Las series de corte detectivesco han dado el gran palo en la transformación del menú en la televisión. Sin embargo, contrario a lo que muchos podrían pensar, las verdaderas joyas de este género no son los CSI, que los hay de todas partes. El de Miami, con su estilo telenovelesco que busca convertir anacrónicamente a su figura principal en un chulín que termina siendo una caricatura ordinaria; el de Las Vegas, que tiene como personaje principal a un entomólogo que se toma el asunto forense como una especie de sacerdocio patético; el de Nueva York que no se sabe para dónde va, el NCIS –Los Ángeles, que parece una secta de templarios dirigido extrañamente por una enana que guarda secretos gigantes desde la Guerra Fría; y el NCIS original que presenta una partida de agentes de supuesta inteligencia que se portan como adolescentes bajo el mando de un guapo oficial naval de alto rango que debería estar retirado y que a la menor provocación se mete en un sótano a lijar el esqueleto de un barco que lleva construyendo durante años como si se tratara de un arca de Noé posmoderno. Tal vez, estos hijos menores en ingenio conceptual y literario, aunque colosos en audiencia, merezcan su columna aunque sea por entretenernos uno de estos días. Pero esta no será.
Esta se la quiero dedicar al placentero regodeo que he encontrado en algunas joyitas que no carecen de su nicho de millones, como les mencioné en la columna anterior, pero que además de entretener resultan cautivadoras por sus escogidos recursos y referentes literarios. Cuando se piensa en el género detectivesco en la literatura, casi todo el mundo recuerda al personaje decimonónico de Arthur Conan Doyle, el cautivante Sherlock Holmes. Aunque tal vez este es el referente más accesible en la mente de muchos, no es el espigado inglés el que sienta la pauta del detective sino August Dupin, invento del genio americano Edgar Allan Poe. Lo cierto es que Dupin sirvió como una especie de esqueleto sobre el cual Doyle construyó su icónico Sherlock, que es la imagen que ha trascendido en la cultura moderna occidental como el estereotipo del gran detective.
Así como tantas otras obras, los relatos de Sherlock son cuatro novelas que fueron publicadas por entrega. De modo que, el original Sherlock en sí mismo fue una serie que llegó de manera impresa a falta de cine y televisión. Quién iba a decir que casi dos siglos después, el mundo, aunque con un furor de distinta especie, seguiría cautivado por las características de la serie detectivesca ahora disfrutada por una impredecible y gigantesca masa que sabe de oídas sobre este seductor personaje, pero al que muy pocos se han leído.
Aquello que se trató en algún momento como “literatura barata”, tal vez por considerar como antiestético tener como tema principal la resolución de un crimen o, por parecer un género menor, hijo de su contexto en el que estaban surgiendo los cuerpos policiacos como mecanismos de control en las grandes ciudades modernas, se convirtió en la semilla de un formato que seduciría casi sin remedio a varias generaciones. Así, Sherlock fue rescatado en el cine en 1976 y llegó a la televisión en 1984 para luego caer en una especie de coma, mientras se seguía corriendo la leyenda literaria.
En ese periodo el concepto mismo del detective, no sólo en su aspecto literario, sino en su carácter real, vino a menos. Estos sujetos, que eran en principio, policías de alto rango, que mediante años de experiencia y capacitaciones por parte del Estado lograban desarrollar algunas capacidades deductivas y destrezas indispensables como la agilidad para hacer interrogatorios, la suspicacia para saber de quién dudar, las conexiones para conseguir información, empezaron a ser sustituidos y desplazados por el surgimiento de tecnologías que en un principio servían de complemento secundario o corroborativo para sus deducciones.
Pero en el 2004, Sherlock resucitó como Lázaro en una (per)versión de la mente del productor de la serie House. David Shore reescribió el personaje convertido ahora en un médico genial con actitudes antisociales y rasgos de sociópata. Como si se tratara de un sofisticado homenaje, del que Shore ha hablado en ocasiones, puso a vivir al egocéntrico Dr. House en un apartamento con el número de su predecesor inglés, a tocar el piano en lugar del violín y a ser adicto al Vicodine en lugar de la cocaína y el opio. En las manos de Shore, el dúo Holmes-Watson terminó siendo House-Wilson.
Pero la verdad es que House no tiene nada que envidiarle literariamente a su hermano mayor. Sirviéndose de las mismas estrategias de la lógica y la deducción, en esta trama el misterio por resolver no es un crimen sino el rompecabezas de procesos químicos y biológicos que tienen al borde de la muerte al paciente de turno.
De modo que, como un nuevo Frankenstein, House es un híbrido médico-detective, que no sólo lee e interpreta el dato científico sino que es a su vez un gran observador de la conducta humana, y mediante un sofisticado proceso deductivo decodifica emociones, mentiras, síntomas y secretos con la misma capacidad con que un experimentado anatomista disecta un cuerpo.
Sin embargo, aunque el propio Shore haya hablado del binomio House-Wilson, el efecto de la contraparte en esta trama serial no lo hace el amigo oncólogo, sino el equipo de médicos que está bajo la supervisión del exquisitamente petulante especialista en diagnósticos diferenciales. Estos súbditos de no baja capacidad intelectual y deductiva hacen una danza discursiva que casi los convierte en un sólo personaje (Watson colectivo).
Son estos médicos subordinados al imperial dictamen clínico del nuevo Sherlock los que harán el trabajo que tradicionalmente se le asigna al detective: recopilar evidencias, crear narrativas posibles a base de las muestras recopiladas, desarrollar teorías y someterlas a la verificación. De este modo, el grupo de médicos se convierte en una especie de prótesis de House, en la representación de todas las partes embotadas en el genio: la fe, el contacto con lo humano y sus miserias, el miedo, la ética, etc.
A pesar de todas estas referencias al origen de la llamada novela policiaca o detectivesca, la realidad es que parece que las masas, que en el caso de House ascendían para el 2008 a la cifra astronómica de un promedio de 82 millones de feligreses en 66 países, no están dispuestas a procesar el personaje del detective en su estado “original”, pero están ávidas de versiones desde truculentas hasta caricaturescas de la invención decimonónica.
Pero House no es la única reinterpretación del personaje del detective en las exitosas series televisivas, por lo que quisiera retomar el análisis de esta figura literaria en la próxima columna para estudiar la versión caricaturesca de Monk, un detective que padece un desorden obsesivo compulsivo, así como la versión más reciente del propio Sherlock en la serie inglesa que la BBC sacó en el 2010 y en la que el verdadero Sherlock sale renovado de la tumba en el que la fiebre forense lo había sepultado.
La autora es periodista de cultura.