Es cierto que hay mucho antiintelectualismo en el ambiente. Hoy día las cosas están como para protestar que no hay nada malo con ser profesor o ser intelectual, y como para proclamar: “Soy profesor, y qué” en el tono con que antes se decía, “Soy cafre, y qué”. De pronto este sector tiene que consolarse, darse cariño y sobre todo, reivindicarse. Pero igual, si se toma en cuenta la condición real del profesor o intelectual, se verá que tampoco hay necesariamente nada malo en ser antiintelectual, por lo que se explica que del mismo modo alguien sostenga con perfecta racionalidad, “Soy antiintelectual, y qué”.
Por supuesto que, en principio, no hay nada malo con ser profesor ni con ser intelectual. Para empezar, se puede ser profesor sin ser intelectual y viceversa. La coincidencia de ambas figuras en una persona es eso mismo, explicable coincidencia de funciones que tienen en común el manejo de libros u otros depósitos de conocimiento para asumir la posición de quien “está supuesto a saber”. El profesor se puede coolear diciendo, no yo no soy un intelectual elitista de esos, mientras el intelectual puede asumir una pose distinguida y repudiar a los “maestritos” o a los “militantes mediocres” como les dicen. Muy pocos intelectuales optan hoy día por una práctica no-académica o un antiacademicismo consecuente, porque la verdad es muy difícil hacerlo si no hay mucho empleo fuera de la academia para quienes quieren ejercer la “intelectualidad” a horario completo. La persona con vocación intelectual se ve en la situación, entonces, de tarde o temprano asumir el academicismo profesoral como fuero corporativo que garantiza su supervivencia y convertir en una vida con encanto la práctica burocrática del conocimiento, con todas sus jerarquías y procedimientos dirigidos a reducir el conocimiento a códigos de poder. Pero esto no plantea grandes disyuntivas ni dolores de pecho, pues el intelectual hoy día, trabaje o no trabaje para un institución estatal es ya casi siempre intelectual de estado. (Dentro del estado están las corporaciones privadas, la sociedad civil, las leyes, no sólo el aparato gubernamental: ahora mismo, por ejemplo, las universidades privadas practican el conocimiento de estado con más rigor que las mismas universidades públicas y el fulcro decisional del estado está en las corporaciones y sus gabinetes legales.)
Los actuales sistemas occidentales de conocimiento, no importa su variedad o sus aparentes divergencias (modernos, posmodernos, positivistas o fenomenólogos), convergen con una fidelidad pasmosa en la función estatal de legitimar y reproducir las desigualdades y exclusiones existentes. El intelectual que ha asimilado y se ha asimilado a las epistemologías occidentales dominantes está ya entrenado para producir conocimiento de estado. Su profesión es el estado, lo que significa mantener el estado de cosas tal cual, si es preciso cambiando las cosas para que todo siga igual. La universidad codifica y recodifica con especial intensidad el conocimiento de estado y en ella el intelectual encuentra su lugar natural. La figura del intelectual entonces recibe dardos antiintelectuales de aquellos que creen que no cumple suficientemente con su encomienda estatal y de quienes creen que la cumple demasiado bien. También recibe críticas de quien medita sobre la desigualdad fundamental que hace posible la figura del intelectual de estado tal como se la conoce hoy día. Quienes hablan de elitismo tienen su punto, hay que aceptarlo. El antiintelectualismo, hay que decirlo, no viene de una sola dirección, no viene solo de los “mediocres”. La propia posición estructural del intelectual, la división del trabajo entre quienes detentan un capital de conocimiento y quienes carecen de él, la desigualdad y la exclusión implícitas en la existencia misma de esa posición monopólica del que “está supuesto a saber”, genera una inconformidad real y legítima que se manifiesta como antiintelectualismo.
Pero éste es un fenómeno generalizado que trae larguísima historia, con sus ciclos y todo. La huelga de la Universidad de Puerto Rico sólo lo ha traído a flote entre tantas cuestiones más. Un importante sector del profesorado de la UPR se ha unido a los sindicatos de la comunidad universitaria para apoyar la huelga estudiantil. Otro sector se acomoda con la administración universitaria (que responde directamente al gobierno). Surge además un sector tercerista, que no apoya a los estudiantes pero tampoco quiere identificarse completamente con la administración. Este sector asume los fueros corporativos y profesionalistas de la academia universitaria contemporánea en nombre del rol que les asigna el conocimiento de estado: fungir como docentes. Apela a una identidad dura del profesor-intelectual y asume las prerrogativas de monopolio del conocimiento y el saber que esta identidad concede. Erige el salón de clases en escena inaugural del conocimiento. Equipara conocer a saber, quien conoce más sabe más y mejor, por lo que el salón de clases de la universidad es el foro donde, como dice la profesora Liliana Ramos, los que saben se juntan con los que quieren saber, es decir, con los que no saben. Así, quien atenta contra ese foro sacro del salón de clases, es decir, los huelguistas, se convierten en enemigos del saber y de la Universidad. Son los huelguistas quienes han profanado y violado el salón de clases, según este discurso tercerista. Es por eso que, a pesar de que los terceristas reclaman no identificarse con la administración ni el gobierno, sus mayores ataques van dirigidos a los estudiantes en huelga y contra los otros profesores que apoyan a los huelguistas. Los profesores terceristas optan por no asumir la posición de los profesores favorecedores de la militancia estudiantil, pues alegan que estos mezclan lo que deben ser sus demandas de grupo profesional, con sectores que por definición tienen demandas diferentes. Así, según este discurso, los profesores solidarios pecan de seguidismo, les dan un cheque en blanco a sectores cuyas demandas no son las suyas. Algunas defensas de este alegato han sido tan sinceramente elitistas como para cuestionar que quienes “están supuestos a saber” mezclen sus reivindicaciones con quienes no saben, es decir, los estudiantes.
