Querida amiga: Lamentablemente, no me sorprende que existan personas que se arrogan el derecho de dirimir la conveniencia de textos para enseñar en las escuelas públicas. En mi país bien sabemos de esas cosas. Tu mensaje me retrotrajo a los tiempos en que la dictadura militar, en los años setenta, ejerció una censura implacable sobre obras maravillosas, configurando “listas negras”, sospechosos elencos de autores y textos peligrosos, subversivos. Nombres de autores y obras que no podíamos mencionar ni siquiera en voz baja pues si orejas vigilantes nos oían hasta nuestra propia vida poníamos en riesgo. “Velar por la integridad de los jóvenes”, lenguaje soez, burdo. Cómo resuenan en mis oídos esas expresiones mesiánicas y con qué intensidad me actualizan la intolerancia del período más oscuro de la vida de mi país. Aquí borraron textos de los programas. Y ese borramiento tuvo, además, un correlato visible que los medios reproducían agigantando eficazmente el terror: la quema de libros. Pero no sólo ellos “desaparecieron”. Los designios del estado providencial, también “desaparecieron” a alumnos, profesores, hombres, mujeres y niños, 30 mil argentinos. Perdóname, Malena, que lleve a estos extremos mi pensamiento. Sé que los contextos son distintos. Es que la resolución del Departamento de Educación avivó una herida que marcó mis años de estudiante universitaria, y me estoy dejando llevar por lo que siento. Debería saber el funcionario que responde (aunque no le importe y de nada sirva) que yo sí he leído los textos censurados, desde la primera palabra hasta el punto final. Los he leído y admirado. ¿Qué diría si supiera que no sólo en la universidad enseño “El entierro”, “La guaracha” o textos de González sino que en la escuela media leo con mis alumnos adolescentes “Jum” y “Aleluya negra” de Luis Rafael Sánchez. ¿Qué diría? Que estoy condenada, diría. Que leer en voz alta palabras que designan los genitales femeninos y masculinos o tantas otras que nombran bajezas, perversiones, degeneraciones, impurezas y desvíos me llevan derechita al infierno. En fin, que no se preocupe el funcionario, que lejos de resultarnos difícil trabajar con esos textos, a través de ellos no sólo concedemos el derecho a la imaginación que los jóvenes merecen, además enseñamos a reflexionar sobre la violencia, la discriminación racial, sexual, social, ideológica, el abuso del poder, la corrupción y hasta sobre el sexo mismo; incluso enseñamos algo que se llama adecuación lingüística y que, sospecho, ignora el funcionario. Pero si tu mensaje trajo a mi memoria el oscurantismo de la dictadura también actualizó momentos fulgurantes: los que vivíamos con mi profesora de literatura latinoamericana quien, desobediente -y a veces en la clandestinidad más cómplice y luminosa- persistió en hacernos leer grandes textos de nuestros grandes escritores. Habrá que batallar, Malena. Mi profesora lo hizo y salió triunfante. Mientras tanto, a la distancia, yo no batallo. Sigo haciendo oír mi amado Puerto Rico a través de su literatura y los alumnos, agradecidos. Un beso, Gabriela La autora es profesora titular de literatura caribeña y latinoamericana de la Universidad de Mar del Plata, Argentina, y le escribe a Malena Rodríguez Castro al conocer el decreto del Departamento de Educación de Puerto Rico sobre la censura de textos literarios para el grado once.
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