La obsesión de quienes quieren preservar la inmaculada pureza de sus lenguas o su cultura me recuerda a la otrora obsesión de reproducirse exclusivamente con individuos de sangre azul a fin de no mancillar el acervo genético.
Hay denotar los préstamos anglosajones, como cool o must see, e incluso aquéllos que sirven para rellenar lagunas culturales: ¿cómo diablos se dice exactamente en español spoiler, slapstick, cliffhanger o screwball?. En Cataluña, donde yo vivo, en las series de producción propia los personajes tienden a emplear términos que prácticamente nadie usa en la calle, como si llevaran un permanente palo metido en el orto, a fin de evitar la por otra parte inevitable proliferación de castellanismos.
Preservar la pureza cultural es un anhelo tan infructuoso como el de preservar la virginidad de nuestra hija. Tarde o temprano perderemos. No obstante, aunque hubiera un sistema eficaz para compartimentar las culturas a fin de que no se contaminaran unas a otras, ¿sería algo deseable?
Mi respuesta es negativa. Más aún: mi respuesta es que, precisamente, la contaminación es uno de los rasgos más positivos de cualquier cultura. La cultura nunca debe ser un bloque monolítico cimentado en la tradición y la costumbre, sino un fluido viscoso que se adapta a la realidad y la transforma.
Los investigadores están descubriendo que el intercambio (de bienes, de ideas, de culturas, etc.) es el mayor motor histórico del progreso en el campo de la innovación, la economía, las costumbres e incluso la propia estructura que sustenta la sociedad. Si antes del desarrollo de las telecomunicaciones (las que permiten que copiemos modelos anglosajones, que a su vez copian modelos asiáticos, etc.) el progreso resultó tan agónicamente lento fue precisamente por la naturaleza fracturable de la cultura humana, tal y como refiere Matt Ridley en su libro El optimista racional:
“Los seres humanos tienen una profunda capacidad de aislamiento, pueden fragmentarse en grupos divergentes. En Nueva Guinea, por ejemplo, hay más de 800 lenguas, algunas habladas en áreas de unos cuantos kilómetros, que, sin embargo, son tan incomprensibles para los vecinos como el francés o el inglés. Aún hay siete mil lenguas que se hablan en la Tierra, y las personas que hablan cada una de ellas son notablemente resistentes a tomar prestadas palabras, tradiciones, rituales o gustos de sus vecinos”.
A pesar de que toda la evidencia al respecto indica que el intercambio cultural es lo que provoca que una sociedad prospere en todos los sentidos, los individuos se esfuerzan denodadamente en hacer todo lo posible por sustraerse del flujo libre de ideas, tecnologías y hábitos, limitando así el impacto de la especialización y el intercambio.
A pesar de que nuestra fonética es asiria, nuestra álgebra es árabe, nuestra numeración es india, la doble contabilidad es italiana, las leyes mercantiles son holandesas, los circuitos integrados son californianos y así con muchos otros avances distribuidos a lo largo de los siglos, los continentes y las culturas, aún persisten en nosotros la tendencia innata a quemar puentes.
¿Quieren pruebas? Uno de los lugares que más me sobrecogieron en mi primera visita a Nueva York no fue el Empire State Building o la Estatua de la Libertad, sino una deliciosa cafetería escondida en Greenwich Village llamada Cornelia Street Café.
Ahí fue donde la cantautora Suzanne Vega empezó su carrera, donde los Monty Python interpretaron algunas obras en la década de 1980 y donde el senador Eugene McCarthy recitaba poesía. También ahí, una vez al mes, toca un grupo de neurocirujanos de alto nivel se reúnen para tocar en su banda Amygdaloids, nombre que hace alusión a esos racimos en forma de almendra que hay en el cerebro, que tienen discos como Heavy Mental. Para escucharles, hasta allí han llegado a entrar gente como John Nash, el esquizofrénico matemático de Princeton que inspiró la película Una mente maravillosa.
El Cornelia Street Café es un micromundo de reglas cultures muy flexibles, en el que gente de muy diversa catadura tiene acceso libre para mostrar sus creaciones y, acaso, inspirar al respetable con ellas. El Cornelia Street Café no tiene fronteras, y funciona como reducto para ensayar cosas que luego se trasladarán al mundo real.
El mundo real, sin embargo, sería un lugar mucho mejor si se pareciera más al Cornelia Street Café y menos al patio privado de un provinciano armado con una escopeta de doble cañón dispuesto a volarle la tapa de los sesos a cualquiera que pretenda trasponer el umbral de su sacrosanta casa o, peor aún, mantener un idilio con su virginal hija de diecinueve años. O algo así.
La endogamia no es buena a nivel biológico, pero tampoco lo es a nivel cultural. El pedigrí es un retraso. Lo intocable, un lastre. El miedo agorafóbico a lo diferente o lo extranjero, una segura condena al ostracismo.
La innovación, por ejemplo, siempre ha funcionado como focos aislados, como incendios forestales que iban afectando a determinadas sociedades, produciendo que otras experimentaran un retraso respecto a las primeras. La innovación en el pasado seguía esta pauta epidemiológica de propagación precisamente por la naturaleza refractaria del ser humano frente a lo que viene de fuera.
Hace 50,000 años, los hornos, los arcos y las flechas estaban en Asia occidental.
Hace 5,000 años, el metal y las ciudades estaban en Mesopotamia.
Hace 2,000 años, los textiles y el número cero estaba en la India.
Hace 1,000 años, la porcelana y la impresión estaba en China.
Hace 500 años, la contabilidad por partida doble y los inventos de Leonardo da Vinci estaban en Italia.
Hace 400 años, el Banco de Amsterdam estaba en los Países Bajos.
Hace 300 años, el Canal du Midi estaba en Francia.
Hace 200 años, el vapor estaba en Inglaterra.
Hace 100 años, los fertilizantes estaban en Alemania.
Hace 75 años, la producción en masa estaba en Estados Unidos.
Hace 50 años, las tarjetas de crédito estaban en California.
Hace 25 años, el walkman estaba en Japón.
Esta paranoia ante la contaminación produjo una evolución lenta y fragmentaria, aunque cada vez transcurría menos tiempo entre una innovación y la contaminación cultural de dicha innovación. Algo que, gracias a Internet, las telecomunicaciones y la flexibilización de las patentes y los derechos de autor, podría evitarse por primera vez en la historia, produciéndose de forma instantánea, y no solo en el ámbito de la innovación.
Antes, sin embargo, habrá que derribar las defensas numantinas de quienes defienden su corralito cultural, como si lo que ahora piensan, hacen o dicen hubiera sido instilado en su genoma vía patriotismo y no sea todo ello, en suma, un efímera statu quo que antaño destruyó lo que existía y hogaño (hoy) será destruido por lo que existirá.
El autor es escritor
Fuente Blog Papel en Blanco