Mientras cientos de puertorriqueños están atrapados en el usual tapón, en las principales ciudades europeas se celebra el Día sin Coches, con motivo del fin de las actividades de la Semana Europea de la Movilidad. Esta iniciativa de la Unión Europea está destinada a hacer más popular un tráfico urbano que pueda prescindir del automóvil y opte un transporte amigable al ambiente. En la realidad boricua, un día sin carros resulta difícil de imaginar. Tal y como si se tratara de un filme de esos que tratan sobre el fin del mundo, donde reina un panorama desconcertante de cientos y cientos de kilómetros de carreteras desiertas y abandonadas. Semáforos que hacen su baile de luces en vano, peajes sin nadie a quién cobrar, publicidad a orillas de la carretera sin ojos que la miren. Algunos irían, de camino a la universidad, al trabajo o a la escuela, pedaleando en sus bicicletas, caminando o esperando el tren. Sin prisas, con tiempo para respirar la ciudad, para hablar unos con otros, para ejercitarse, para vivir. ¿Sería posible este escenario o sólo es una utopía más? Pero, ¿cuánto extrañaríamos la sinfonía de bocinas que cada mañana nos acompaña durante el viaje hacia el trabajo? ¿Qué hacemos con los miles de “commuters” que viven tan lejos de sus centros de empleo? ¿Quién se aventuraría a caminar en los oscuros espacios de miedo que recubren la ciudad o a llevar su bicicleta por las calles llenas de profundos agujeros? La cajita de chatarra, gasolina y caballos de fuerza que cada día, como el más fiel amigo, nos lleva y nos trae de un lugar a otro se ha vuelto imprescindible en la vida del Puerto Rico actual. El carro, más allá de su función primitiva como medio de transporte, otorga estatus social, seguridad ante lo intimidante de la ciudad, rapidez y estabilidad. ¿Qué más podemos pedir? Esto sin contar el monóxido de carbono y el resto de venenos que aportan a nuestro ya tan delicado medioambiente. Sin embargo, la iniciativa de la Unión Europea, y el modelo de ciudades latinoamericanas como Bogotá y Buenos Aires, ponen en perspectiva la posibilidad de un Puerto Rico cuyas ciudades sean para las personas y no para los motores, como hemos venido mal acostumbrándonos.
Los vehículos de motor en la Isla del Encanto, son los dueños y señores de los espacios públicos. La mayoría de la infraestructura de los pueblos y ciudades del País está construida alrededor de la figura mítica del automóvil. Todo esto como resultado de décadas de un conocimiento urbanista poco práctico y caducado desde hace mucho. Las implicaciones de estas prácticas están por doquier; ciudades por las que no se puede caminar, las calles que se distribuyen con un ancho espacio para el flujo de vehículos y apenas un incómodo pasillo para que peatones y ciclistas compartan por igual. Inclusive gran parte de las zonas de la ciudad se han convertido en un gigantesco estacionamiento que alberga en su seno el pedazo de hojalata que tanto aman los boricuas. Asimismo, en un Puerto Rico que acostumbra a usar un carro por persona, es lógico que haya una desorbitante congestión vehicular, excesivos gastos de energía y gasolina, y el inevitable tapón. El “boom” verde y el surgimiento de una conciencia colectiva que busca rescatar los espacios públicos y mejorar la calidad de vida de los habitantes necesitan de nuevas iniciativas, tanto gubernamentales como a nivel individual, para poder ser efectivo en una isla malcriada que vive sumergida en el culto a los vehículos de motor. Los movimientos de recuperación de los espacios de la ciudad para la gente y la reducción en la dependencia del automóvil que están surgiendo alrededor del mundo dan esperanzas de que algún día, la palabra tapón se vuelva una rareza del léxico puertorriqueño.