Aunque se pueda conseguir en DVD (u otros medios cibernéticos), siempre es mejor ver una película en el cine. La experiencia cinematográfica-teatral, con su fría ambientación, oscuridad e intención utilitaria, mantiene al espectador en una relación de distanciamiento comprometido. La ausencia de elementos que distraigan, saber que no tenemosun control que retrase, pause o adelante el filme, facilita nuestro nivel de aceptación ante la pieza. Creo que gran parte de mi disfrute con Post Mortem (2010) de Pablo Larraín, se debe a esto ya que el efecto de verla en el Cine Metro, como parte del Festival de Cine Internacional de San Juan, es inextricable de mi apreciación.
La narrativa nos remonta al Chile del 1973. Van tres años de la presidencia de Salvador Allende, el subsiguiente golpe de estado se asoma (de hecho, ya se siente inevitable) y nuestro protagonista, que parece existir en un plano aparte, riega su césped sin expresión. Conocer a Mario, interpretado por el chileno Alfredo Castro, es toparse con un hombre disociado de sus alrededores. Camina casi como un fantasma, sin que su presencia tenga mayor impresión en nadie. Mario siempre está a la vista, bien posicionado en los espacios que recorre, pero entre la mayoría de la gente pasa desapercibido. Esto se ve en una de las primeras secuencias que lo lleva de la boletería de un teatro, pasando un rato por las gradas para presenciar un show cómico-musical, luego por los camerinos y finalmente ante una de las bailarinas, su vecina Nancy, quien es la primera persona en hablarle. Éstos tendrán una relación extraña, una mezcla de atracción e indiferencia recíproca, que se convierte en el motor de la trama. A modo de metáfora, la construcción narrativa es representativa de la relación de los chilenos con su presente y, al ser un filme del 2010, su complicado pasado. No me interesa abundar mucho sobre los giros dramáticos, pero el título de la película, que se refiere al trabajo de Mario (transcribir los acontecimientos de las autopsias), es clave para entender su propósito.
Post Mortem, con sus tomas largas, de poco movimiento (siempre resaltando al espacio sobre las personas), una mismidad de colores estériles y grisáceos, pocas palabras y contados brotes de estremecimiento, se puede ver como una continuación del filme anterior de Larraín, Tony Manero (2008). Ambas proveen un comentario político a través de la intención estética. Las observaciones sobre Augusto Pinochet y el alcance de su dictadura sugieren, sin directamente mostrar, la violencia o la represión. La relación entre puesta en escena, actuación y encuadre cinematográfico es muy admirable de por sí, especialmente porque en ningún momento se siente fortuita y, de hecho, siempre está en función del contenido; elemento carente en otros estetas contemporáneos.
Sé que no he descrito mucho del filme, pero, en ocasiones, lo mejor que puede hacer un crítico es sugerir sin contar. Mi fin es promover, o de vez en cuando disuadir, la experiencia. Ante Post Mortem, tengo que decir “me gustó”, “me estremeció” y “quiero volver a verla”.