
Cuando observé las imágenes de la ciudad de Puerto Príncipe destruida luego del terremoto del 12 de enero de 2010, imaginé la consternación de los habitantes de esa ciudad viviendo entre muertos y heridos, lo que un colega luego describiría como un escenario apocalíptico. Quedó destruida en un instante la ciudad que hice mía por un breve periodo durante el año 1998, cuando residí en ese país como parte de un proyecto de colaboración entre la Universidad de Puerto Rico y la Université d’Etat d’Haiti. Puerto Príncipe, como nos narra Augustin Mathurin en su obra Bicentenaire de la fondation de Port-au-Prince, 1749-1949, fue fundada en 1749, en el auge de lo que fue la principal plantación de esclavos del Caribe, y desplazó como ciudad central a la ciudad norteña de Cabo Haitiano, que los franceses habían fundado como Cap Francais. Port-au-Prince, nombrada así en honor al navío Le Prince anclado en el puerto de la bahía durante el régimen colonial, fue fundada en los terrenos de las haciendas Randot, Morel y Breton des Chapelles en una de las regiones más hermosas del país. Ninguna ciudad del Caribe tiene esa ubicación tan privilegiada, justo en el centro de los arcos que se orientan hacia las dos penínsulas que definen la peculiar geografía de Haití. A sus espaldas también hay mar pues el lago Etang Saumêtre (estanque salobre), que los haitianos llaman Lago Azuey, una vez también fue mar. La visité por primera vez en 1965, en ruta a Jamaica, aprovechando un vuelo de la línea aérea Pan American que hacía escala en Santo Domingo y Puerto Príncipe. Recuerdo a las gentes de la ciudad formando un torbellino de energía que revelaba su fortaleza para sobrevivir día a día, los millares de mujeres que predominaban en el comercio en las calles, la indeleble africanía de la primera nación caribeña y el ya afianzado temor a la presencia omnipresente de la dictadura duvalierista. En 1998, la percibí más empobrecida y abandonada. Petionville, el antiguo poblado de descanso de las elites haitianas, vecino de la capital, se había convertido en ciudad central debido al abandono en que se había sumido la antigua capital, que muchas veces quedaba a oscuras en las noches. La ciudad más perfectamente enlazada con el mar había sido colocada a espaldas del mismo por el deterioro de las costas provocado durante años de decaimiento. Ahora estaba destruida, casi en su totalidad, repleta de muertos y heridos. Oligarquía y Estado en Haití Algunas mentes ingenuas atribuyen el suceso del terremoto a la fragilidad humana frente al poderío de la naturaleza. Otras almas mucho más depravadas han visto la mano de Dios. Pero, en realidad, ¿por qué ha sido tan despiadado este cataclismo? No tiene que ser así. Cuando así lo han querido y así lo han planificado, los países han permitido que sus gentes vivan en medioambientes difíciles, como son las zonas de terremotos, huracanes y volcanes. Una guía para hallar una respuesta la provee Michel Rolf Trouillot en su libro Haiti: State Against Nation, en el que la relación ambigua que se gestó luego de la independencia de Haití en 1804 entre un orden social poscolonial que enfrentó a negros y mulatos y un Estado que, desde los inicios de la nación haitiana, se convirtió en un instrumento de depredación, de espaldas al pueblo sobre el cual erigía su autoridad. La lucha de clases entre la oligarquía mulata y las masas negras ha persistido a lo largo de toda la historia haitiana. Luego de la independencia se fue redefiniendo la estructura de clases. En el país que se constituyó en lucha contra la esclavitud y la subordinación de las masas esclavas raptadas por los europeos de varias naciones africanas, persistió lo que Trouillot llama una “elite epidérmica”, que ocupó el lugar que había tenido la clase esclavista francesa durante el periodo colonial. Esta clase social se relacionó históricamente con las mayorías negras mediante el uso de códigos sociales que fueron heredados de las prácticas de exclusión durante el dominio francés. Estas divisiones de color hilvanan la historia haitiana a lo largo de sus pasados 200 años, arrastrando el lastre de las luchas de clases marcadas por el color de las gentes, y se mantienen aún en nuestros días. Pero además, este choque ha marcado la historiografía haitiana desde la fundación de Haití hasta nuestros días, proveyendo interpretaciones disímiles sobre las causas de las penas de Haití. Estas luchas entre clases sociales abriéndose paso en los inicios de la nueva nación también imprimieron una huella sobre el Estado haitiano, que se convirtió en centro de pugnas entre mulatos y negros. A los primeros, porque les suplía el instrumento para consolidar sus intereses de oligarquía; a los otros, porque les servía de mecanismo de ascenso social en un sistema de limitada movilidad social. El Estado haitiano ha sido controlado