Un gesto irónico vale, a veces, más que mil palabras; un gesto violento, capaz de dejarnos mudos, sin embargo, no tiene precio. Entonces, ¿qué cargarán ambos con tan explosiva intensión?, ¿desarticular los cimientos de nuestra ya muy desequilibrada existencia humana, con intencionalidad o sin ella?, ¿o mera expresión oscura de este lado humano, intransigente y animal? Una palabra a la cual le falte la ironía, seguramente por ingenuidad o estupidez, reventará por cualquier parte de su amplísimo cuerpo lingüístico, no le quepa la menor duda. Necesitamos, así, profanar, relegere, en el sentido que Giorgio Agamben le da a la palabra, esa inquieta vacilación para velar la diferencia que debe haber entre lo divino y lo humano. Esa misma actitud que en el lenguaje ejerce la ironía nos permitirá regresar como cachorros mansos al sentido de las normas, aunque esa vuelta y retorno nunca sea igual. En la poesía, ésta es un arma sustancialmente válida, más aún cuando la palabra higiénica y aceptada por bella, atenta contra el arte. En dicha purificación, la palabra debe ser medida por lo sublime, escapándosenos el hecho de considerarle ficción y, por tanto, un campo abierto a posibilidades ilimitadas en la palabra, recalco, incluso las que no nos gusten. La violencia, irónicamente ley intrínseca al ser humano, se escapa a esos dominios lingüísticos, por real e inmudable en la ficción. Cuando a Bruno Vidal le preguntan cómo ha podido transferir tan fielmente los procesos de la tortura en presos políticos a su poesía, la duda carcome el proceso de lectura poética de sus lectores. Fernando Savater recalca exactamente lo mismo. “La vida cotidiana en los países desarrollados nunca ha sido tan pacífica como ahora”, nos comenta. Por ello, podría ser cuestionado en su dimensión el nivel de violencia de nuestras sociedades, echando al suelo la mitificación, ese pasado idílico de tarjeta postal que llevamos engrilletado al alma, y comparándolas con la habitual naturalidad ante el dolor de nuestros predecesores y el western life cotidiano en el que medían sus fuerzas. Lo realmente devastador en nuestra actualidad no es un problema de cantidad sino de cualidad; es no saber diferenciar la violencia de la realidad o de la ficción. Tal es el caso de la lectura de los poemas de Bruno Vidal, personaje poético, no seudónimo, del poeta chileno José Maximiliano Díaz González en Arte marcial y Libro de guardia, libros que no se venden; son autoeditados y convertidos en culto por sus selectos lectores. Empecemos por la cadena alimenticia: depredadores y animalidad, una parte de la esencia de cada uno en cualquier ámbito de nuestra vida cotidiana; pero en la poesía, traducida a los tejemenejes del poder, la palabra y la creación. Bruno proviene de una larga tradición poética. Él mismo habla de haber sido el albacea generacional de la batuta de Enrique Lihn. Dentro de la enclaustrada generación de poetas que escribieron en la dictadura chilena de 1973-1989, como Rodrigo Lira, Juan Luis Martínez y Raúl Zurita, Bruno Vidal se caracteriza por llevar a los extremos el carácter fuertemente grotesco y brutal de la antipoesía. La vanguardia chilena, en las primeras décadas del siglo XX, donde colosos de la talla de Vicente Huidobro, Pablo Neruda y Pablo de Rohka literalmente desplegaban sus enormes egos a la poesía latinoamericana, se distinguió por su búsqueda poética y por sus significativas aportaciones. Famosas fueron, a su vez, las “guerrillas literarias”, llamadas así por Faride Zerán, campales y fangosas dentro de este mosh pit literario. Para un país que apenas a finales del siglo XIX se distinguió, según un desafortunado y desacertado crítico, como país de historiadores y malos poetas, la fortuna de haber contado (y seguir contando) con un poeta como Nicanor Parra ya de por sí tiraba al suelo semejante desacierto. Para Bruno Vidal, ya no se trata tan sólo de ser El Antipoeta por excelencia, siguiendo la vapuleada tradición parriana, sino de ser El Superantipoeta. ¿En qué podría diferenciarse uno del otro? En la enorme capacidad hacia la violencia. En el poema que se reseña podríamos ver éstas y muchas otras interpretaciones. Aquí existe un diálogo del victimario y de la víctima, al pleno estilo de Auschwitz, el más famoso centro de tortura y aniquilación nazi. Allí uno de sus habitantes es denominado en la teoría como “musulmán”, aquél que es capaz de vivir la experiencia pero no pronunciarla, habla por boca del asesino. Dicho “musulmán” es el Poeta. Su victimario le observa con una metodología de cazador. Ha identificado su sacerdocio, su martirologio. En sus “votos de pobreza, castidad y obediencia” ejerce la tradición religiosa. Está listo a morir. Su artículo de necesidad, al más claro estilo capitalista y consumista, es la corona de espinas. Es Cristo haciendo alarde de modernidad; es el que llama a la madre prostituta y la invita a que olvide en su nombre y, por ende, en el del Padre. Lo transgresor es que el propio “Bruno Vidal”, el personaje, ejerce la labor de hablante, pero su identificación no es con la víctima a la que le da voz, sino con el victimario. Ya lo ha dicho antes: El poeta maldito no se corta las venas; se baña con la sangre de los caídos. Un epigrama voraz y sanguinario que ha servido de joya literaria para su restante producción poética. En dicha cosmovisión, el torturador lleva el dominio, se convierte él mismo en la voz del médium. Es el que convierte en acto la palabra; y ese acto brutal es la tortura. La tortura, dentro de la sicología del victimario, es el acto mayor para la purificación del cuerpo. En ella recae la responsabilidad de hacer visible la verdad, sea esta una ficción o una realidad. Por todos los medios válidos, el ejercicio del poder conlleva la domesticación del sujeto hasta llevarle a un pronunciamiento, una verbalización de la verdad que quiere ser escuchada. Dice Vidal en uno de sus poemas que: “Todos tienen zurcida la lengua materna con alambre de púa”. El silencio es lo violento, no la tortura; ya que, promulgada para dar una composición perfecta del Orden, recae en ésta brindar una felicidad completa dentro del mundo que se quiere resguardar. Para el victimario, como con los griegos y romanos, la ley debe establecerse para resguardar el orden colectivo, y no los derechos individuales. Así lo expresa el autor en este epigrama cuando dice: “En el te deum de los victimarios / la felicidad de dar la paz / es completa”. La misa de la Nación busca el restablecimiento del orden mediante la fuerza y la violencia. Sin embargo, muchos de los procesos de tortura recayeron en el desplome del cuerpo humano, fuera éste a base de excreciones y efusiones de los esfínteres corporales. Las propias víctimas también supieron dejar en claro qué pensaban sobre el acto. Así, este diálogo campal del Poeta y del Torturador los inserta en una lucha por la búsqueda del Arte, del arte humano por la Supervivencia, por el Orden, por la Verdad: aunque ninguno sepa distinguir si es real o ficticia. Ambos reconocen sus papeles artísticos: como engranajes necesarios, condecorados y malditos, de la gran comedia humana. A nosotros, sin embargo, acostumbrados como estamos al melodrama y lo sublime, se nos escapa ver cómo la belleza gira dentro del retrete.
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