¿Un ponko con el corazón partío? Según el TimesOnline, del Reino Unido, así es el chamaquito emo. Este tipo de adolescente rebelde de entre 13 y 19 años, aproximadamente, ha invadido las escenas rockeras constituido en una subcultura preocupada por sensibilizar los mensajes del punk o el glam y sus estilos agresivos, dejando salir características emotivas de vulnerabilidad, melancolía, desconsuelo, apatía y, paradójicamente, esperanza a través de su expresión y su estilo. Los “Emo Kids” o los niños emo suelen vestir de negro con detalles coloridos en morado o fucsia de acuerdo a cómo se sienten, llevar el pelo largo a la manera japonesa, caído sobre la mitad de la cara, marcas como Hello Kitty y Converse, mucho delineador oscuro en los ojos, pintarse las uñas y escuchar la música de bandas como Dashboard Confessional, New Found Glory y My Chemical Romance, entre otras. Según explica Brian Bailey, de la Universidad de Rochester, los sonidos que les encantan oscilan entre los gritos y los suspiros y siempre son recreaciones de sentimientos íntimos. Además, como se presentan frágiles, andróginos y propensos a la depresión y el llanto, muchos los perciben como homosexuales o queer punching bags. Google reporta ataques violentos en su contra por ello desde Querétaro, Lima y Londres hasta Rusia, donde la legislatura estatal aprobó una ley para prohibir su vestimenta por razones morales. Presenciamos la puesta en escena de la tristeza en un drama comercializado que protagonizan estos niños oscuros seducidos por un mercado de la identidad especializado en el intercambio de la sensibilidad y las heridas del alma. A través de mercancías, modas, conciertos, videos musicales, ritos y comunidades de Internet, exponen su pena en escaparates tanto actuales como virtuales. El jangueo se convierte en pasarela de las emociones que acusan un mundo blando, profundamente negro y gris, pero lleno de hipócritas conformistas o revolucionarios wannabi disfrazados con armaduras o caparazones que actúan como si fuera lo contrario. El mood sentimental ante el fracaso de la vida supuestamente feliz abre camino en la escena pop y las masas adolescentes emo usan como bandera del movimiento la metáfora de la relación amorosa arruinada. La apología del suicidio, más que programa político anti new age, propone una solución individualista a la angustia existencial causada por la ruina del amor. Mientras tanto, el fashionista emo reclama a su manera su derecho a ser frágil y bello en una sociedad hostil y no se esconde tras una pose agresiva para romper a llorar. Como alega el gran filósofo de la salsa Ubaldo “Lalo” Rodríguez, se trata de celebrar una tristeza profunda, pero una tristeza encantada. Al igual que el personaje de Sanrio Hello Kitty, que no tiene boca, el niño emo pretende que siempre hable por él su corazón. El problema es que la fantasía “silenciosa” del peluche no corresponde a las “ruidosas” realidades de la carne.