por la oligarquía mulata en varios momentos históricos, como durante el periodo de Jean Pierre Boyer, a comienzos del siglo 19, cuando se produjo la ocupación de la porción este de la Isla de Saint Domingue. La ocupación de Haití por Estados Unidos, entre 1915 y 1934, también tuvo una clara preferencia por los mulatos en el poder. Sin embargo, el control mulato sobre el aparato de Estado se fue debilitando luego de la Segunda Guerra Mundial, como resultado de la fuerza ganada por los movimientos negristas haitianos durante el periodo entre las dos grandes guerras mundiales del siglo 20. El control negro sobre el Estado haitiano desembocó en la relación ambigua entre el Estado y la sociedad durante la segunda mitad del siglo 20, cuya expresión más clara y más violenta fue el periodo presidido por François Duvalier, de 1957 a 1971, y luego por su hijo Jean Claude, hasta 1986. En ninguna de esas instancias aparecía el bienestar del pueblo en miras de los manejadores estatales. Paradójicamente, la revolución más libertaria y esperanzadora de la historia del Caribe acabó creando un país cuyo Estado manifestó una reducida vocación para servir al pueblo. Gérard Pierre Charles, con la agudeza para interpretar la sociedad haitiana que le caracterizó, solía repasar lo que era especifico del mundo dictatorial haitiano, destacando el hecho que, mientras los dictadores de América Latina adornaron su autoritarismo con un despliegue de obras emblemáticas que pretendían destacar su grandeza (como lo fue el caso de Trujillo en la República Dominicana o de Pérez Jiménez en Venezuela), las dictaduras en Haití ni siquiera eso hicieron, apenas dejando un país en ruinas a su paso. Privilegios y corrupción Todo ello ha creado una sociedad de privilegios de clase y de corrupción en el ámbito del aparato de gobierno que parece no tener fin. Hace tiempo que tanto la oligarquía haitiana como los controladores del aparato de Estado se han ubicado en un espacio de comodidad que les permite existir en el país más pobre de América sin que sea uno de sus objetivos transformar ese orden de cosas. Aquellos que tienen la capacidad y el poder para transformar el país se han acostumbrado a convivir en un escenario rodeado de seres humanos empobrecidos, de los cuales se benefician a través del despojo y la servidumbre. Se trata de una bourgeoisie malpropre, como la describía una colega haitiana, destacando la habilidad de esta clase para vivir en medio de ciudades sin infraestructura básica y sin los servicios básicos que disponen para sí mismos. Es una larga historia de abandono del espacio nacional: mientras los antepasados de esta clase ponían sus miras en París, los beneficiarios contemporáneos ponen sus ojos y sus pasiones en Miami y Montreal. A mi modo de ver, el colapso del Palacio Nacional, que fue construido durante la ocupación militar estadounidense de Haití, es metáfora del colapso del Estado haitiano. Ese Estado depredador, cuya gestión al mando ha representado muy poco para los ciudadanos, ha conducido a Haití a figurar en la lista de los “países fuertemente endeudados”, de los bancos y agencias internacionales, junto a otros países de América latina como Bolivia, Honduras, Nicaragua, Guyana y otras tantas naciones de África y Asia. Tampoco la deuda incurrida se ha manifestado en obras para el bienestar del pueblo, pues se trata de un Estado orientado al despojo, incapaz de dirigir el proceso de cambio institucional que Haití requiere para ser el país que merece ser. El gobierno haitiano no rinde cuentas sobre su actividad pública, carece de auditorias para velar por el buen uso de los fondos que recibe del exterior, y los esfuerzos que se han realizado para ajusticiar a los corruptos han fracasado. Aun el gobierno que presidió Jean Bertrand Aristide, quien alguna vez significó una esperanza para Haití, acabó absorbido por la corrupción. Una de las consecuencias de los gobiernos que ha tenido Haití a lo largo de muchos años es que han desarticulado, a través de prácticas dictatoriales y de represión, las instituciones de la sociedad civil, como organizaciones de campesinos, uniones laborales, organizaciones cívicas y de otro tipo. Éstas, como se sabe, son importantes no tan sólo en la conducción cotidiana de un país organizado, sino en situaciones de crisis como la que vive el país en la actualidad. Puerto Príncipe La ciudad de Puerto Príncipe ha crecido vertiginosamente a lo largo del pasado medio siglo, como lo han hecho otras ciudades del país. Pero ello no ha sido un proceso estimulado por la capacidad de la ciudad para atraer haitianos y haitianas a la economía urbana, sino como resultado de la necesidad que estos han tenido de abandonar la economía campesina. Es decir, que el crecimiento de Puerto Príncipe, Cabo Haitiano, Les Cayes y otras ciudades ha sido consecuencia de la