Millones en el mundo sufren los estragos de la resaca post electoral tras los comicios que instalaron a Donald Trump como el presidente número 45 de Estados Unidos. La pregunta que se hacía el analista Van Jones de CNN: ¿Y ahora cómo le explico esto a mis hijos?, condensa el estupor de muchos. Pero para una mayoría (que no deja lugar a dudas) de votantes en el país más poderoso del mundo, la victoria del magnate seguramente tiene explicaciones que hay que escuchar y calibrar antes de despacharlas como fantasías y obsesiones.
La campaña Clinton gastó más, se organizó más, se publicitó más. Tras las primarias, el Partido Demócrata se reagrupó y hasta Bernie Sanders subió a tribunas e hizo fe del slogan de Clinton: Stronger together. Contó Hillary con el respaldo de los medios de opinión más importantes (excepto dos periódicos menores, todos los demás la endosaron); de Hollywood; de las grandes fortunas y de la opinión internacional. Pero perdió. Pudo la campaña Clinton movilizar como nunca antes el voto hispano aunque al parecer no tuvo el mismo éxito en galvanizar al electorado afroamericano, como lo había hecho Obama en 2008 y 2012. Pero Florida –a pesar de la victoria del boricua Darren Soto y de un fuerte voto hispano a favor de los demócratas– se perdió.
Por su parte, la campaña Trump salió barata, a fuerza de Tweets y de los medios que durante buena parte de la contienda lo cubrieron acríticamente apostando a los ratings. El ahora presidente (cuesta decirlo) no le debe nada al establishment del Partido Republicano. Por el contrario, ahora gran parte de ellos le deben a él haber salido reelectos en Cámara y Senado. Algunos de sus portavoces, y que posiblemente ocupen puestos de importancia en el nuevo gobierno, como Rudy Giuliani y Newt Gingrich, son políticos gastados y desprestigiados que ahora cobran un segundo aire.
Hago excepción de la gerente de campaña, Kellyanne Conway, que supo navegar a un candidato imprevisible a buen puerto sin inmutarse. Le canceló la cuenta de Twitter a Trump en el último fin de semana pero había hecho ya algo más importante. Desde que asumió el cargo insistió en que había que escuchar a los que asistían en masa a los rallies de Trump antes de descalificarlos como ignorantes y prejuiciados. Que lo son, en gran medida. El tema es por qué.
Se habla de un white backlash ante el miedo de que los Estados Unidos blancos fueran tragados por los Estados Unidos diversos: no sólo en términos raciales sino también por orientación sexual, filiación étnica y religiosa o género. Se habla de una América profunda, victimizada por las desigualdades de la globalización. Se habla de clivajes entre lo urbano y lo rural; entre las costas y las planicies. Y del desencanto ante la clase política que enreda sus intereses públicos y sus intereses privados. De todo eso se seguirá hablando en los próximos tiempos. Aunque insisto, lo importante ahora es escuchar. Más que identificar culpables, se impone ahora una escucha intensa, con oído en tierra, dispuesta a cavar hondo en las capas de una movilización extraordinaria, alucinante, que ha dejado a tantos en el mundo sin brújula, en shock.