Dos retratos predominaban en la pequeña sala de aquella humilde casita del San Sebastián de mi niñez. Sus marcos flanqueaban la mecedora donde siempre se sentaba mi padre a conversar con familiares y amigos que nos visitaban. Las imágenes que contenían aquellos cuadros no eran los de mi papá y de mi mamá, ni de mis hermanos, ni siquiera los de mis abuelos ya fallecidos, sino la de dos conocidos políticos de quienes mi Viejo sentía profundo respeto.
Una de las fotos era en blanco (casi amarillento por el paso del tiempo) y negro y la otra a color. La primera, contenía una imagen del Luis Muñoz Marín de los años ’40. La segunda, siempre llamó más mi atención. Se trataba de una foto de un hombre relativamente joven, vestido con una camisa blanca y un traje azul oscuro con líneas muy finas. El hombre de tez blanca y cabello castaño claro, proyectaba una mirada profunda cargada de tristeza.
¿Quién era ese señor, cuya foto aparecía en nuestra sala?, me preguntaba con la ingenuidad que lo hubiera hecho cualquier niñita campesina de aquella época. Papi sólo se refería a él como Kennedy, así, sin más ni más, como si se tratase de un antiguo amigo.
Los años pasaron y aquel retrato de Kennedy permaneció en nuestra vivienda por mucho tiempo y junto con ella prevaleció en mí la curiosidad por conocer más acerca de aquel hombre, del que sólo sabía que había sido un presidente estadounidense que había visitado a Puerto Rico en una ocasión y que pocos años después había sido asesinado.
Su figura fue tan fuerte en mi memoria que les porfiaba a mis hermanos haber visto por televisión los visuales de la carrosa presidencial con un Kennedy ya desfallecido, luego de haber sido alcanzado por dos disparos en Dallas. El asunto era que, cuando Kennedy murió, aún faltaban par de semanas para que yo naciera.
Mientras iba creciendo devoraba con sumo interés toda lectura que abordase el tema de Kennedy. Leía con suspicacia cuanta teoría de conspiración salía publicada: que si la CIA (Agencia Central de Inteligencia), que si la mafia, que si Fidel Castro, que si los soviéticos, que si Lindon B. Johnson, que si poderosos intereses económicos estadounidenses, en fin, múltiples explicaciones de quién y porqué lo mató.
Anoche, por cierto, veía con asombro en una entrevista en CNN en español, cómo unos supuestos expertos de origen cubano afirmaban con tal seguridad que el gobierno de Fidel Castro en común acuerdo con los soviéticos eran quienes había estado detrás del atentado que cegó la vida de John Fitzgerald Kennedy, el 35to. presidente de Estados Unidos. ¡Óigame, caballero! Si en efecto ese hubiera sido el caso, ese incidente hubiera ocasionado la tercera guerra mundial, pues el asesinato de un primer mandatario por parte de otras naciones se interpreta como una declaración de guerra. Y para esa época los ánimos estaban más que caldeados entre estos tres países.
La vida y la muerte de este audaz político siempre ha sido caldo de muchas historias e intrigas que lo han transformado en un poderoso mito. Con sus aciertos y desaciertos, 50 años después de su muerte, Kennedy todavía continúa captando el interés de muchos y muchas. Sus célebres discursos aún son recordados y citados por otras figuras.
Con el correr de los años descubrí otros textos que presentaba a otro Kennedy; un hombre que aunque era exitoso en el plano profesional, sufría y padecía como cualquier hijo de vecino en el plano personal; alguien con debilidades humanas, con pasiones humanas, un individuo atormentado por padecimientos físicos muy serios, un ser cuyas decisiones personales llegaron a ocasionar mucho dolor a los suyos pero que también era capaz de mostrarles que les amaba…en fin, un ser humano como cualquier otro.
Los medios de comunicación y la industria cinematográfica se han ocupado de que el imaginario de JFK continúe tan presente en las generaciones que le han proseguido como la “llama eterna” que arde en su tumba en el Cementerio de Arlington.
Hace muchos años estuve ahí. Mientras miraba la inscripción sobre el mármol, vino a mi pensamiento aquella antigua foto de Kennedy vestido con un gabán azul de finas rayas. ¿Qué realmente me trajo aquí?, me preguntaba. Tal vez, la respuesta sea la misma por la que he trazado estas líneas este 22 de noviembre cuando se conmemoran 50 años de su partida. Mi memoria remite la respuesta al recuerdo cálido de su noble figura en mi humilde sala pepiniana.
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A la memoria de mi padre Francisco Rivera, un sabio jíbaro pepiniano, buen conversador y sobre todo, alguien a quien le fascinaba la política y respetó sus grandes figuras.