Por: Jannette Ramos García y Michelle Schärer Umpierre
El hogar que comparte el matrimonio formado por Oscar Lugo y Divina Flores refleja la gran pasión que ambos sienten por el mar. En los alrededores de la casa, se pueden observar boyas, faros, una lancha, adornos en forma de peces y, detrás del patio, las aguas de la laguna de Las Salinas en Cabo Rojo. Oscar y Divina forman una pareja perfectamente en sintonía el uno con la otra y viceversa. Él ha sido pescador gran parte de su vida y ella conoce a la perfección cada una de las experiencias que Oscar ha vivido. Demostrando el orgullo que siente por su esposo y provocando su risa cómplice, sus primeras palabras fueron, “él es tremendo pescador y eso que no sabe nadar”.
Oscar Lugo nació en 1934, en el sector El Corral en Las Salinas, Cabo Rojo, que hoy es la playa cerca de Punta Águila. Su papá Félix Lugo y su mamá Gertrudis Rodríguez eran pescadores de trasmallo. Sus comienzos en la pesca los relató de la siguiente forma:
“Como vivía tan cerca de la playa, a los 10 años me dio con tirar un cordel en una yolita pegá de la playa y me jaló un peje. El abuelo mío me estaba ligando y cuando me jala ese peje y yo buscando cogerlo, ya el cordel me tenía to’ tajeao y cuando el abuelo mío me miró toa’ la sangre en las manos, pues se tiró porque el peje arrastró la yola con to’. El abuelo mío se trepó y me ayudó a subirlo. El peje era más grande que yo y de ahí en adelante seguí pescando, pero siempre me iba con los viejos. Se puede decir que yo no tuve infancia porque no tuve juguetes, pero como tenía la yolita, ellos iban por un lado y yo me iba por otro. Para mí, ellos eran bien importantes porque me enseñaban cosas buenas, no me enseñaban na’ malo porque pa’ mí lo más importante era tener una buena reputación”.
Igual que para muchas otras familias de su época, vivieron privaciones económicas. Sin embargo, suplían algunas de sus necesidades con lo que sembraban: “maíz, gandules, y cuando no había una cosa había la otra, pero a veces se pasaba muy mal. Había veces que si había café pa’ uno, el otro se tenía que quedar sin tomar, pero pa’ los chiquitos siempre había”.
Al pasar el tiempo, decidió irse a vivir a Nueva York donde permaneció durante diez años. Su vida era de la casa al trabajo y del trabajo a la casa; después, conoció a Divina, se casaron y procrearon sus hijos. Sin embargo, el calor de su patria y la pesca lo llamaban, por lo que emprendieron el viaje de regreso a Cabo Rojo, de donde Divina también es natural. La pesca se convirtió de nuevo en su vida. Pescaba de nasas y, de cuando en cuando, tiraba un cordel. La intensidad de su trabajo lo llevó a desarrollar callos en las manos que no le permitían lavarse la cara con las palmas de éstas, tenía que hacer uso de la parte del frente por el dolor que tenía en ellas. Eran tan severos que se le formaron unas zanjas por las que se le introdujo un parásito al que él llama “chincho”. Lo describió como “un gusano que se come a los pejes por dentro y deja lo de afueray lo deja enterito, es como un comején. Yo sentía que algo me molestaba por ahí y un día sentí cosquillitas y me apreté y salieron tres. Porque yo tenía unas zanjas enormes y yo me dije, voy a tener que dejar eso porque voy a quedar inútil”.
Su percance le motivó a comprar una lancha de mayor tamaño, a la que llamó Anacaona, para poder salir a pescar chillos. Salía a pescar hacia las áreas profundas del Canal de la Mona hasta Cabo Engaño en la República Dominicana durante cinco o seis días. En la Anacaona, grabó cientos de marcas de pesca que visitaba consistentemente hasta dar con los cartuchos grandes. Si cogían chillos pequeños, dejaban de pescar ahí y se movían a otra marca hasta dar con los cartuchos grandotes de hasta 20 libras, algo que ya no se observa. Cada uno de los chillos era cuidadosamente destripado y rellenado con hielo picado antes de ponerlos en la nevera para que llegara a la pescadería fresco.
Cuando la Anacaona hacía puerto en Bahía Salinas, la pescadería del patio de su casa se convertía en una reunión familiar, sus hijos, nueras, nietos, sobrinos, todos animados escamando, limpiando, cortando y acostando a los peces en las neveras para que no se deformaran. La venta del pescado era la responsabilidad de Cloche, un empresario de mucha maña que tenía los cuchillos afilados siempre a mano. Luego de la muerte de Cloche, la empresaria, distribuidora y vendedora lo fue Divina, quien complementa a Oscar como un equipo formidable haciéndole toda la trayectoria al chillo desde el fondo del mar hasta el restaurante de su preferencia.
Una noche, la Anacaona fue impactada por un velero de mayor tamaño que siguió navegando después del impacto y le rompió un costado y la capota. Ese día tuvieron que llamar a los guardacostas y pedir auxilio. Al preguntarle a Divina cómo ella manejaba las ausencias de su esposo, su respuesta fue sencilla, él la llamaba por el radio de la lancha todos los días. Ese contacto con Oscar la tranquilizaba. Fue por la radio que supo del accidente con el barco, lo que le causó una gran preocupación que solo se alivianó cuando al fin lo pudo escuchar por teléfono cuando lo trajeron a tierra.
Si Oscar le fuera a dar un consejo a los pescadores que comienzan les diría que “fueran honrados, y que pa’ coger buen pescado tienen que dedicarse, yo he visto pescadores que lo que se dedican es a dormir. Lo que hace a un buen pescador es tener buenos artes, no temerle a los vientos, tienen que tener preocupación y respeto porque el mar es vivo, porque yo he estado en el mar y te digo que yo le he habla’o al mar y se me ha dejado un camino pa’ yo caminar suavecito”.
“Eso es una cosa que uno lleva como en la sangre, cuando tú sales a pescar sales como si fueras pa’ una fiesta. Pa’ mí no hay fiestas mejores que una de pesca, a mí tú me invitas a una fiesta y te digo que no; ahora, me invitas a pescar y dejo las patas corriendo”. Divina termina ese pensamiento reafirmando sus palabras: “Yo he sabido estar cambiada de ropa para ir a un sitio con él, llega alguien pa’ pescar y él me dice, vete tú que yo me quedo”.
Este texto fue publicado originalmente en la revista Fuete y Verguilla del Centro Interdisciplinario de Estudios del Litoral (CIEL) adscrito al programa Sea Grant del Recinto Universitario de Mayagüez de la Universidad de Puerto Rico.