expulsión de los campesinos del campo por la reducción dramática de la fertilidad de los suelos sobreexplotados, la deforestación y la incapacidad del campesinado para hacerse de nuevas tecnologías de producción. Los inmensos bosques de antaño han sido destruidos por la deforestación, creando una grave crisis de falta de agua potable. Por ello, en las ciudades se manifiestan con mayor dureza las críticas condiciones sociales del país. Los indicadores de la economía y la sociedad de Haití son mucho más bajos que los de los países más subdesarrollados de la región. Sólo son comparables con los indicadores de los países del África subsahariano: un ingreso per cápita de menos de $1,000 al año, cerca de la mitad de la población sumida en el analfabetismo y condiciones de salud intolerables bajo los estándares del mundo actual. Como en otras sociedades con características similares, aquellos que están en mejores condiciones de servir al desarrollo del país lo abandonarán mediante la emigración sin retorno, provocando retrasos mayores en la agenda de construir una nación. En lugar de organizar el país, la clase política ha dependido de los fondos provenientes del exterior, mediante donaciones internacionales y remesas de los haitianos en la diáspora, y del extraordinario número de organizaciones no-gubernamentales (ONG’s) que realizan lo que le correspondería hacer al Estado, si existiera para ese propósito. En Haití se ha constituido un sector amplio de ONG’s, nacionales y extranjeras, con objetivos de asistencia social y desarrollo económico, las cuales intentan llevar a cabo lo que el Estado no ha podido o no ha querido realizar. Además, como en otros países de la región, existe una comunidad haitiana en la diáspora cuyas remesas sostienen a sectores de la población. Aun las ONG’s no han estado exentas de la manipulación por el Estado: durante el periodo de Jean Claude Duvalier el gobierno haitiano colocó un impuesto al dinero recibido por estas organizaciones, como modo de expandir su caudal, limitando con ello la habilidad de estas entidades para mitigar los problemas sociales y económicos que atendían. El futuro de Haití A partir de 1986, Haití ha tenido varias oportunidades para destruir el legado del estado duvalierista, que ha sido sin duda el más depravado y depredador. El gobierno de Aristide, que accedió al poder como resultado de la apertura a la movilización popular que se desencadenó luego de la caída de Jean Claude Duvalier, debió significar una ruptura con la trayectoria que he descrito. Sin embargo, lejos de ello, el régimen de Aristide se fue enmarcando poco a poco en esa modalidad de estado totalitario. Todos los gobiernos que se sucedieron luego de la salida de Aristide han tenido innumerables dificultades para desmantelar la cultura de negligencia que ha caracterizado la vida política haitiana. Ahora se ha abierto una nueva zona de oportunidades en medio de la desgracia. Ha sido sorprendente la amplitud del apoyo mundial a Haití ante la más reciente crisis, sin duda la más grave de su historia. Las imágenes de Puerto Príncipe destruido recorrieron el mundo, tocando los corazones de pueblos cercanos y distantes que ofrecieron todo tipo de colaboración al país. Fue conmovedor el ofrecimiento que hizo el presidente de Senegal, Abdoulaye Wade, quien invitó al pueblo haitiano a “retornar a su tierra natal” africana, de donde fue arrancado por el colonialismo europeo en el comienzo de un drama que aún no acaba. Se han escuchado otras voces con ofertas de colaboración económica, incluyendo las de las agencias crediticias mundiales, que han propuesto condonar la deuda externa de Haití. No obstante, por más grande que sean las manos de la solidaridad, el destino de Haití no puede estar en su propia destrucción como país, como ocurriría con el plan senegalés, como tampoco puede estar en la idea que propone el manejo de Haití desde gobiernos y agencias extranjeras cuyo modo de operar en el pasado también ha fracasado. Me pareció significativo lo que percibo como una ruptura en la postura dominicana hacia Haití, que comienza a reconocer que la existencia de un Haití próspero es beneficiosa para la República Dominicana. Tampoco es solución revitalizar el Estado que Haití ha conocido hasta ahora, armado sobre el gobierno para los pocos. Pienso que cualquier plan para reconstruir a Haití debe establecer los objetivos claros de la reconstrucción, cuyos ejes centrales deberían ser el fortalecimiento de la vida institucional del país, el desarrollo equitativo y el tránsito hacia una administración pública reluciente. El autor es Catedrático de Ciencias Sociales en la Facultad de Estudios Generales de la UPR, Río Piedras. Coordina la Red de Estudios sobre Haití y el Caribe Francófono del Proyecto Atlantea. Para ver la edición impresa de Diálogo de febrero haga clic aquí.