Hay que apuntar aquí que una de los aspectos más subversivos de la huelga estudiantil es que quienes supuestamente no saben han asumido una autonomía de acción inusitada, dejando de lado a quienes “están supuestos a saber”. Estos últimos, por supuesto, resienten la autonomía estudiantil, la capacidad de actuar y por lo tanto de producir un saber importantísimo, de aquellos que tenían que limitarse a venir al salón de clases a recibir el saber de quienes “están supuestos a saber”. Resulta que los estudiantes sí saben, que producen saber, independientemente del capital de conocimiento que otros detentan. Saben rebelarse, que ya es saber mucho, saben sostener una lucha frente a la represión estatal durante meses, que es saber otro poco más. Y saben que no quieren la privatización de la educación pública, puesto que fortalece la hegemonía del estado de desigualdad imperante, hoy centrado en el sector corporativo que asume la reproducción del estado capitalista-colonial de Puerto Rico. Saben muchísimo los estudiantes.
Volviendo a la postura del profesorado tercerista, me pregunto por qué me interesa bastante esta postura, hasta el punto que dedico un largo rato a garabatear esta pantalla, independientemente impacto específico que de hecho tenga este debate en la situación actual. Creo que mi interés se explica por el hecho de que muchos de ellos son autores reconocidos en el país y amigos que han venido manejando una serie de referencias intelectuales y filosóficas que personalmente he compartido. Han constituido hasta cierto punto una intelligentsia disidente con la cual me he identificado. Me pregunto por qué ante el mismo acontecimiento reaccionamos de manera diferente. ¿No debería estar yo hablando igual que ellos, como admirador y cómplice gustoso que he sido de los enunciados “posmodernos”, hasta el punto que por creer en actuar según hablo, he asumido en el pasado posiciones anti-huelga? En verdad todos los por qué son imponderables e inescrutables. Pero algo tiene que ver con esta divergencia el poder del acontecimiento mismo para hacer saltar todos los supuestos y premisas. La huelga universitaria de Puerto Rico ha sido un acontecimiento histórico poderoso en que han surgido nuevos sujetos que demuestran que como dice el bolero uno no “sabe nada de la vida”. No es cuestión de renegar del conocimiento ni del saber letrado ni de la crítica posmoderna en sí. Sino de recordar ponerlos en su lugar. Ser leedor y escribidor empedernido, haber acumulado una experiencia en estas actividades, es decir, un conocimiento que se le puede transmitir humildemente a otros, para lo que les pueda servir, no significa saber más ni saber mejor. Por otro lado, la crítica posmoderna, si va a tener sentido radical y transformador, tiene que proseguir en su demolición de los presupuestos de la modernidad hasta derribar también los presupuestos mismos de la civilización occidental que reproduce esa modernidad es decir, desterritorializar el avatar del estado, ello es, atentar contra la desigualdad y la exclusión.
Dadas estas consideraciones, uno se inclina a pensar que la posición del profesorado tercerista es la defender el conocimiento de estado, es decir, la actual estructura de desigual acceso al conocimiento y sus prerrogativas. Es cierto que no se identifican con la actual administración universitaria ni con el gobierno de turno. ¿Quién se va a identificar con eso? Pero asumen, posiblemente con mayor solidez y compromiso que quienes simplemente se acomodan al aparato administrativo de turno, la defensa del estado en el sentido amplio de la palabra. Hay que agradecerles a los profesores terceristas la claridad y coherencia de su discurso, pues da buen pie para cuestionar cosas muy cuestionables como el rol del intelectual-profesor, la centralidad del salón de clases, la epistemología bibliográfica y su codificación del poder, la cultura letrada, la literatura, las humanidades, las ciencias, la tecnología, las bellas artes, en fin todo el conocimiento en cuanto conocimiento de estado que desplaza y suprime los saberes alternos emergentes. Ese cuestionamiento se hace particularmente interesante cuando se percibe que hay vida tras la epistemología occidental, que hay una cosmopraxis de la inmanencia radical en la cual de hecho, convergen críticas profundas inmanentes a esa misma epistemología, que la destruyen desde adentro, cual el pensamiento presuntamente posmoderno de Guy Debord, Deleuze y Guattari y Pierre Clastres. Y también hay procesos que vienen de afuera del sistema de conocimiento que mejor conocemos y las que toca conocer urgentemente, como las epistemologías amerindias y otras. Todo lo cual le enseña a uno cuestionarse, a salirse del medio y dedicarse a ayudar en lo que pueda.
*El autor es director del Departamento de Español de la Universidad de Pittsburg y fue profesor de la Facultad de Estudios Generales de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras. Este ensayo-comentario fue publicado por vez primera al pie de esta entrevista al profesor Torrecillas, publicada por la revista 80 Grados.