Para ejercer el periodismo, ante todo, hay que ser buenos seres humanos. Si se es una buena persona se puede intentar comprender a los demás, sus intenciones, su fe, sus intereses, sus dificultades, sus tragedias, afirmaba el periodista e historiador Ryszard Kapuscinski.
Esa opinión, plena de humanismo, casi quedó fuera del juego en un mundo donde priman aplastantes consorcios mediáticos y formadores de opinión empeñados en legitimarse, sin otra preocupación que abarrotar bolsillos y ego-tecas.
“Tenemos un sistema que es amnésico, que solo vive con la rapidez, y que además es puramente coral. Usted verá las mismas imágenes, los mismos análisis. Entonces, para qué sirven esa cantidad de medios, si en realidad, es la misma canción”, graficó el director de la revista mensual Le Monde Diplomatique Ignacio Ramonet.
Las transnacionales mediáticas y sus repetidoras nacionales hacen lo indecible por legitimar el supuesto valor del tener por encima del ser, lejos de contribuir a esclarecer, a reafirmar identidades o a aunar esfuerzos a favor del bien común. Idiotizar parece ser la meta final de estos aparatos ideológicos de la globalización de matriz neoliberal, como los calificó Ramonet.
Parajes turbios del entramado social, escenas grotescas y plenas de morbo, obran como reservorio de donde los vasallos de los magnates de la comunicación sacan la materia prima para hilvanar historias con las cuales atraer al gran público. Telenovelas, reality show, talking show y tablazos de todo tipo, por solo citar algunos, son una invitación directa a enajenarse de las causas que impulsan los problemas apremiantes de la comunidad y a disfrutar sin recato del dolor ajeno.
“Cuando se descubrió que la información era un negocio, la verdad dejó de ser importante”, delimitó Kapuscinski.
Desde entonces, el concepto de hecho noticioso se distorsionó y ganó terreno la reproducción de discursos que expropian la posibilidad de la palabra a los condenados en la escala de valores sacralizada por el poder mediático. Rasgo distintivo de esta época es el endurecimiento del discurso de la exclusión, con la creación de héroes y antihéroes, la criminalización de lugares y personas, y la violación del derecho a la privacidad.
La impunidad prima en la actuación de estos difundidores de verdades únicas, cuyos agentes pagados persiguen la posible noticia, sin revelar las condiciones estructurales que explican, más allá del hecho, el drama de los actores sociales involucrados. Los más afectados en este maremoto de informaciones y mensajes publicitarios, que circulan junto a los eslóganes de la democracia y de la libertad de expresión, son los pobres y entre ellos, de manera particular, las mujeres, indígenas, jóvenes y negros.
La estrategia ahora no es ocultarlos, sino reforzar su presunta condición de víctimas de un sistema que los redujo a estereotipos o simples representaciones de ignorante, maloliente, violento o productor de violencia, asociado a los diversos eslabones de la cadena delictiva. Tal imaginario actúa como resorte del miedo, con lo cual posibilita justificar políticas represivas y la opresión.
Los medios de comunicación globalizados son la expresión más visible de una estructura de desigualdad que muestra sin recato el rostro más feo de la discriminación por razones de sexo, orientación sexual, edad, raza, credo político, o religioso. Como si no bastase, éstos acuñaron hace mucho el modo en que las personas deben vestir, mantener sus cuerpos, el cabello, oler y hasta andar, a despecho de la heterogeneidad impuesta por la Madre Naturaleza.
Salirse de la regla implica una condena directa al patíbulo de los cuestionamientos y hasta al rechazo. Por ende, a pagar el doble para avanzar hacia las metas personales. La mercantilización de los medios está a la orden. Todo cuanto puede hacerse por ganar, es poco, en desmedro de la cacareada objetividad o de análisis más reposados de lo que acontece para incentivar el pensamiento a la búsqueda de soluciones a los problemas de la comunidad.
Mercantilización mediática bajo signo neoliberal
Mucho antes de este amanecer de siglo, el respeto a las leyes de la información cedió el terreno a la producción de noticias bajo las leyes de la oferta y la demanda, al calor de la impronta neoliberal. Un repaso a medios de prensa de cualquier parte del mundo permite comprobar que, hasta los mejor intencionados, adaptan sus formas de decir y hacer, con el propósito de insertarse en el mercado y vender mejor.
