Un día los adoquines tomaron la forma del mar. Y ahí, en el Viejo San Juan, fueron testigos, como tantos años, del marullo de miles de mujeres y hombres, niños y ancianos, que se agolparon no sólo en la calle San Sebastián. Durante cuatro días, oleadas de seres anónimos tomaron por asalto la ciudad amurallada. No importó el sol abrasador, pegando en frentes y espaldas, tampoco la garúa nocturna. Mucho menos las filas interminables para llegar o salir con tal de coincidir y responder a esa otra fiesta que es el cuerpo.
Aunque este año las celebraciones estuvieron dedicadas al boxeador Félix “Tito” Trinidad, destacaron las comparsas dedicadas a don Saúl Dávila, el vendedor de azucenas, y al preso político Oscar López Rivera, liderada por su hija Clarissa López, quien estuvo acompañada por una legión de pleneros y sanqueros que le dieron cabal sentido a las exigencias de excarcelación de su padre.
Era sábado en la tarde y en la Plaza de Armas retumbaba el sonido ensordecedor de una música electrónica. Frituras iban y venían, yardas de cervezas, familias enteras, palomas revoloteando en el aire. Algo en la mirada de Clarissa, caminando a paso lento, se hizo eco de todo aquel que aplaudía o simplemente la observaba desde aceras, puertas y balcones. “Oscar en las calles”, se le escuchó a un hombre entre el tumulto.
La comparsa llegaría hasta la Plaza del Quinto Centenario donde una niña, junto a Clarissa, lanzó al viento tres palomas blancas que parecieron nacerle de sus manos diminutas.
Más tarde continuaría la música. En todas las calles. Como obedeciendo a los dictámenes del cuerpo. Bombazos, plenazos, salsa y rumba. La noche llegaría. Y con ella intermitentes olas humanas. Un mar picado, demasiado parecido a ese otro mar adoquinado.
Fotos por Ricardo Alcaraz
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