“Dame un vodka con china, por favor”, le dije al bartender mientras me recostaba de la barra del hotel, cansado pero satisfecho de por fin haber llegado a territorio mexicano para tomar una semana de vacaciones, luego de tres horas de vuelo.
Era Cancún, ambiente tropical, las gotas de sudor bajaban por mi rostro y el bartender aún no servía mi trago, símbolo del comienzo del tiempo de ocio. No perdí oportunidad para saborear unos ricos nachos con guacamole y salsa mexicana, a la vez que escuchaba el sonido de la música mariachi de fondo.
“Señor, ¿con qué desea acompañar el vodka?”, me preguntó Emiliano, quien se convirtió en un buen amigo durante mi estancia en el complejo hotelero. “China, jugo de china”, le repetí, a lo que el oriundo de Cancún me contestó: “Señor, lo que tenemos es jugo de naranja y arándano”.
Fue entonces cuando comencé a desprenderme, por una semana, del vocablo puertorriqueño, sustituyendo china por naranja, arándano por cranberry, sorbeto por popote y hasta el "Arriba, Puerto Rico" por el "Viva, México", literalmente.
Shot 'Viva, México', mezcla de rones locales.
Luego de agradecer por su servicio y de pedir disculpas por, según él, haberle pedido un trago con un jugo “proveniente de la China”, me dirigí con mi grupo de vegabajeños a la Playa Maroma, uno de nuestros lugares preferidos durante nuestra estancia, sin duda. Era agua cristalina y refrescante, un estrecho de arena blanca impecable, de nubes inexistentes y peces coloridos que se paseaban entre nosotros. En fin, un paraíso situado en el Estado de Quintana Roo.
Fue una semana llena de ricuras caribeñas: todo tenía pique, incluso las comidas del desayuno. Los guacamoles sabían a gloria; había que tener “babilla” para tragarse las fajitas sin tener, al menos, agua en mano. Al mediodía las margaritas fueron nuestras mejores aliadas cuando disfrutábamos de la piscina.
Pero nuestra semana también estuvo llena de enriquecimiento cultural. Tuvimos, por ejemplo, la oportunidad de visitar una de las siete maravillas del mundo, el Chichen Itzá, parque arqueológico de la península de Yucatán, en México, que posee una de las arquitecturas más impresionantes del planeta, la pirámide del Templo de Kukulkán.
Templo de Kukulkán, situado en el parque ecológico Chichen Itzá, una de las siete maravillas del mundo.
Fue interesante el hecho de que durante la gira turística nos guiaron puros mexicanos de sangre maya, y no los mexicanos de tez blanca con los que interactuamos toda la semana en el área más turística. Eran seres muy amables, de características distintivas.
Ese viernes, la cultura maya fue la orden del día. Fue toda una aventura, acompañados de turistas colombianos, cubanos, canadienses, asiáticos, australianos y estadounidenses. Cinco horas de viaje, de tomar ricas cervezas locales y de intercambio cultural con nuestros amigos suramericanos: así transcurrió nuestro paso por el Chichen Itzá y, posteriormente, durante la visita a uno de los cenotes del estado de Yucatán, una enorme caverna con agua que, al primer contacto con ella, nos recordó al Yunque.
Disfrutando de las exposiciones creadas por los mayas de la zona arqueologica del Chichen Itzá.
No había puertorriqueños, ni caribeños, sólo nosotros…un grupo de siete boricuas al que los locales asociaban con la “Gasolina” de Daddy Yankee o con el “Suavemente” de Elvis Crespo. Así también nos sucedió con otros turistas; americanos y europeos se sobresaltaban una vez nos remeneábamos en la pista de la discoteca cuando sonaba la “Brujería” de El Gran Combo de Puerto Rico o “Pobre Diabla” de Don Omar.
“Ustedes los ‘portorriqueños’ sí que saben bailar”, nos dijo un huésped mexicano, luego de haber bailado una rica salsa de Victor Manuelle.
Así gozamos y disfrutamos de este viaje que tanto planeamos para celebrar nuestra graduación de bachillerato de la Universidad de Puerto Rico este verano. Nos llevamos un poquito de la cultura maya, mientras que nosotros, boricuas al fin, nos encargamos de dejar en México un pedacito de nuestro sabor caribeño.