Juan Miranda tuvo su primer encuentro con Fernando Picó rodeado de libros y siendo apenas un estudiante de escuela superior. Con él terminó compartiendo hasta su sangre.
Aún en estado de shock tras enterarse ayer del fallecimiento, a sus 75 años, de unos de los historiadores más importantes del país, Miranda recordó cómo conoció a Picó: hace 11 años, en un día de verano cualquiera, cuando visitó la librería Econolibros de la avenida Ponce de León.
Él buscaba libros de filosofía y entre ellos vio a Picó, sacándolos y devolviéndolos de los estantes, como si trabajara allí. Miranda le pidió asistencia. “Él comenzó a ayudarme. Me preguntó que de dónde era y le dije que de Jayuya, y eso a él le encantó porque tenía una fijación con el campo… Me preguntó un montón de cosas y luego me dijo su nombre. Yo le dije: ‘Tú eres el del libro de historia que dan en la escuela pública en octavo grado’”, rememoró.
Así comenzó una amistad que perduró por más de una década. Luego de ese encuentro comenzaron a frecuentarse. Iban al cine, a comer, a leer. Así, antes de ingresar al Recinto de Río Piedras de la Universidad de Puerto Rico (UPRRP), Miranda ya conocía a Picó, quien enseñaba en el Departamento de Historia de la Facultad de Humanidades desde el 1972.
Miranda, de 27 años, fue el primer asistente de cátedra del historiador. “Siempre estaba con él”, mencionó el estudiante graduado de historia.
Aunque pueden sobrar los adjetivos para describir a Picó, a Miranda se le quebró la voz, le faltaron las palabras, y respiró profundo. Solo después de eso concibió una respuesta: “Fernando fue una persona que vivía para los demás. Fernando era un servidor. Lo que a él lo movía a salir de la cama todos los días era servirle a la gente. Su noción de vida era vivir para el otro”.
Además de destacarse en la academia con la publicación de varios libros –entre ellos Registro General de Jornaleros de Utuado 1849-50 (editor, 1977), Libertad y servidumbre en el Puerto Rico del siglo XIX (1979), Amargo café (1981), Las vallas rotas (1982), Los gallos peleados (1983), La guerra después de la guerra (1987), Historia de Caimito (1992), Don Quijote en motora (1993) y El día menos pensado: historia de los presidiarios en Puerto Rico (1793-1993)– a Picó lo caracterizaba su humildad y sus ganas inagotables de ayudar a los demás.
Fue por esa razón que en el 2014 retomó una labor que había comenzado a finales de los 80: educar a los confinados. La iniciativa –el Proyecto Piloto de Educación Universitaria– se concretó con la Facultad de Estudios Generales de la UPRRP.
El programa facilita a la población penal acceso a estudios universitarios como estrategia de apoyo en el proceso de rehabilitación. Picó, naturalmente, impartía los cursos de humanidades.
“Como ya estaba en maestría, me escribió para ver si podía asistirlo en la cárcel”, comentó Miranda.
A veces, mientras lo acompañaba a la prisión, Picó lo mandaba a dar la clase sin avisarle. Esta experiencia le ayudó cuando tuvo que sustituirlo un año después –en el 2015– luego que al historiador le diera un infarto. Su salud mejoró, pero según Miranda, “era una montaña rusa”.
“Había días en los que podía hablar y otros no. Se le dormían las piernas. Luego le dio neuralgia y eso no le permitía concentrarse ni hablar bien”, indicó el alumno.
Miranda contó que en ocasiones, cuando Picó bajaba la cabeza y cerraba los ojos, las personas pensaban que estaba dormido, mas no: era el dolor que le causaba esta enfermedad, con la que el doctor le dijo que “tenía que aprender a vivir”.
Ante ese panorama, entre ellos el tema de la muerte no estaba lejos. Si Picó se sentía bien lo abordaban de una forma jocosa. Miranda le preguntaba qué podía decir en su funeral, o si debía asistir o no. La cuestión era distinta si se sentía mal: el profesor evitaba el tema y habitaba el silencio.
“En una ocasión yo lo confronto y le digo que si no se cuida se iba a morir en un salón, que tenía que pensar en el trauma de los estudiantes de que se les muera alguien en la cara. Él evadía decirlo, pero tenía mucho miedo a la enfermedad, a que la enfermedad se lo llevara. Él decía que era un niño en un cuerpo usado. Quería escribir muchos libros, pero sabía que iba a morir y eso le afectaba”, recordó.
La relación entre ellos –asistente y catedrático– era inusual. Iba más allá del salón de clases. Miranda lo llevaba a sus citas médicas. Cuando lo operaron del corazón le donó sangre. Y aunque compartían la fobia por los hospitales, era un lugar que visitaban frecuentemente.
“¿Y qué fue lo que aprendiste de este excepcional maestro?”, se le preguntó. De nuevo Miranda, el discípulo, se quedó sin palabras, sin voz, hasta que soltó una contestación de dos partes: la académica y la personal.
“En lo académico siempre me enseñó a buscar las excepciones de la regla. Investigar aquello que puede romper el esquema, la teoría, el estereotipo. Me enseñó que las cosas cotidianas podían romper las reglas. Me enseñó a cambiar las cosas”, declaró.
“En lo personal me enseñó a no ser pesimista. Eso era lo que nos diferenciaba. Él era optimista porque tenía fe. Él creía en Dios y esa fe le daba la fuerza para moverse. Yo soy ateo y siempre he sido pesimista. Él me enseñó a darle la vuelta al asunto para motivarme”, confesó.
En este proceso de duelo Miranda se ha dedicado a apoyar a aquellos que de una manera u otra formaron parte de la vida de Picó.
Pero también está procesando todo lo que se perdió, todo lo que no va a estar, todo lo que fue y todo lo que será.