuela, ese traje al que sus profesores le habían llamado identidad racial, y que antes sólo había empuñado por los breves instantes en los que los chistes raciales se pasaban de la raya, o en que comentarios como es un negro bueno colmaban la copa. De repente, todos los debates de la identidad puertorriqueña se hacían un poco menos importantes. Un poco menos graves. A la media noche, él sale del lugar, con sus manos escondidas en los bolsillos de su jacket. Camina, entre los mares de gentes, en dirección al tren, manteniendo el paso, sintiéndose un poco más liviano. Tac-tac-tac. El autor es egresado de la Escuela de Comunicación y la Facultad de Humanidades de la Universidad de Puerto Rico.