En ese esfuerzo, los medios de difusión masiva siguen las leyes de la retórica y otras dominantes en la cultura de masas. Prevalecen los efectos de emisión, simplicidad, espectacularidad, maniqueísmo, velocidad, urgencia, e instantaneidad, en el sentido de la velocidad en tiempo real.
Gracias a la magia de Internet, espacio es un concepto pasado de moda para las comunicaciones en este siglo. La noción del tiempo real, llevada al mundo de la información, destruyó la obediencia al período necesario para elaborar las noticias y destapó la premura por transmitir, en desmedro de la verificación oportuna de datos y de la calidad del producto comunicativo.
El valor de la información ahora descansa en la agilidad con que llegue a los receptores, tras ocurrir el hecho noticioso, y el de los medios de difusión masiva, en su capacidad de competir por llegar primero a vender. La gratuidad en los servicios de esa naturaleza, cultura impulsada también por la red de redes, perturba a su vez los mecanismos comerciales de la información.
“El negocio consiste en vender ciudadanos a los anunciantes”, definió el doctor en Semiología e Historia de la Cultura, Ignacio Ramonet.
Los vendedores de productos comunicativos batallan por atrapar a más receptores en esta época y recibir, en proporción, más solicitudes de campos para publicidad. Para ello, la información tiene que bajar su nivel de elaboración, reajustarse para atrapar al menos interesado en consumirla. Cuanto más atrayente y sencilla sea ésta, más numerosos serán los que se le acerquen y el medio ganará más interesados en publicar sus anuncios en él.
La guerra mediática, complemento de las otras, se suma a las formas tradicionales de represión contra los pueblos y, en América Latina, cobra rango de problema de seguridad nacional y regional. El progreso de tal práctica mucho debe a la mercantilización de la información, de raíz neoliberal, y enfrentarla exige la unión de académicos y activistas sociales capaces de asumir la problemática como cuestión regional y articular propuestas de defensa ante esa agresión.
Crisis del periodismo
A juicio de los especialistas, el periodismo está en crisis y muchos periodistas adolecen de una falta de identidad terrible, en gran medida debido a la crisis económica producida por la pérdida de credibilidad que enfrentan los medios concentrados. Mantener el lugar alcanzado en la nómina de una empresa de renombre o al menos, bien pagada, obliga de forma constante a hacer concesiones y poco importa lo que pueda impactar el resultado final del trabajo, para bien de la sociedad, si arranca el aplauso de los contratistas.
El imaginario que condenada a muchos y enaltece a unos pocos, triunfadores de bolsillos llenos y presencia ceñida al parámetro hollywoodense, es afianzado con la complicidad de los medios y aquellos que venden su intelecto al mejor postor. Estos promueven lecturas únicas, despojadas de historicidad, donde los villanos y sus víctimas pueden diferenciarse sin gran esfuerzo, ante determinadas situaciones, e incitan a amar con la misma crudeza que mueven al odio, incluso contra quienes ayer trataban como amigos.
La inmediatez es enarbolada muchas veces como paliativo de la rigidez en las reflexiones y de evaluaciones simplistas de hechos que, divorciados de otros que contribuyeron a desencadenarlos, poco responden a la necesidad de crear espacios de intelección más profundos. La batalla por democratizar la información suele entenderse como la lucha por romper con el oligopolio mediático, aunque cada vez son más los que abogan porque ésta comprenda la búsqueda de alternativas reales a esa visión sesgada de la realidad.
El malestar con los medios genera frustraciones, miedos, soledades, seres de cartón, atraídos por el consumo irrefrenable, sin parar mientes en la magnitud de sus recursos monetarios para hacer frente a la avalancha de cosas que los tientan en el mercado. Estos entes irreflexivos, egocéntricos, apáticos con respecto a cuestiones medulares que atañen a sus congéneres, tienen un único sueño: entrar en la lista de los más ajustados al metamorfoseado concepto de modernidad vigente y convertirse en fetiche del resto, en modelo de turno.
Si antes ser periodista era pertenecer a un selecto club de hacedores de palabra o una suerte de identidad, la profesión ganó otro sentido con la proliferación de espacios donde cualquiera puede exhibir su pluma fácil. El cambio radical en el plano de la comunicación redobló el desafío para los encargados de ejercer esta disciplina científica.
Sin embargo, su misión sigue siendo la definida por Kapuscinski: más que pisar cucarachas, prender la luz, para que la gente vea cómo estas corren a ocultarse.
La autora es periodista de la Redacción América del Sur de Prensa Latina.
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