Soy hija de padres cubanos exiliados. Mi madre, con mucho trabajo y sacrificio estudió estilismo. Trabajó como una bestia en la marquesina de nuestra casa por una miseria. Cuatro dólares un manicure, ocho un pedicure. El dinero nunca era suficiente, pero era muy buena estirando el peso. Ella, como muchos de su generación, entendía la importancia de estudiar para conseguir un mejor trabajo, pero no necesariamente valoraba el conocimiento por sí mismo.
Cuando mi madre me mandó a la escuela ella quería que yo aprendiera inglés porque a su entender eso era lo que me traería éxito en la vida. Además de eso, era importante para ella que mi educación fuese una exclusivamente cristiana. Al final de varias escuelas mediocres, y dos o tres buenos maestros, entré, por suerte, a la Universidad de Puerto Rico, la única opción, ya que ninguna otra era factible económicamente.
Mi madre temía que me convirtiera en una revolucionaria comunista. Je,je,je. Con muchas deficiencias y lagunas, una concepción de mundo creacionista, prejuiciada, y falta de visión crítica, la universidad fue al principio muy difícil para mí. Me sentía perdida en el lenguaje académico. No entendía nada de lo que se me enseñaba.
Juzgaba la mitología griega como si fuera una religión pagana de la cual me tenía que proteger. Era mejor no saberla. Los pobres eran pobres porque así Dios lo quería. Pasaban los años y seguía leyendo y entendiendo otras formas de ver el mundo. Recuerdo leer el Manifiesto de Marx sin saber que se trataba del famoso comunismo del cual mis padres escaparon, y pensé, “esto que dice este señor hace todo el sentido del mundo, la fuerza trabajadora no sabe que es una fuerza y tampoco saben que su destino puede ser diferente y que ellos no tienen que aceptar ser explotados”. Él hablaba de libertad en el conocimiento. Me identificaba. Para mí fue un punto clave para comenzar a cuestionar todas mis verdades.
Tuve profesores apasionados, entregados, que probablemente trabajaban por contrato, sin ninguna seguridad de empleo semestre a semestre, como yo hoy. Fui la primera en mi familia en graduarme de universidad con maestría y doctorado. Nunca me consideré una estudiante excepcional, pero me daba muchísima satisfacción lograr entender alguna idea compleja o descubrir algo.
Estudiar me liberó de varias maneras. Me enseñó a entender el mundo, la historia, a entender a mis padres, a sentir compasión, a dialogar, a buscar verdades y a cuestionarlas. Cuando enseño, enseño para esos estudiantes que están perdidos en el conocimiento, que nadie les ha dicho que ellos son capaces. El conocimiento es el único poder real que tenemos para liberarnos. Ese poder debe ser accesible para todas y todos.