Al momento en el que usted lee esta columna, Barack Hussein Obama lleva unas cuantas semanas con las manos al timón del barco nacional norteamericano, probablemente haya perdido un poco el lustre de su espectacular inauguración (que a mi juicio tuvo más en común, al menos en tono, con el final de la película Return of the King que con una toma de posesión presidencial) y cientos de ensayistas estén buscando qué ángulo darle a la ascensión al poder del primer afroamericano en la historia en tener acceso al botón rojo de los misiles nucleares. A mí, con lo único que se me ocurre ligarla en esta columna es con “pornografía”. [En este momento les ruego que sean pacientes, guarden los cocteles molotov y me permitan explicarles…] Obama, por virtud de su ascensión a la presidencia, ha validado a una serie de artistas que, antes de haberse relacionado con el ahora jefe de estado norteamericano, eran sólo marginalmente populares en círculos artísticos y de la moda. Entre ellos está el otrora artista callejero y diseñador gráfico Shepard Fairey, quien antes de pintar a Obama se había hecho famoso por su marca de ropa OBEY y por la frase “Andre the Giant Has a Posse”, la cual adornaba afiches, pegatinas y grafitis con la mirada imponente de Andre el Gigante. Su afiche tricolor de Obama con la palabra HOPE escrita debajo de su rostro fue tan popular que ha sido elevado a estatus icónico, al punto de que la pintura original ingresó recientemente a la colección de retratos del Smithsonian en Washington, D.C. Pero en el 2007 hubo una colaboración que puso a sudar a mucha gente que pensaba que la misma sería un escollo a las esperanzas presidenciales de Obama. La revista VIBE comisionó al notorio fotógrafo Terry Richardson para que capturase la imagen de Obama para la portada. Las razones que preocuparon a unos cuantos se basan en que: 1) en aquel momento nadie sabía quiénes eran Jeremiah Wright y William Ayers y 2) Terry Richardson era famoso en el mundo artístico por fotografiar modelos desnudas realizando actos sexuales lo suficientemente gráficos como para excomulgar a quien se atreva a describirlos. Pero nadie se acordó de eso, a Dios gracias, porque ni Obama, ni el propio Richardson necesitaban el tipo de publicidad que vendría de la mano de religiosos indignados que no tardarían en explotar la conexión (tenue por demás) entre Obama y la modelo que anda mostrando sus dos sonrisas con entusiasmo al lente de la cámara de Richardson. El ascenso de Richardson, cuya popularidad fue alcanzada a través de las campañas publicitarias de casas de moda como Sisley (y más recientemente, para el rey del dandismo ultradecadente, Tom Ford, en su campaña Primavera/Verano 2008), se debió a su estética “punka”, que no tenía miedo de mostrar imágenes gráficas aluzadas de manera peculiar. Mirar una serie de fotos de Terry Richardson es como asomarse a la colección de fotos de un perverso. Donde Robert Mapplethorpe (cuyo autorretrato le muestra haciendo novel uso de un látigo) creaba estos elaborados montajes diseñados para crear shock, la ejecución simple de Richardson no da la impresión de que no fue una escena dirigida, sino que eso que estás viendo en la foto era algo que casualmente estaba sucediendo antes de que Richardson se asomara a retratarlo. Y es ese sentimiento precisamente lo que convierte su portfolio en una ventana no sólo a las neurosis sexuales del propio Richardson (como señalara el periodista Sean O’Hagan en una entrevista con el fotógrafo para el periódico inglés The Guardian en el 2004) sino que la estética perfeccionada por Richardson, la del “snapshot” mal iluminado, se ha convertido en el estándar para documentar las vidas sociales y sexuales de sibaritas modernos. En sus componentes más básicos, las fotos de Richardson tienen lo siguiente en común: un sujeto (que en muchas ocasiones es una fémina) enmarcado en un trasfondo blanco e iluminado por el flash inmisericorde de una cámara “point and shoot”. El efecto visual que causa ese tipo de iluminación es como la acetona, disuelve el brillo de una foto profesional y expone al sujeto del retrato a un escrutinio inmisericorde. Un escrutinio que, dependiendo de quién lo aprecie, diría que o le roba o le entrega algo de vuelta a quienes se ven retratados por Richardson. Érase una vez una época donde la gente les adjudicaba cualidades vampirezcas a las cámaras fotográficas, en que era parte del folclor popular esbozar la filosofía de que cada vez que alguien tomaba una foto de uno se llevaba un pedacito del alma del fotografiado dentro del rollo. Ahora, en la era de Facebook y Myspace, retratarse no quita, sino que da; convirtiéndose la fotografía en una precondición del ser en este siglo. Es por ello que no sorprende que jóvenes de todo tipo hagan fila para retratarse con gente como Richardson y sus derivados, como Mark Hunter, mejor conocido por su trabajo documentando las subespecies urbanas de la costa oeste norteamericana en su sitio de Internet thecobrasnake.com. Aunque, por cuestiones de conveniencia, usualmente se utiliza el apelativo “porno” para describir el efecto visual (como “porn chic” o “estética porno”) el propio Richardson no considera que su trabajo sea pornográfico. La pornografía (según se define legalmente) es algo que apela a los intereses lascivos de las personas. Pero cuando Terry Richardson alega que lo que él hace no es “pornografía” es algo que va mas allá del simple hecho de que hay modelos desnudas en sus retratos. Es algo que, aunque no deja de apelar a la lascivia, penetra el subconsciente más allá de lo meramente visual. Es algo que nos expone a confrontar y revaluar la relación que tenemos con el reptil que llamamos Id. En momentos en que a Puerto Rico se le observa dando pasos de cangrejo, tanto fiscal como ideológicamente, es bueno que tenga en perspectiva que un “degenerado” como ése ha sido el mismo hombre que ha retratado por comisión al presidente. Un golpe de estado cultural, si alguna vez se había visto… y justo a tiempo.
El autor es abogado.